Peter Tremayne - Sufrid, pequeños

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En esta tercera entrega de la serie sobre sor Fidelma de Kildare, Tremayne nos traslada al espacio natural de la monja detective, la Irlanda del siglo VII, regida por sus peculiares leyes brehon y en la que la Iglesia celta permite la convivencia de hombres y mujeres en los monasterios. De hecho, el celibato no era un concepto muy popular por aquellos lares.
En esta ocasión, Fidelma debe esclarecer la más que sospechosa muerte de un reputado erudito, el venerable Dacán, en la abadía de Ross Alitihir; una muerte que puede tener funestas consecuencias e incluso desencadenar una guerra entre los reinos de Laigin y Osraige. Sin embargo, todo parece indicar que hay algo más que una intriga política tras el asunto.
Sor Fidelma deberá luchar contra el tiempo.

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Se hizo un silencio incómodo; luego Fidelma habló sin esperar una respuesta positiva.

– No me habéis dicho si tenéis noticias de sor Grella. ¿Supongo que no ha regresado?

Brocc hizo una mueca de desolación y confirmó lo que suponía.

– No. Simplemente ha desaparecido. Por lo que me habéis dicho, me temo que ha huido con su culpabilidad.

Fidelma frunció el ceño y se levantó.

– Eso hemos de verlo. Necesitaré las cosas que os dejé.

Brocc asintió con rapidez, alcanzando las llaves bajo la mesa. Fidelma lo observó mientras iba hasta el armario y abría la puerta. Sacó el marsupium de Fidelma y se lo entregó.

Fidelma metió la mano y rebuscó dentro para comprobar que no faltaba nada.

Aspiró hondo. Alguien había tocado el contenido de la bolsa. El trozo de varita quemada en ogham y las vitelas que encontró en la habitación de sor Grella no estaban. Sin embargo, las tiras y la falda de lino de donde se habían rasgado todavía estaban allí.

– ¿Qué pasa? -preguntó Brocc corriendo a su lado.

Ella se quedó un rato callada. No servía de nada responder emocionalmente a la desaparición de la prueba crucial que ella había recogido y colocado en lugar seguro.

– Alguien me ha quitado de la bolsa algunas pruebas vitales.

– No lo entiendo, prima -afirmó Brocc. Parecía realmente asombrado. Su rostro se ruborizó de frustración.

– ¿Cuándo abristeis por última vez este armario, Brocc? -preguntó.

– Cuando me pedisteis que depositara la bolsa dentro por seguridad.

– ¿Y dónde guardáis las llaves?

– Están colgadas, como habéis visto, en unos ganchos bajo la mesa.

– ¿Y lo sabe mucha gente?

– Yo creía que era el único que sabía exactamente dónde se guardaban las llaves.

– No costaría mucho encontrarlas. ¿Cuánta gente sabía que los objetos valiosos a veces se guardan en ese armario?

– Tan sólo algunos de los miembros más antiguos de la abadía.

– Y, no hace falta decirlo, cualquiera pudo tener acceso a vuestra habitación mientras vos cumplíais con los deberes de vuestro cargo.

Brocc exhaló suavemente.

– Ninguno de los hermanos de esta abadía cometería un crimen como el de robar al abad, prima. Eso va más allá de los límites de las reglas de nuestra orden.

– También el asesinato -replicó Fidelma secamente-. Sin embargo, alguien de esta abadía mató a Dacán y a sor Eisten. Decís que sólo los miembros más antiguos de la abadía sabían que los objetos valiosos a veces se depositaban aquí. ¿Como quién?

Brocc se frotó la barbilla.

– El hermano Rumann, por supuesto. El hermano Conghus. El profesor principal, el hermano Ségán. El hermano Midach… Oh, y sor Grella, por supuesto. Pero no está aquí. Eso es todo.

– Es suficiente. -Fidelma estaba irritada-. ¿Por casualidad mencionasteis que yo os había dejado algunos objetos valiosos mientras estaba fuera?

Las delgadas mejillas de Brocc se ruborizaron.

– Los clérigos más antiguos me preguntaron dónde habíais ido -admitió con renuencia-. No pude decírselo, pues no lo sabía. Pero todos estaban interesados en que este asunto se aclarase. Yo dije que creía que teníais pruebas, que dejasteis… Bueno, yo creo que mencioné que… Dije que sor Grella tenía que ser retenida hasta que regresarais y…

Se detuvo al ver la mirada de rabia de Fidelma.

– Así que quizás alguno no tardaría mucho tiempo en encontrar el lugar lógico donde se esconden esas llaves. También podíais haber dado las instrucciones.

– ¿Qué puedo decir? -Brocc extendió sus manos como para protegerse del desprecio que denotaban las palabras de Fidelma-. Lo siento de verdad.

– No más que yo, Brocc -espetó Fidelma, dirigiéndose a la puerta, irritada con la actitud negligente de Brocc, que había conducido a la pérdida de sus pruebas más importantes-. Pero la pérdida de estas cosas no impedirá que descubra al culpable; sólo tal vez, me impedirá probar su implicación.

La primera persona que vio cuando atravesó los patios interiores que conducían al hostal fue la joven sor Necht. Se quedó sorprendida cuando percibió a Fidelma.

– Pensaba que os habíais marchado -la saludó con su voz ronca.

Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.

– No puedo marcharme hasta que mi investigación se haya completado.

– Me han dicho que habéis ordenado que retuvieran a sor Grella.

– Sor Grella ha desaparecido.

– Sí. Todos lo saben y creen que ha huido. ¿Alguien la ha buscado en Cuan Dóir, la fortaleza de Salbach? -sugirió la novicia.

– ¿Y eso por qué? -inquirió Fidelma sorprendida.

– ¿Por qué? -La hermana se frotó la cara y se quedó pensativa-. Porque la ha visitado con frecuencia sin decírselo a nadie. Es una buena amiga de Salbach. -Necht hizo una pausa y sonrió-. Lo sé porque sor Eisten me lo dijo.

– ¿Qué dijo sor Eisten?

– Oh, que Grella una vez la había invitado a la fortaleza de Salbach porque éste estaba supuestamente interesado en su orfanato. Me dijo que parecían muy buenos amigos.

Fidelma se quedó mirando durante un minuto los ojos candidos de la novicia.

– Tengo entendido que Midach es vuestra anamchara, vuestra alma amiga.

Fidelma se preguntó por qué aquella pregunta había provocado tal mirada de pánico en el rostro de la novicia. Pero en un santiamén había desaparecido. Sor Necht sonrió a la fuerza.

– Es cierto.

– ¿Hace tiempo que conocéis a Midach?

– Casi toda mi vida. Era amigo de mi padre y me presentó en la abadía.

Fidelma se preguntaba cuál era la mejor manera de tratar el tema y decidió que el mejor camino era el más directo.

– No tenéis por qué aguantar los insultos, como sabéis -dijo.

Recordaba que Midach había zarandeado a la joven religiosa y también el guantazo que le había propinado en la cabeza.

Sor Necht se ruborizó.

– No sé a qué os referís -respondió la joven.

Fidelma hizo una mueca conciliadora. No quería que la muchacha se sintiera humillada al saber que alguien había visto cómo la maltrataban.

– Sólo es que oí por casualidad a Midach que os echaba una bronca por algo y pensé que tal vez os habría maltratado. Fue en el jardín hace una semana, justo antes de que yo me fuera.

Fidelma se dio cuenta de que había algo más que humillación en los ojos de la novicia. Era algo parecido al miedo.

– No fue… no fue nada. Había dejado de hacer un trabajo para Midach. Es un buen hombre. A veces se crispa un poco. ¿No vais a informar al abad de esto? Por favor…

Fidelma sonrió para tranquilizarla.

– No, si no queréis, Necht. Pero nadie, en particular una mujer, debería aguantar los abusos verbales de otros. Para el Bretha Nemed, constituye un delito que una mujer sea acosada y especialmente que sufra malos tratos verbales. ¿Lo sabíais?

Sor Necht sacudió la cabeza en señal de negación, mirando al suelo.

– Ninguna mujer tiene que cruzarse de brazos y dejar que la maltraten -continuó Fidelma-. Y el maltrato no tiene por qué ser físico, y si una persona se burla de una mujer, critica su aspecto, llama la atención sobre cualquier defecto físico o la acusa erróneamente de cosas que no son ciertas, ha de repararlo según la ley.

– No era nada serio, hermana -dijo Necht, sacudiendo la cabeza-. Os agradezco vuestro interés, pero, en verdad, Midach no tenía intención de hacerme daño.

Estaba sonando la campana del ángelus y sor Necht murmuró una excusa y se fue corriendo.

Fidelma suspiró profundamente. Le pareció que le ocultaba algo más. Había sin duda una sensación de miedo en la joven cuando Fidelma había mencionado la escena en el jardín. Con todo, no podía hacer otra cosa que informar a Necht de sus derechos ante la ley. Tal vez debería también hablar con Midach.

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