– ¿Lo has oído? -dijo Mopso a Androcles, saliendo a la calle y pavoneándose-. ¡A ti te compara con Barbarroja y a mí con el Magno!
– Mentira. ¡Yo soy Pompeyo y tú Domicio!
– ¡Basta ya, chicos! Decidme adónde ha ido ese individuo y qué habéis visto.
– Lo hemos seguido hasta aquí, hasta la casa de Cicerón -dijo Androcles, impaciente por contar lo que sabía antes que su hermano mayor.
– ¿Y entró por la puerta?
– No exactamente…
– Le tiraron una escalera de cuerda desde el tejado. Subió y luego la recogieron -explicó Mopso.
Asentí con la cabeza.
– Gracias, muchachos. Los dos habéis hecho un buen trabajo. Al menos estáis haciéndolo mejor que Pompeyo y Domicio. Podéis iros a casa.
– ¿Y dejarte solo, amo? -dijo Mopso, alarmado-. Pero ¿no es un tipo muy peligroso? ¿Un bandido o un asesino?
– No lo creo. -Sonreí ante la idea de que el afable y sesudo Tirón pudiera ser un asesino.
Cuando se marcharon, llamé a la puerta. No hubo respuesta. Retrocedí y miré el tejado, pero no vi señales de vida. Volví a llamar a la puerta. Finalmente abrieron la mirilla y asomó un ojo castaño.
– No hay nadie en casa -gruñó una voz masculina.
– ¿Y tú qué? -dije.
– Yo no cuento. El amo se ha ido. La casa está cerrada. -Aun así, tengo asuntos pendientes con alguien que hay dentro.
El ojo desapareció para aparecer de nuevo al poco rato.
– ¿Quién…?
– Me llamo Gordiano. Cicerón me conoce. Lo vi la noche antes de que abandonara Roma.
– Ya sabemos quién eres. ¿A quién quieres ver?
– Al hombre que ha llegado antes que yo, el mismo al que le tirasteis la escalera.
– No existe nadie parecido.
– No era un fantasma.
– Quizá sí.
– ¡Basta de juegos! Dile a Tirón que tengo que verle.
– ¿Tirón? El secretario del amo está en Grecia, demasiado enfermo para viajar…
– Tonterías -lo interrumpí-. Sé que está aquí. Dile que Gordiano necesita verlo.
El ojo desapareció durante un largo rato. Me puse de puntillas para tratar de ver el interior de la casa por la mirilla, pero sólo distinguí sombras. De pronto algo se movió entre ellas. Retrocedí y el ojo reapareció.
– No, Tirón no está aquí. No hay nadie que se llame así. Golpeé la puerta. El ojo castaño se cerró del susto y se echó hacia atrás.
– ¡Tirón! -vociferé-. Déjame verte o me pondré a gritar tu nombre en la calle hasta que todos los que queden en Roma sepan que has vuelto. ¡Tirón! ¡Tirón!
Por la mirilla salió un susurro.
– ¡Está bien, está bien! Deja de gritar.
– Abre la puerta.
– No puedo.
– ¿Ah, no? ¡Tirón!
– ¡Calla! No puedo abrir la puerta.
– ¿Por qué?
– Porque está bloqueada.
– ¿Bloqueada?
– Sí, con tablas clavadas a la madera y sacos de arena detrás. ¡He tenido que arrastrarme por un túnel para llegar a la mirilla! Vuelve a ponerte en medio de la calle.
Retrocedí y levanté la vista. Poco después aparecieron dos hombres en el tejado. Eran los dos guardias que habían estado apostados en la puerta de Cicerón la noche que lo vi por última vez. Entre los dos bajaron una larga escalera de mano.
– No me digáis que la mujer de Cicerón y su hija embarazada suben y bajan por aquí cada vez que salen de casa. -Miré los frágiles peldaños de madera y un escalofrío me recorrió los huesos.
– Claro que no -repuso el más viejo, que también era el que había hablado conmigo por la mirilla-. La señora y Tulia ya hace días que se marcharon. Estarán una temporada en la ciudad con Ático, el amigo de Cicerón, y después irán a reunirse con el amo en su villa de Formies, en la costa. Ahora no queda nadie en la casa, salvo los esclavos que guardamos los objetos de valor.
– ¿Nadie más? -dije.
– Nadie salvo yo. -El que había hablado se hizo visible entre los dos hombres, puso los brazos en jarras y me miró. Vestía túnica verde y capa oscura. Entonces me di cuenta de que o me había equivocado desde el principio o me estaban engañando. El hombre era tan alto como Tirón y se le parecía ligeramente, pero debía de ser más joven. Con la tez tan oscura como un egipcio, su cabello tenía un tono rojizo sin una pizca de gris, era tan esbelto como un adolescente y gastaba una barba ligera, de las que Tirón detestaba desde que Catilina las había hecho populares.
– No sé a qué estás jugando -dije-, pero pienso descubrirlo. -Puse un pie en la escalera.
– No, no subas -dijo el extraño-. Ya bajo yo.
Retrocedí mientras descendía. Sus movimientos en la quebradiza escalera lo delataron; no era ni mucho menos tan joven como parecía de lejos. Cuando llegó al último travesaño y se volvió para mirarme, se había transformado en Tirón, un Tirón con la piel y el cabello teñidos con galena, de rostro más delgado y una barbita que no era de su estilo, pero Tirón al fin.
– Parece que te has recobrado milagrosamente -ironicé-. ¿Cómo has vuelto tan deprisa de Grecia? ¿A lomos de Pegaso?
Me hizo callar poniéndome un dedo en los labios. Detrás de nosotros, la escalera desapareció y los dos guardias también.
– Aquí no podemos hablar -dijo-. Pero conozco un lugar tranquilo, donde el dueño nunca escucha las conversaciones ajenas…
Justo enfrente de la casa de Cicerón, entre los arbustos en los que se habían escondido Mopso y Androcles, Tirón apartó una rama cargada de moras y dio un paso al frente.
– Ojo -me advirtió-, no vaya a darte la rama cuando la suelte. Y ve con cuidado por el sendero. Es más empinado de lo que parece.
Aquello era imposible. El sendero no era un sendero, sino una serie descendente de estribos con la anchura necesaria para que un hombre pusiera el pie entre los árboles retorcidos y los arbustos espinosos que crecían en la ladera occidental del Palatino. Al final de la pendiente estaba el atestado barrio de los burdeles.
– Tirón, ¿adónde me llevas? ¿Por qué no cogemos la Ram pa si hay que bajar?
– Porque corro el riesgo de que nos reconozcan.
– Pero si siempre la utilizas. Yo te he visto dos veces.
– No me preocupa que me reconozcan a mí, sino a ti. Porque entonces podrían preguntarse: ¿quién será el tipo moreno y barbado que he visto con Gordiano el Sabueso?
– Entonces ¿por qué no hemos hablado en privado en casa de Cicerón?
– Entre otras cosas, por los guardias. Les gusta escuchar conversaciones que no les incumben. Luego hablan. -Totalmente cierto-. Y además…
Tirón vaciló mientras decidía dónde iba a poner el pie a continuación.
– Para ser sinceros, Cicerón no quiere que haya gente entrando y saliendo de su casa mientras él no está.
– ¿Crees que me pondría a fisgonear?
– Yo no he dicho eso, Gordiano. Pero es la casa de Cicerón. Mientras esté fuera, cumpliré sus deseos.
Una piedra suelta cayó cuando la pisé y bajó por la ladera. Me sujeté a la rama de un ciprés para mantener el equilibrio, contuve la respiración y di el siguiente paso con sumo cuidado.
Por fin llegarnos al final de la ladera, donde el sendero se aplanaba y serpenteaba entre montones de basura apilados tras los prostíbulos. Tirón me llevó por allí, insensible a las laberínticas callejuelas que apestaban a orina. Al cabo de un rato giramos por una esquina y vi el poste que terminaba en un falo de mármol tieso.
– ¡ La taberna Salaz no!
– Nos encontramos aquí después del juicio de Milón -dijo-. ¿Recuerdas? Fue la última vez que te vi, hace unos dos años.
– Recuerdo la resaca -dije, aunque estaba pensando en mi última visita a la taberna y en lo que me había contado el tabernero sobre un desconocido moreno y con barba…
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