– Sigue.
Peter habló despacio, con cierto temor.
– Thaddeus Brown.
– ¿Y?
– Luego robó la caja fuerte.
John Tonneman regresó a Rutgers Hills muy cansado e invadido por diversas emociones: amor y orgullo hacia su hijo; envidia de la relación entre éste y Jacob Hays; miedo por su seguridad. Además lamentaba la muerte del joven alguacil.
Estaba tan absorto en sus pensamientos que al principio no reparó en que tenía una visita. Atado a la cerca, fuera del cobertizo, había un rucio desconocido y una reluciente calesa negra. Sócrates y el rucio intercambiaron roncos relinchos mientras Tonneman conducía el bayo castrado al cobertizo.
Aunque le intrigaba la identidad del visitante, desensilló a Sócrates con calma y lo cepilló. Por último llenó el cubo del agua del barril.
Entró en la casa por la consulta. Tenía el abrigo manchado de la sangre de Duffy. Tras colgarlo, se lavó las manos y el rostro. Tomaban el té cuando entró en la sala. Sus hijas, muy hermosas, no cesaban de ofrecer al visitante pastas de té mientras Mariana hablaba con él. Las niñas gritaron al ver a su padre en el umbral. Gretel vestía como una dama, con un chal de seda alrededor de los hombros.
El huésped se puso de pie. Entornando los ojos, Tonneman reconoció al joven Isaac de Groat, el hijo del viejo Cornelis. Al morir éste el año anterior, Isaac había empezado a ejercer la abogacía por su cuenta.
– Señor.
El joven, alto y ancho de hombros, había heredado el cabello rubio y el color de tez de sus antepasados holandeses. Permaneció de pie, observando a Gretel con interés cuando ésta, con las mejillas sonrosadas, entregó a su padre la pipa.
– ¿Qué te trae por aquí, Isaac?
Tonneman encendió la pipa con el encendedor instantáneo. Isaac quedó debidamente impresionado. Tonneman miró a Mariana, que tampoco había pasado por alto el interés de Isaac por Gretel.
– Dirk Onderdonk, señor.
Tonneman frunció el entrecejo.
– ¿Dirk Onderdonk? Está muerto. Yo mismo le cerré los ojos no hace ni tres semanas.
– Sí, señor. Y le ha legado su casa y sus bienes.
– ¿Qué casa y qué bienes? Vivía en Hanover Square, encima de la imprenta de Nicholas Milly.
– Cierto. Y era propietario de una granja de seis hectáreas en Greenwich Village, con casa y cobertizo. Se lo ha legado a usted. No tenía parientes vivos.
– John. -El rostro de Mariana se iluminó-. Una granja en el campo. -Comenzó a dar saltos batiendo palmas.
John Tonneman la observó. La amaba muchísimo cuando se comportaba así, como la niña que había conocido.
– ¿Dónde está exactamente la propiedad, Isaac?
– La he señalado en el mapa. -El abogado sacó un folio de su elegante chaleco verde-. ¿Lo ve? Aquí, cerca del cruce de Christopher con Hudson. Puedo llevarlos ahora, si quieren.
– No; no se preocupe. Iré yo solo mañana, si el tiempo se mantiene.
Mariana chasqueó la lengua. John Tonneman la ignoró, satisfecho con la noticia y aún más con lo que veían sus ojos: Isaac de Groat había quedado prendado de su hija, y viceversa. Disimuló una sonrisa. Así son las cosas, pensó.
– Sí, mañana iré a echar un vistazo a la propiedad.
– Y yo te acompañaré -dijo Mariana.
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New-York Spectator
Febrero de 1808
Lunes, 8 de febrero. De la mañana a primera hora de la tarde
George galopó hacia el norte por West Street a lo largo de los muelles del río Hudson, salpicando a todo aquel que se cruzaba en su camino, esquivando a los carros repartidores que avanzaban a toda velocidad conducidos por jóvenes vestidos de blanco. Primero la cólera y después el miedo alimentaban su desafuero.
Tenía que llegar a un lugar seguro. Su madre lo encubriría, pero le formularía demasiadas preguntas. Además, la casa de Liberty Street sería el primer lugar donde Hays buscaría.
Dinero. Necesitaba dinero para huir de Nueva York y volver a empezar. ¿Canadá? Tal vez Nueva Orleans. En cualquier caso, primero debía refugiarse en un lugar seguro para recuperar fuerzas y pensar. Iría a Richmond Hill, pero su tío Jamie se hallaba en Litchfield. De todos modos, debajo de la cama se encontraba aquella caja que ni siquiera había abierto; tal vez estaba llena de oro o billetes de banco.
Charlie Wright (que nunca hacía daño a nadie) sabría qué hacer en semejantes circunstancias. Ned el Carnicero ejercía un gran poder en esa ciudad, y Charlie trabajaba para él. Era incluso su amigo, si alguien podía ser amigo de Ned. Por mucho que deseara contar con otras alternativas, George decidió recurrir a Charlie y se dirigió hacia la plaza de toros del Bunker Hill.
Con el buen tiempo se había congregado bastante gente en la plaza, tanto clientes de pago como aquellos a quienes gustaba permanecer cerca y charlar, deseosos de ver el espectáculo, pero no dispuestos o capaces de pagar la entrada.
Ese día, la plaza embarrada haría aún más vulnerables a los perros. Era una lástima perderse la inevitable carnicería y no compartir la diversión, pero George no disponía de tiempo para entretenimientos. Presuroso, ató a Tapper a la cerca y entró en la plaza. Vio a Charlie y a Ned hablar y observar a los espectadores que entraban. George esperó, apoyándose en una pierna, luego en la otra, sudando profusamente.
Ned sólo echó un vistazo a George antes de alejarse.
– ¿Tienes lo que nos debes? -exigió Charlie sin apartar la vista de la puerta delantera y haciendo conjeturas sagaces acerca de cada cliente que llegaba en coche, carro, a caballo o a pie, calculando cuánto recaudarían ese día.
– No, necesito tu…
– Largo.
– Pero Charlie…
– Largo o te mataré.
Charlie se volvió y se encaminó hacia la plaza. George lo siguió suplicante.
– He matado a un hombre. Un alguacil. Necesito dinero y un sitio donde esconderme.
Charlie se detuvo y se volvió con una sonrisa enigmática en los labios.
– ¿Necesitas dinero y ayuda? No sigas buscando. Romperemos tus pagarés. Incluso te entregaremos veinticinco.
Le dio una bofetada en la mejilla que pretendía ser amistosa, pero George percibió la amenaza que nunca abandonaba a Charlie. El ligero golpe lo hizo tambalear, pero se cuidó de demostrarlo.
– ¿Para qué están los amigos? -prosiguió Charlie, burlándose de la cobardía y necedad de George. Sólo que… -Ladeó la cabeza.
– ¿Qué?
– Tendrás que hacernos un pequeño favor.
– Lo que sea. Dime.
– No es gran cosa. -La sonrisa de Charlie se hizo aún más amplia-. Tendrás que matar a alguien.
En el tumulto que siguió a la muerte de Duffy, Peter había pedido un caballo a todo aquel que veía hasta que finalmente Lemual Wilson, del Tontine, le había prestado su yegua castaña. Con la bendición del alguacil mayor, Peter se hallaba sobre la pista de George Willard. Partiendo de la base de que a George no se le ocurriría acudir a la casa de su madre de Liberty Street, Peter creyó posible que se hubiera dirigido a Richmond Hill para ver a su tío Jamie.
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