Cass se frotó el cogote asombrado.
– Sigo sin entender.
Fidelma gruñó y se puso de rodillas. Intentó empujar la losa, moverla, primero en una dirección y luego en otra. Sus esfuerzos fueron vanos.
Finalmente y de mala gana, se levantó.
– Este sepulcro esconde una clave valiosa para resolver este misterio -dijo pensativa-. Alguien la ha abierto, y recientemente. Creo que por fin estoy empezando a ver cómo aclarar la oscuridad de este misterio…
El hermano Rumann regresó sigilosamente hasta donde estaban. Por el rostro que traía, se dieron cuenta de que reventaba por revelar noticias importantes.
– Han visto a sor Grella -espetó.
– ¿Ha regresado a la abadía? -preguntó Fidelma con agitación.
Rumann sacudió la cabeza en señal de negación.
– Alguien la ha visto cabalgando con Salbach en los bosques de Dór. Al parecer, el jefe de los Corco Loígde la ha encontrado. Excusadme, he de llevarle esta noticia al abad.
Fidelma observó cómo se marchaba apresurado. Cass hacía todo lo que podía para ocultar su entusiasmo.
– Bien. -Sonrió satisfecho-. Creo que nuestro misterio se acerca a su fin, ¿eh?
– ¿Cómo es eso, Cass? -preguntó Fidelma cansada.
– Si Salbach ha encontrado a sor Grella, entonces hemos encontrado al culpable. Vos misma disteis órdenes de que la detuvieran. Es la persona que está más implicada por las pruebas -señaló Cass-. Sin duda fue ella la que robó la prueba de la habitación del abad.
– Sin embargo, sor Grella no ha sido vista en la abadía desde que desapareció.
– Bueno, quizás regresó sin ser vista. En mi opinión, hay un ladrón y, si es ella, también es la asesina de Dacán. Seguramente sabía que la prueba que había en aquel marsupium tenía gran importancia. Es lógico que quisiera destruirla. Es probable que se enterara por alguien de la abadía de que Brocc tenía la prueba.
De repente Fidelma se lo quedó mirando pensativa. Se había olvidado de decirle que la prueba que quedaba implicaba a Grella, y no al contrario. De momento decidió guardarse la información.
– Es una explicación posible -admitió-. ¿Dónde están los bosques de Dór?
– Cuan Dóir es la fortaleza de Salbach, situada entre los bosques y el mar. Está a menos de un cuarto de hora atravesando el cabo -respondió Cass-. Podemos encontrarnos a Salbach escoltando a Grella por el camino; eso, si la trae de vuelta a la abadía.
– Mucha fuerza tiene ese «si» -murmuró Fidelma, pero no se explicó-. Creo que hemos de descubrir algo más de Grella y Salbach. Vayamos a buscar nuestros caballos a los establos.
Cass se contuvo un suspiro de enfado. Le parecía que Fidelma era una mujer de lo más exasperante.
Cuan Dóir, el puerto de Dór, estaba a una corta cabalgada atravesando el cabo desde Ros Ailithir. De hecho, estaba a poco más de tres millas desde las puertas de la abadía. El sendero discurría a la vista del mar tormentoso, atravesando un paisaje salvaje de rocas graníticas, tojo y brezo, un paisaje desprovisto de árboles a causa de la cercanía del océano con sus dominantes vientos costaneros. Casi a mitad de camino de este sendero, cruzaron las ruinas de un antiguo círculo de piedra. Aquellos altos centinelas de granito gris permanecían como un testimonio silencioso de las creencias y prácticas de los ancestros, formando un círculo de unos treinta centímetros de diámetro y, justo un poco más allá, había una cabaña de piedra. Encajaba con gran naturalidad en aquel paisaje salvaje, azotado por los vientos, y conjuraba imágenes de tiempos pasados.
Un poco más allá, el camino descendía hacia una ensenada que parecía un puerto natural, igual que el que había en Ros Ailithir. Era una zona repleta de setos salpicados de fucsia que adornaban un escenario imponente. Había unos pocos barcos anclados en el pequeño puerto. Unas cuantas edificaciones constituían la población, pero la fortaleza de Salbach lo dominaba todo: una plaza fuerte redonda, con muros de piedra, bien situada para controlar todo lo que se aproximaba tanto por mar como por el camino hacia el puerto. Fidelma vio que, al igual que muchas de las fortalezas que conocía, sus muros, que se elevaban unos veinte pies, eran de piedra dispuestas en seco. Calculó que la fortificación circular tendría probablemente unos cien pies de diámetro, con una sola entrada, una amplia puerta con jambas inclinadas por la que sólo podía pasar un caballo y su jinete.
Unos guerreros armados holgazaneaban junto a esta puerta observando con curiosidad mal disimulada a Fidelma y a Cass, que subían cabalgando.
– ¿Está sor Grella de Ros Ailithir en el interior? -gritó Fidelma cuando se detuvieron. No se había molestado en desmontar.
– Ésta es la fortaleza de Salbach, jefe de los Corco Loígde -respondió de forma inflexible uno de los guardias de la puerta. No se molestó en cambiar de postura y siguió repanchigado contra la pared observándolos.
Fidelma decidió cambiar de táctica.
– Entonces quisiéramos ver a Salbach.
– No está aquí -respondió de forma pétrea.
– ¿Y dónde está; soldado? -preguntó Cass, avanzando para que el guerrero pudiera ver su collar de oro y lo reconociera como uno de los soldados de élite de Cashel.
El hombre no mostró haber visto el emblema. Le devolvió la mirada a Cass con insolencia.
– Se fue a caballo hace un rato. -Cuando Cass estaba a punto de replicar con violencia, el guerrero cedió y señaló con su lanza-. Probablemente esté cazando en el bosque de Dór, que está en aquella dirección.
– ¿Iba alguien con él? -preguntó Fidelma.
– A Salbach le gusta cazar solo.
Esta afirmación provocó una risita entre dientes en los otros miembros de la guardia, como si fuera una salida graciosa.
Fidelma hizo gesto a Cass de seguir y se giraron en dirección al bosque que les había indicado el guerrero.
– Si Grella no está con Salbach, ¿qué necesidad tenemos de ir en su busca? -inquirió Cass mientras se daba cuenta de su propósito.
– Quizá Salbach no caza solo -sugirió Fidelma-. Parece que esa idea hizo mucha gracia a los compañeros de nuestro taciturno amigo.
Condujeron sus caballos a paso tranquilo por el sendero que ascendía tortuoso desde la costa, atravesaron un terreno ondulado durante unas millas y luego penetraron en una zona boscosa que era, así lo percibió Fidelma, abundante en distintas especies de árboles, aunque predominaban las coniferas entremezcladas con muchos abedules y avellanos. El brezo crecía por todos lados en abundancia. Fueron siguiendo el camino principal que atravesaba el bosque.
De repente el boscaje desaparecía y dejaba paso a un río, que se abría paso tempestuoso camino abajo desde las colinas lejanas y se dirigía, describiendo una amplia curva, hacia el mar que estaba detrás de ellos. Era ancho, pero no parecía muy profundo. Fidelma estaba a punto de cruzar cuando Cass le advirtió suavemente que se detuviera.
Señaló con el dedo sin decir una palabra.
Fidelma vio a una corta distancia, en la otra orilla, una cabañita de leñador o bothán. Salía humo de la chimenea.
Al exterior, delante de la cabaña, había dos caballos. Uno estaba ricamente equipado mientras que el otro tenía un simple arnés.
Fidelma intercambió una mirada significativa con Cass.
– Atravesemos -le instruyó, y espoleó su caballo para que atravesara la rápida corriente de agua.
El sendero, de hecho, se había convertido en un vado natural y el agua no alcanzaría más de dos pies de profundidad en el punto más hondo. Hicieron avanzar con cuidado sus caballos hasta la otra orilla.
– Dejaremos nuestros caballos en este claro -dijo Fidelma señalando un lugar protegido un poco delante de ellos-. Luego nos encaminaremos a la bothán. Tengo el presentimiento de que encontraremos a Salbach y a nuestra bibliotecaria desaparecida.
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