Maan Meyers - El policía honrado

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Aparece un cadáver en el principal depósito de agua potable de Nueva York. Corre el año 1808, y John Tonneman, ya sexagenario, empieza a plantearse la jubilación. Sin embargo el hallazgo de dicho cadáver y, posteriormente, de un cráneo enterrado treinta años atrás, junto con la súbita desaparición de su hijo mayor, arrastran a John a una nueva investigación.

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– El señor está en Litchfield -le informó Stevens en la puerta principal, mirando con desagrado las fétidas luidlas que George dejaba en la alfombra francesa de la entrada.

– Necesito cambiarme -gruñó George.

– Me atrevería a decir que algo más -repuso Stevens, frunciendo su arrogante nariz.

– Sírveme un brandy. -George pasó ante el criado. Le molestaba que lo hicieran esperar ante la puerta de la casa de su padrino como si fuera un mendigo-. Y agua caliente. Quiero bañarme.

– Sí, señor.

A medida que subía por las escaleras de caracol, George se quitaba su ropa contaminada. Se sentía humillado por su aspecto y agradeció que su padrino no estuviera para comentar su ignominia.

El agua caliente alivió su cuerpo dolorido; incluso el meñique mejoró. Al salir de la bañera de cobre colocada detrás del biombo de encaje de aguja en que aparecían sátiros persiguiendo a ninfas desnudas a través de cañadas, se enfureció porque Stevens no se había dignado ayudarlo ni encender el fuego. Prescindiendo de la Inaila que colgaba del biombo, George avanzó goteando hasta el armario de Jamie y se envolvió en una de sus luías de seda. Se disponía a cerrarlo cuando vio una moneda. Stevens no era tan pulcro como se creía. Era un cuarto de águila.

Satisfecho, George lo guardó en su bolsa, que se lidiaba sobre la cama. La moneda tintineó al chocar contra dos solitarios centavos. El joven cogió la toalla y frotándose la cabeza con vigor, salió de detrás del biombo. Una joven criada colocaba ropa limpia en la majestuosa cama de Jamie, que un agente le había comprado en la finca saqueada de un marqués francés decapitado durante la revolución.

George vislumbró un bonito perfil y un pecho prominente. Una muchacha apetecible, pensó, sabiendo que a su tío le gustaban inocentes y virginales.

George sonrió con lascivia. Sus grandes ambiciones en la vida consistían en amasar la fortuna del viejo pícaro y fornicar más que él. Se abrió la bata y agarró a la joven por detrás. Ella tendió las manos hacia atrás para acariciarle los testículos; George no cabía en sí de alegría, que se convirtió en horror cuando la bruja comenzó a apretárselos y retorcérselos para después apartarlo empujándolo con el trasero. Por segunda vez aquel día, George Willard perdió el conocimiento. La joven salió corriendo de la habitación.

Permaneció unos instantes inmóvil, a la espera de que se le despejara la vista, y al enfocarla, la clavó en un curioso objeto. Deslizó la mano bajo la cama y se disponía a sacar una caja metálica negra cuando oyó ruido de pasos. Se apresuró a levantarse. Tal vez la joven había cambiado de opinión.

Era Stevens, que entró en el dormitorio con una botella de brandy y un vaso. George se sirvió una copa, deseando que el hombre se retirara. Por desgracia el necio insistió en ayudarlo a vestir, y George se vio obligado a abandonar la habitación de su tío sin explorar el contenido de la caja metálica de debajo de la cama.

Una hora más tarde, George salió de Richmond Hill con ropa limpia y un cuarto de águila junto con dos centavos en la bolsa.

El sol de la tarde se había escondido detrás de las veloces nubes. Sobre las tierras pantanosas se alzaban volutas de neblina que amenazaban con espesarse cuando el joven entró en la ciudad.

De pronto el bullicio de la urbe cayó sobre él como un martillo. El toque de corneta de un errante afilador de tijeras y cuchillos sonó como el cuerno de Gabriel convocando a un ejército… de demonios, maldita sea. Y las campanillas de los traperos se sumaban al alboroto, mientras los vendedores de almejas y ostras pregonaban sus mercancías, compitiendo codiciosamente con los proveedores de pescado frito, pan de jengibre y bollos calientes.

Al oler el pescado frito se le revolvieron las tripas, y pasó del hambre a las náuseas.

Los deshollinadores, con la tez permanentemente tiznada, vagaban por las calles con las ropas cubiertas de ceniza y carbonilla, ofreciendo sus servicios. Los cerdos gruñían, y los perros ladraban a los vehículos que transitaban por las calles adoquinadas.

De todos modos, el estrépito de Nueva York constituía la menor de las preocupaciones de George. Incluso el dolor del meñique carecía de importancia al lado de su problema: ¿cómo demonios conseguiría esos doscientos dólares? La imagen de la caja metálica bajo la cama de su tío acudió a su mente. Maldita sea, debería haber encontrado el modo de descubrir el contenido.

Debía obtener ese dinero como fuera. Viajaría a Canadá. No, mejor a Londres. Ese último pensamiento resultaba agradable.

Su tío Jamie era un anciano. ¿Cuánto tiempo más viviría? A su muerte, George heredaría la fortuna de los Greenaway, que se había cuadruplicado bajo la administración de Jamie.

Ante la puerta del Tontine, un niño resfriado repartía el Evening Post, elogiándolo a voz en cuello. Pensó que era importante que todo el mundo leyera los artículos sobre la marina, el nuevo arsenal y la resolución del consejo de pagar mejores precios por las tierras que se requerían para la construcción de Canal Street.

George desmontó, ató el caballo pío a la cerca y arrojó un centavo al niño. Éste tendió la mano, sin lograr alcanzar la moneda, que aterrizó sobre un montón de humeantes excrementos de caballo. Hizo una mueca de cólera y decepción. George lo fulminó con la mirada, desafiándolo a protestar, lo que por supuesto no hizo. El chico se limitó a arrodillarse para buscar la moneda. Con el Evening Post bajo el brazo, George entró en el Tontine. El humo era espeso, como una niebla invernal, y los piratas tosían, escupían y fumaban. Fumaban, tosían y escupían. Y fumaban. El olor del café, junto con el del tabaco y el alcohol, le abrieron el apetito. Le rugían las tripas, y le apetecía beber una cerveza negra.

George se sentó a una mesa y pidió su cerveza negra. Abrió el Post y echó un vistazo a los anuncios. Sabía qué buscaba, pues había comprado el periódico por esa razón. A menudo la prensa le inspiraba ideas brillantes.

No le interesaban demasiado ni la letra impresa ni la política. Las noticias locales rezumaban política, y la ciudad de Nueva York hervía como una olla borboteante. En lo que a George Willard respectaba, podían colgar tanto a federalistas como a demócratas.

Su máximo problema estribaba en conseguir doscientos dólares. Y cuanto antes. La Providencia siempre le había favorecido, y sabía que saldría de aquel aprieto.

Llegó la jarra de cerveza oscura. A través de la neblina, George reconoció la figura de Ethan Cameron, un cajero del Manhattan Bank. ¿Quién podía pasar por alto su cabello rojo? George y Peter Tonneman lo habían conocido cuando estudiaban en la Universidad de Columbia y pasaban más tiempo en la taberna que en clase.

Peter Tonneman. Últimamente Peter se había reformado. George rió y golpeó la mesa. ¡Oh, no era tonto! Primero golpeaba a un cuáquero y después se convertía a su religión. Era muy astuto. Había golpeado a Brown y robado el dinero, para a continuación convertirse y aceptar el empleo de alguacil. Y perseguía a la prima viuda de Jake Hays. Estaba claro que la cortejaba. Era una joven muy bonita y probablemente tenía una buena posición; tal vez no dinero, pero a Peter le bastaba. Muy astuto.

– Otra cerveza negra -vociferó.

El cuarto de águila desaparecería en un abrir y cerrar de ojos. ¿Y adonde iría? Borracho en el Tontine y sin fondos. Demonio, había pasado antes por esto. Tan sólo necesitaba que le favoreciera la Providencia.

Quizá acababa de hacerlo. Se acercó a la mesa de Cameron con la intención de que éste le pagara unas rondas. El pobre diablo estaba demasiado ebrio.

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