Peter Tremayne - Sufrid, pequeños

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En esta tercera entrega de la serie sobre sor Fidelma de Kildare, Tremayne nos traslada al espacio natural de la monja detective, la Irlanda del siglo VII, regida por sus peculiares leyes brehon y en la que la Iglesia celta permite la convivencia de hombres y mujeres en los monasterios. De hecho, el celibato no era un concepto muy popular por aquellos lares.
En esta ocasión, Fidelma debe esclarecer la más que sospechosa muerte de un reputado erudito, el venerable Dacán, en la abadía de Ross Alitihir; una muerte que puede tener funestas consecuencias e incluso desencadenar una guerra entre los reinos de Laigin y Osraige. Sin embargo, todo parece indicar que hay algo más que una intriga política tras el asunto.
Sor Fidelma deberá luchar contra el tiempo.

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– Creo que hace algún tiempo alguien de Osraige encontró refugio aquí. Un descendiente de los reyes originarios. Un heredero de Illan. Si es así, deseo verlo, pues temo que su vida esté en peligro.

El padre Mel medio sonrió.

– ¿Entonces quizás deseéis hablar conmigo? Illian, de quien habláis, era primo mío, aunque yo no me consideraría heredero de ninguna gloria temporal.

– ¿Es eso cierto? -Dacán había dicho que el heredero de Illian estaba el cuidado de un primo, pero en ningún caso esperaba que éste fuera el anciano padre superior.

– No tengo por costumbre mentir, mujer -soltó el anciano-. ¿Ahora, creéis que mi vida está en peligro?

Fidelma sacudió la cabeza lentamente. El padre Mel no constituía una amenaza para la seguridad de los actuales reyezuelos de Osraige, ni tampoco un punto de reunión para cualquier futura insurrección.

– No. No estáis en peligro. Pero me han dicho que hay un joven heredero de Illian, cuyo primo, obviamente vos, lo cuidaba.

El rostro del padre Mel se quedó petrificado.

– No hay ningún joven heredero de Illian en esta isla -dijo con firmeza-. Os lo juro.

¿Aquel duro y arduo viaje habría sido realmente en balde? ¿Acaso Dacán había cometido el mismo error? El padre Mel no podía hacer tal juramento si no fuera así.

– ¿Hay algo más? -añadió el padre Mel con tono seco.

Fidelma se levantó intentando por todos los medios ocultar su decepción.

– Nada más. Acepto que es verdad lo que decís. No cobijáis a ningún heredero de Illian. -Vaciló-. ¿Os ha visitado el comerciante Assíd de Laigin?

El padre Mel le devolvió la misma mirada.

– Muchos comerciantes desembarcan aquí. Yo no recuerdo sus nombres.

– ¿Entonces, os dice algo el nombre del venerable Dacán?

– Un estudioso de la fe -contestó el padre superior sin dudar-. Todos han oído hablar de él.

– ¿Nada más?

– Nada más -afirmó el viejo-. ¿Entonces, si eso es todo…?

Fidelma salió claramente decepcionada. Cass la siguió, mostrando sorpresa en el rostro.

– ¿Eso es todo? -le preguntó-. ¿No habremos venido hasta aquí para esto?

– El padre Mel no habría jurado que no había un heredero de Illian en el monasterio si lo hubiera -señaló Fidelma.

– Hay religiosos que mienten -rebatió Cass.

De repente se dieron cuenta de que un anacoreta, un hombre de mediana edad y aspecto lúgubre, les cortaba el paso.

– Yo… -empezó a decir el hombre vacilando-. Yo os he oído. Habéis preguntado si hay alguien de Osraige aquí. Refugiados.

El rostro del monje mostraba un profundo contraste de emociones.

– Así es -admitió Fidelma-. ¿Cómo os llamáis?

– Soy el hermano Febal. Me ocupo del cuidado de los jardines.

De repente el monje sacó de su hábito un objeto pequeño y se lo entregó a Fidelma con cierta solemnidad.

Era un muñeco; viejo, deteriorado por la intemperie, con el relleno que se salía por las junturas rotas, por el tejido rasgado o roto.

– ¿Qué es esto? -preguntó Cass.

Fidelma se lo quedó mirando y le dio la vuelta con las manos.

– ¿Qué queréis decirnos respecto a esto, hermano?

El hermano Febal dudó, lanzó una mirada hacia la cabaña del padre superior y les indicó que le siguieran por un caminito más abajo del sendero, fuera del alcance de la vista del grupo principal de edificios.

– El padre Mel no os ha dicho exactamente la verdad -confesó-. El buen padre tiene miedo; no por él, sino por sus responsabilidades.

– Estaba segura de que era muy parco con la verdad -replicó Fidelma con gravedad-. Pero no puedo creer que mintiera tan descaradamente si hubiera un joven heredero de Illian de Osraige en esta tierra.

– No lo hay; así que dijo la verdad -respondió el padre Febal-. Sin embargo, hace seis meses trajo a dos niños a la isla. Nos dijo que su padre, un primo suyo, había muerto y que él se iba a ocupar de ellos durante unos meses hasta que se les encontrara una nueva casa. Cuando el más joven se empezó a aburrir aquí, como pasa con los niños, el mayor le hizo este muñeco para distraerlo. Una vez que se fueron, yo me encontré con que se lo había olvidado.

Fidelma estaba desconcertada.

– Dos chicos. ¿De qué edad?

– Uno de unos nueve años, el otro sólo un poco mayor.

– ¿Entonces no había uno mayor con ellos? ¿Un muchacho a punto de llegar a la edad de elegir?

Con gran decepción por su parte, el hermano Febal sacudió la cabeza en señal de negación.

– Sólo había dos chavales. Eran de Osraige y primos del padre Mel. Es lo que sé.

– ¿Por qué nos explicáis esto? -inquirió Cass con suspicacia-. Vuestro padre superior no nos ha confiado la verdad.

– Porque yo reconozco el emblema de la guardia personal del rey Cashel y porque he oído que vos, hermana, sois abogado de los tribunales. No creo que queráis hacer daño a los niños. Por encima de todo, os lo digo porque temo que estén en gran peligro y espero que los ayudéis.

– ¿Qué os hace pensar que algún peligro los amenaza? -preguntó Fidelma.

– Hace tan sólo dos semanas, llegó aquí un barco con un religioso que se llevó a los dos chiquillos. Oí que el padre Mel se dirigía al hombre llamándole «honorable primo». Luego, al cabo de unos días, llegó otro barco aquí con la misma misión que vos. Había un hombre que exigió la misma información que vos.

– ¿Podéis describirlo?

– Un hombre de cara larga y roja, vestido con un yelmo de acero y una capa de lana con ribetes de piel. Afirmó que era un jefe y llevaba una cadena de oro que indicaba su cargo.

Fidelma tragó saliva asombrada.

– ¡Intat! -gritó Cass triunfante.

El hermano Febal parpadeó ansioso.

– ¿Conocéis a ese hombre?

– Sabemos que es malvado -afirmó Fidelma-. ¿Qué le dijeron de esos chicos?

– El padre Mel le explicó la misma historia que a vos. Pero uno de los hermanos, justo cuando este hombre se iba, mencionó sin querer a los dos chicos y que un religioso se los había llevado hacía poco tiempo.

– ¿E Intat se marchó?

– Sí. Mel estaba indignado. Exigió que todos nos olvidáramos de los niños. Pero yo confío en que vos actuéis en bien de los chicos. Y no así el hombre que vino en su busca. Si encuentra a los niños… -El monje acabó encogiéndose de hombros.

– Nosotros los buscamos para protegerlos, hermano -le aseguró Fidelma-. Es cierto que corren peligro por culpa de ese hombre. ¿Sabéis quiénes eran los niños, sus nombres y adónde han ido?

– Desgraciadamente, incluso el padre Mel no pronunciaba sus nombres, sino que los llamaba por la forma en latín, Primus y Víctor. Fijaos en el muñeco: ese trozo de trapo está marcado con las siguientes palabras. «Hic est meum. Víctor». Significa «esto es mío, Victor» en latín.

– ¿Los podéis describir? -Fidelma no indicó que sabía muy bien lo que significaban aquellas palabras.

– No mucho. Ambos tenían el cabello cobrizo.

– ¿Cobrizo? -repitió Fidelma, que se sintió frustrada, pues hubiera esperado algo que pudiera reconocer.

– ¿Os enterasteis de adónde fueron cuando marcharon de aquí?

– Sólo de que el religioso que se los llevó era de una abadía de algún lugar del sur. El joven, Victor, era un buen chico. Devolvedle este muñeco y yo rezaré al arcángel Miguel, guardián de nuestro pequeño monasterio, por que estén a salvo.

– ¿Podéis decirnos algo del religioso…? ¿Qué aspecto tenía?

– Eso sí que no. Llevaba el cuerpo y la cabeza bien envueltos en sus hábitos, pues hacía mal tiempo. No me fijé en sus rasgos. No era joven, pero tampoco viejo. Eso es lo único que sé.

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