Me enderecé y respiré hondo, apretando los papiros con fuerza. El tabernero se inclinó sobre mí, con las manos en las caderas.
– Creo que es hora de que te vayas -espetó.
– Sí -dije-. Creo que debo irme.
Quería ver a Metón enseguida. La Regia no estaba lejos, justo al otro lado de la Casa de las Vestales. Entonces, incluso ebrio como estaba, me di cuenta de que era una locura llevar documentos tan comprometedores a la residencia de César. Lo primero que tenía que hacer era destruirlos. Pero antes quería echarles un vistazo. El único lugar seguro para hacerlo era mi casa. Recorrí el laberinto de callejas que llevaban a la Rampa y subí la cuesta del Palatino, temeroso de que en cualquier momento me detuvieran los espías de César.
Davo estaba en la puerta. Le dije que la atrancara y me fui corriendo al estudio. Desenrollé los papiros y los examiné rápidamente, para ver si eran tan comprometedores como Numerio había dicho. Lo eran. La caligrafía era indudablemente de
Metón. A juzgar por las fechas, la conjura para matar a César databa de antes incluso de que cruzara el Rubicón. Una parte era una especie de manifiesto, y enumeraba las razones por las que había que matar a César. Por un lado, se aludía a la necesidad de impedir una guerra civil que sólo podía acabar con la destrucción de la República. Los hombres nombrados en el documento eran los mismos oficiales que habían firmado el pacto que Numerio me había enseñado el (lía de su muerte, y que yo le había quitado y destruido.
Eché los papiros al brasero. Vi cómo se quemaban y contuve la respiración, hasta que el último papiro se convirtió en cenizas. El miedo que venía atenazándome desde la visita de Numerio desapareció en el mismo lugar en que había comenzado.
Ahora tenía que decírselo a Metón.
Llamé a Davo y recorrimos juntos el camino del Foro. La cola de ciudadanos que esperaban delante de la Regia para ser admitidos por César llegaba casi al Capitolino. Identifiqué a senadores, banqueros y diplomáticos extranjeros. Unos se cubrían con pétaso. Otros tenían esclavos con parasoles que protegían al amo del sol… y de la mirada de los dioses, que se habrían avergonzado de haber mirado hacia abajo y haber visto a aquellos hombres principales que ahora parecían suplicantes a la espera de que el rey les concediese audiencia.
Fui al principio de la cola y le dije a un guardia que era el padre de Gordiano Metón.
– He venido a ver a mi hijo.
– No está. Ha ido a hacer un recado poco antes de mediodía.
– Sí, fue a verme. Pero necesito verlo de nuevo.
– Todavía no ha vuelto.
– ¿No? ¿Y sabes dónde podría estar?
– Debería estar aquí, pero no está. Nadie lo ha visto. Lo sé porque el general acaba de preguntar por él.
– Entiendo. Cuando vuelva, ¿podrías darle un mensaje?
– Claro.
– Dile que es urgente que hable con él lo antes posible. Estaré en casa, esperando sus noticias.
* * *
Aquel día no hubo respuesta de Metón.
A la mañana siguiente volví a la Regia y encontré al mismo guardia. Le pregunté de nuevo por Metón.
– No está aquí. -El hombre miraba al frente con semblante pétreo.
– ¿Dónde está?
– No sabría decirte.
– ¿Le diste mi mensaje ayer?
El guardia vaciló.
– No sabría decirte.
– ¿Qué quieres decir con que no sabrías…?
– Quiero decir que ni siquiera debería estar hablando contigo. Te sugiero que vuelvas a casa.
Sentí un escalofrío. Algo iba mal.
– Quiero encontrar a mi hijo. Si no queda más remedio, me pondré en cola y esperaré para ver a César en persona.
– No te lo aconsejo. No te dejarán entrar.
– ¿Por qué no?
El guardia me miró a los ojos.
– Vete a casa. Cierra bien la puerta. No hables con nadie. Si el general quiere verte, te enviará a buscar. Espero por tu bien que no lo haga.
– ¿Qué quieres decir? -El guardia se negó a contestar y miró al frente. Bajé la voz-. ¿Conoces a mi hijo?
– Creía que sí.
– ¿Qué le ha pasado? Por favor, dímelo.
El guardia movió la mandíbula.
– Se ha ido -dijo al fin.
– ¿Se ha ido? ¿Adónde?
Me miró. En sus ojos había un destello parecido a la compasión.
– Dicen que ha huido a Masilia. Para unirse a Lucio Domicio. ¿No lo sabías? -Bajé la mirada y me ruboricé-. Metón, traidor. ¿Quién iba a pensarlo? -susurró el guardia sin resentimiento.
Hice lo que el guardia me había aconsejado y me fui a casa, atranqué la puerta y no hablé con nadie.
¿Había sido la huida de Metón el resultado de largas reflexiones o el acto de un hombre desesperado, de un magnicida en ciernes que temía ser descubierto en cualquier momento? Si hubiera encontrado el escondite de Numerio unos momentos antes, cuando Metón todavía estaba conmigo, ¿habría huido igualmente a Masilia?
Revolví las cenizas del brasero del estudio y me pregunté por qué los dioses me gastaban aquella broma cruel.
Unos días después, César salió de Roma camino de Hispania.
Su itinerario seguía la costa mediterránea de las Galias y pasaba por la ciudad-estado de Masilia, que estaría ya defendida por Lucio Domicio, con sus seis millones de sextercios y un simulacro de ejército. Domicio había perdido Corfinio ante César sin oponer resistencia. ¿Lo haría mejor en Masilia? Si César conquistaba la ciudad, ¿lo perdonaría por segunda vez? ¿Qué piedad aplicaría a los masilienses? ¿Qué piedad aplicaría a un desertor que había conspirado para matarlo?
Por salvar a Metón yo había hecho algo incalificable. Ahora tendría que salvarse solo. Me sentía como un actor que abandona el escenario antes del final, sin más texto que decir, mientras la obra sigue. ¿Era así como se sentían los lémures al observar a los vivos?
Me sentía abandonado por las Parcas. El retorcido hilo de mi vida había caído de su tapiz y colgaba en el vacío. Me sentía, en fin, engañado por los mismos dioses… que aún no habían dicho su última palabra.
Una mañana de mediados de abril, un extranjero llamó a la puerta. Le dijo a Davo que vendía aceite de oliva. Bethesda había ido con Diana a comprar pescado y Davo le explicó que el ama no estaba. El hombre preguntó si podía dejar una muestra de su producto, entregó a Davo una pequeña vasija de arcilla y se marchó.
El episodio parecía inofensivo, pero yo le había dicho a Davo que me diera cuenta de todos los visitantes sin excepción, y rápidamente vino al patio, donde estaba yo sentado, meditando a los pies de Minerva sobre la vida.
– ¿Qué es eso? -pregunté.
– Una vasija de aceite de oliva. Al menos eso dijo el hombre.
– ¿Qué hombre?
Davo me lo explicó.
Cogí la vasija y la examiné. La estrecha boca estaba tapada con una tela, atada con un cordel y sellada con cera. La vasija en sí no tenía nada notable. Cerca de la base había dos palabras grabadas, «Olivum» y «Masilia».
– Aceite de oliva de Masilia -dije-. Un buen aceite. Y una curiosa coincidencia. Me pregunto… Davo, trae una vasija vacía.
Cuando salió, desaté el cordel y rompí el sello de cera. La tela que tapaba la boca parecía un simple retal de lino blanco. Quité el ancho tapón de corcho, que tampoco presentaba nada especial. Aun así lo corté. Era totalmente sólido.
Cuando volvió Davo, vertí lentamente el contenido en la vasija vacía, observando el fino chorro que brillaba con tonalidades doradas.
– ¿Crees que puede estar… envenenado? -preguntó mi yerno.
Metí el dedo en el chorro de aceite y lo olí.
– A mí me parece que tiene el aspecto y el olor del aceite de oliva.
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