Tirón se echó a reír.
– El día que nos conocimos también llevabas una buena resaca. ¿Te acuerdas?
– Un esclavo de ojos brillantes llegó a mi casa del Esquilino para preguntar si ayudaría a su ambicioso y joven amo a defender a un cliente acusado de parricidio.
– Sí, pero antes de que yo abriera la boca, ensayaste un remedio para la resaca.
– ¿Ah, sí? ¿Cuál?
– Concentración mental, para regar el cerebro con sangre regenerada. Fue impresionante.
– Apenas eras un muchacho, Tirón. Te impresionabas fácilmente.
– ¡Pero fue sorprendente! Dedujiste quién me enviaba y el porqué antes de que yo dijera nada.
– ¿En serio? Lástima que ya no pueda concentrarme con tanta precisión. Por ejemplo, soy incapaz de imaginar por qué el brazo derecho de Cicerón anda rondando por Roma de incógnito.
Tirón me miró de reojo.
– No es que te hayas embotado, Gordiano, sino que eres más astuto. Podrías descubrirlo si lo intentaras, pero prefieres que yo te lo cuente.
En lo alto de la puerta, la lámpara fálica emitía un débil resplandor que iluminaba la fría y nublada tarde.
– Vaya derroche de aceite -comenté-, con la carestía que hay en la ciudad.
– Palabras como «carestía» no existen en la taberna Salaz -dijo Tirón, llamando a la puerta -¿Has estado por aquí este último año?
Me encogí de hombros.
– Creo que una vez.
– Hay un nuevo dueño. Pero no ha cambiado en absoluto. Las mismas chicas, los mismos olores, el mismo vino agrio… aunque el sabor mejora después del segundo jarro.
Se abrió la mirilla y luego la puerta.
– ¡Soscárides! -El eunuco casi chilló al coger las manos de Tirón. A mí todavía no me había visto-. Mi cliente favorito, que también es mi filósofo predilecto.
– Pero si no has leído ni una palabra de lo que he escrito, so perro. Me lo dijiste el primer día que estuve aquí, hace dos meses -dijo Tirón.
– Pero sigo manteniéndolo -insistió el eunuco-. He hecho un pedido a un librero del Foro. ¡De verdad que sí! O lo intenté. El individuo aseguraba que nunca había oído hablar de Soscárides de Alejandría. Se rió en mis barbas. ¡Idiota! Ahora todos los libreros han cerrado y se han ido de la ciudad, así que yo seguiré ignorando tu sabiduría.
– A veces la ignorancia es la sabiduría más verdadera -filosofó Tirón.
– ¡Oh! ¿Es una de tus frases famosas, Soscárides? Me gusta tener filósofos en la taberna. Son más limpios que los poetas y más tranquilos que los políticos. ¿Tu amigo también es un filósofo famoso? -El eunuco me miró por fin y su rostro palideció.
– Es tan filósofo como yo -dijo Tirón-, y mucho más célebre. Por eso estamos aquí, porque buscamos paz y tranquilidad.
El eunuco se quedó perplejo, pero al poco rato se recuperó e hizo como si nunca me hubiera visto.
– ¿Servirá un rincón de la sala principal? Los reservados de arriba están ocupados por jugadores.
– Nos sentaremos en ese banco de ahí -dijo Tirón, señalando una parte tan oscura que ni siquiera se veía si había banco-. Y dos jarros de vino. Del mejor.
Tirón se dirigió hacia el rincón. Lo seguí de cerca.
– No sabía que hubiera más de una clase de vino en este establecimiento -dije.
– Pues claro que sí. Por el mejor se paga un poco más.
– ¿Y qué te traen?
– El mismo vino, pero colado. Así no te encuentras sorpresas flotando en el jarro.
Di un gruñido cuando tropecé con algo que también gruñó. Pedí disculpas a una forma oscura y rugiente y seguí adelante, contento de llegar por fin al extremo más alejado de la sala. El banco estaba pegado a la pared. Me retrepé y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Llegó el vino. Era tan agrio como lo recordaba. La Taberna Salaz estaba bastante concurrida, teniendo en cuenta que el sol todavía no se había puesto. Con las actividades de la ciudad suspendidas, ¿qué mejor forma de pasar el tiempo una tarde nublada que permitirse algún que otro vicio? Entre los murmullos, oí risas y maldiciones, y tintineo de dados.
– ¡La suerte está echada! -exclamó uno de los jugadores, y fue coreado por un estruendo de risas de borrachos. Tardé un momento en encontrarle la gracia. César había dicho las mismas palabras a sus hombres cuando cruzó el Rubicón.
– También lo han inmortalizado con una suerte -comentó Tirón.
– ¿Una suerte?
– De dados. La de Venus es la mejor y gana a las demás combinaciones. Ahora los jugadores la llaman Suerte de César y gritan «Cayo Julio» cuando tiran. No creo que eso signifique que se ponen de parte de César, sino sencillamente que son supersticiosos. César asegura tener una parte divina y que desciende de Venus. Así que la Suerte de Venus se ha convertido en «Suerte de César».
– Que gana a todas las demás. ¿Y existe la Suerte de Pompeyo?
Resopló.
– Creo que es cuando se caen los dados de la mesa.
– ¿Tan mala es la posición de Pompeyo?
– ¿Sabes qué dice Cicerón de él? «Cuando estaba donde no debía, siempre se salía con la suya. Ahora que está donde debe, fracasa por completo.» César los ha pillado a todos por sorpresa. Ni siquiera sus partidarios creían que fuera a cruzar Italia con sus tropas. Ya viste el pánico que se produjo. ¡Pompeyo dirigía la estampida! Desde entonces, ha estado tratando de controlar la situación, día tras día. Por la mañana está eufórico y lleno de entusiasmo. Al llegar la tarde le entra miedo y ordena a sus tropas que se retiren más al sur.
Lo miré con aire zumbón.
– Para haber estado enfermo en Grecia desde noviembre, pareces muy bien informado.
Sonrió.
– Tirón sigue enfermo en ese lecho y así seguirá unos días más. Yo soy Soscárides, un filósofo alejandrino en paro y desorientado por la crisis.
– ¿Cuál es el objeto de este engaño?
– Cicerón y yo elaboramos el plan juntos, cuando volvíamos de Cilicia. En cada etapa del viaje eran más preocupantes las noticias de Roma: César se burlaba de la constitución, se negaba a dejar sus tropas en las Galias, exigía que se le permitiera aspirar al consulado sin estar en Roma, y Pompeyo cada vez más cabezota, negándose a hacer más concesiones a César. conspirando delante de las puertas de la ciudad y aferrándose a sus legiones de Hispania. Y el Senado, nuestra patética, confusa, cobarde, rapiñera y codiciosa colección de optimates, descomponiéndose en enconadas discusiones que rayaban en la violencia. No hace falta ser Casandra para saber que la situación acabaría en crisis. Cicerón pensó que sería más prudente que yo llegara a Roma antes que él; no podía confiar en nadie más para que le mandara informes precisos.
– ¿Y por qué de incógnito?
– Para recoger datos sin llamar la atención sobre Cicerón. El disfraz es sencillo. Una barba y un cambio de color, eso es todo.
– Pero vuelves a estar delgado, tanto como cuando te conocí. Te ha cambiado la forma de la cara.
– Porque al principio, al volver de Cilicia, caí realmente enfermo y adelgacé mucho. Así que decidí mantenerme delgado como parte del plan. ¡Para mí se acabaron los pasteles de sésamo y miel! Yo no creo que la suma de todos los cambios dé para un disfraz, en toda la extensión de la palabra, pero la suma de todos los efectos da resultado. Nadie parece reconocerme a cierta distancia, y si me reconocen, acaban pensando que se han equivocado, porque Cicerón se cuidó de contar a todo el mundo que su amado Tirón estaba muy enfermo en Grecia. La gente se fía más de lo que «sabe» que de lo que ve. Salvo tú, Gordiano. Debería haber sabido que tú acabarías por descubrirme.
– Desde que has vuelto ¿has pasado todo el tiempo en la ciudad?
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