Steven Saylor - Cruzar el Rubicón

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«Alea jacta est». César ha cruzado el Rubicón, el pequeño río que separa la provincia gala de la península itálica, y se dirige con sus ejércitos hacia Roma, donde su rival, Pompeyo, está a punto de abandonar la ciudad y dejar a los romanos sin protección ni gobierno. En medio de la creciente confusión, uno de los primos favoritos de Pompeyo aparece muerto en el jardín de Gordiano el Sabueso, el más célebre investigador de Roma, quién no tendrá otra opción de hacerse cargo de unos de los casos más difíciles y comprometidos de su carrera.
Gran conocedor de la naturaleza humana y peculiar páter familias -sus hijos adoptados y esclavos manumisos retratan a un hombre indiferente a los valores tradicionales-, no hay rincón de la ciudad eterna que se resista a la mirada indagadora de Gordiano. Sin embargo, a sus sesenta y un años, en un clima de guerra civil enrarecido por la volatilidad de las alianzas políticas, Gordiano deberá hacer acopio de todas sus fuerzas y demostrar que no ha perdido ni un ápice de su renombrada inteligencia.
Esta es la séptima entrega de la exitosa serie Roma sub rosa, novelas que describen con enorme realismo los últimos años de la república romana a través de las peripecias de Gordiano el Sabueso.

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– Ah, sí -dijo-. Recuerdo que un día estuvo en su rincón con ese tal Soscárides.

– ¿Soscárides?

– Es un nombre muy raro, ¿verdad? Supongo que será griego. De Alejandría. Era un tipo moreno y bajito, con barba. Viene por aquí desde hace un par de meses. Es un filósofo, y célebre, según él. Quizá lo conozcas, ciudadano.

– Seguro que no.

– Pues Numerio Pompeyo sí. Aquel día estuvieron sentados un buen rato en el rincón, hablando y bebiendo, bebiendo y hablando.

– ¿De qué?

– Ciudadano, nunca escucho conversaciones ajenas, y mis chicas tampoco. En la taberna Salaz los secretos de un hombre están a salvo incluso de los dioses.

– ¿Cuándo fue?

– Espera que lo piense. A ver… poco antes de que Pompeyo huyera de la ciudad, así que supongo que debió de ser un par de días antes de que mataran a Numerio.

Asentí con la cabeza y moví los labios como para pronunciar el nombre de Soscárides. Estaba seguro de que nunca lo había oído. Un filósofo, un individuo de baja estatura, moreno y con barba…

El eunuco acarició la bolsa de dinero. Sin duda estaba deseoso de colaborar.

– Ya te he dicho que viene a menudo -añadió-. La próxima vez que lo vea, ¿le digo que lo estás buscando, ciudadano? Negué con la cabeza.

– Nunca he estado aquí. -Le di otra moneda para asegurarme de que lo entendía.

Tuvimos unos días de tormenta después de mi visita a la taberna Salaz. El tiempo era tan desagradable que nadie salía de su casa; hasta el Foro estaba desierto. Pasé aquellos días encerrado en mi estudio, leyendo filosofía. En los raros momentos en que dejaba de llover paseaba por el patio, levantando la mirada para contemplar los rasgos inescrutables de Minerva. Era el único testigo de la muerte de Numerio Pompeyo. Ella había oído sus últimas palabras, había visto la cara del asesino.

– ¿Qué hago? -le pregunté. No dio señales de haberme oído.

Pasó la tormenta. Dos días después de los idus de febrero me dirigí hacia el Foro para enterarme de los últimos rumores. Por insistencia de Bethesda, me llevé conmigo a Mopso y Androcles, para darles la oportunidad de quemar parte de la energía acumulada durante los días de encierro por culpa de la tormenta. Mientras bajábamos por la Rampa, se adelantaban corriendo, luego volvían, y así una y otra vez, convirtiéndolo en un juego. Me cansaba sólo con verlos.

El pánico a la llegada de César iba cediendo. Informes fiables lo situaban en el nordeste, en la costa del Adriático. Todo el Piceno se había rendido a él. Se decía que las ciudades por las que pasaba lo recibían con grandes muestras de júbilo, dedicándole plegarias como si fuera un dios. Había dejado tropas en las ciudades de importancia estratégica y ahora se dirigía hacia el sur, donde Pompeyo y las fuerzas gubernamentales habían ocupado la región de Apulia, aunque estaban divididas. Lucio Domicio Enobarbo, que en virtud del senadoconsulto tenía que haber reemplazado a César como gobernador de las Galias a principios de año, había ocupado Corfinio, a sólo ciento veinte kilómetros al este de Roma, con treinta cohortes, dieciocho mil hombres. Pompeyo, mientras tanto, se había dirigido más al sur. Aquello parecía un tira y afloja entre los dos generales del partido del gobierno: Domicio quería que Pompeyo lo apoyara en Corfinio y Pompeyo exigía que Domicio abandonara Corfinio y lo apoyara a él.

Si Domicio se salía con la suya, ¿tendría lugar en Corfinio la batalla decisiva entre las legiones de César y las fuerzas conjuntas del partido del gobierno? ¿O al final quedaría Corfinio sin protección? Si sucedía esto último, era fácil, mirando un mapa, imaginar a las tropas de César acosando sin descanso a Pompeyo, empujándolo hacia el sur, hacia la bota infernal que remata la península, hacia el puerto de Brindisi. Algunos rumores aseguraban que Pompeyo ya estaba reuniendo una flota en Brindisi, para huir por el Adriático hacia Dyrrhachium en lugar de enfrentarse a César.

Escuchar tales sutilezas tácticas en boca de ciudadanos que hacían cola para comprar aceitunas pasadas y trozos de pan duro era una experiencia extraña. Era normal oír especular a los hombres en el Foro sobre batallas y movimientos de tropas en provincias lejanas, pero nunca en suelo italiano y con el destino de Roma en juego.

Empezó a lloviznar. Ya había tenido bastante Foro por aquel día.

Volví por la Rampa, con Mopso y Androcles corriendo alrededor. A mitad de camino, bajo las ramas de un gran tejo que impedía el paso de la lluvia, miré hacia arriba. El corazón me dio un vuelco.

¿Había perdido la razón? ¿O era la misma experiencia asombrosa de antes? Un poco más arriba me había parecido ver una figura familiar, salvo que en esta ocasión el hombre de la túnica verde estaba poniéndose la capa en lugar de quitársela.

– ¡Chicos! -dije desde el centro de su órbita-. ¿Veis a ese hombre solo que está un poco más arriba? Mopso y Androcles asintieron-. Quiero que lo sigáis. ¡Pero no os acerquéis! No quiero que se entere. ¿Creéis que podéis hacerlo?

– Yo sí, amo -respondió Mopso, señalándose el pecho con el pulgar.

– Y yo también -dijo Androcles.

– Bien. Cuando llegue a su destino, uno de los dos buscará un escondite para vigilarlo mientras el otro vuelve a contármelo. ¡En marcha!

Y allá fueron. Cuando se acercaron al hombre de la capa oscura, uno se puso a la izquierda y el otro a la derecha, como lobos que estuvieran cazando por parejas. Los tres llegaron al final de la Rampa y desaparecieron. Resistí la tentación de apretar el paso. Empecé a silbar una cómica melodía egipcia que Bethesda solía cantar para sí cuando era mi esclava y no mi mujer, y yo no tenía esclavos propios que hicieran las faenas domésticas. Días felices, pensé. Por aquellos días conocí a Tirón.

Llegué al final de la Rampa. El tocón del tejo estaba resguardado de la lluvia y allí me senté a esperar. Si estaba en lo cierto, el hombre de la capa no iría muy lejos, y no pasaría mucho tiempo antes de que los chicos llegaran corriendo con noticias.

Esperé. Seguí esperando. Al final empecé a preguntarme si me habría equivocado y había enviado a los chicos a una misión estúpida. Dejó de lloviznar. Me levanté y me dirigí hacia la casa de Cicerón. Se me había ocurrido que si el hombre no era quien yo pensaba, tal vez yo mismo hubiera puesto a los muchachos en peligro. La crisis había crispado los nervios de todo el mundo. Incluso un ciudadano respetable podía reaccionar imprevisiblemente si descubría que lo estaban siguiendo dos esclavos desconocidos.

Continué caminando hacia la casa de Cicerón y me detuve en la calle desierta. No había nadie a la vista. Pensé que, después de todo, me había equivocado, pero entonces oí que me chistaban desde el otro lado de la calle, donde los cedros y los cipreses se separaban tanto que permitían ver el Capitolino.

– ¡Amo! ¡Aquí!

Miré entre las ramas de los arbustos, llenos de pequeñas moras rojas.

– No te veo.

– Claro que no. Dijiste que me escondiera.

– Era Mopso.

– Dijo que me escondiera yo.

– Este era Androcles.

– No, yo tenía que esconderme y tú tenías que ir a decírselo.

– No, el que tenía que volver eras tú, mientras yo me quedaba vigilando.

– Chicos -interrumpí-, ya podéis salir los dos. Primero apareció una cabeza y luego la otra. Ambas tenían ramitas y moras en el revuelto cabello.

– ¿Verdad que sí, amo? -dijo Mopso-. Yo tenía que quedarme a vigilar y Androcles tenía que volver a decírtelo. Suspiré.

– Metón dice que lo que caracteriza a un gran general es que nunca da una orden ambigua. Está claro que no soy César. Y vosotros dos sois tan eficaces como Domicio Enobarbo y Pompeyo Magno, discutiendo en lugar de hacer lo que hay que hacer.

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