Peter Tremayne - Sufrid, pequeños

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En esta tercera entrega de la serie sobre sor Fidelma de Kildare, Tremayne nos traslada al espacio natural de la monja detective, la Irlanda del siglo VII, regida por sus peculiares leyes brehon y en la que la Iglesia celta permite la convivencia de hombres y mujeres en los monasterios. De hecho, el celibato no era un concepto muy popular por aquellos lares.
En esta ocasión, Fidelma debe esclarecer la más que sospechosa muerte de un reputado erudito, el venerable Dacán, en la abadía de Ross Alitihir; una muerte que puede tener funestas consecuencias e incluso desencadenar una guerra entre los reinos de Laigin y Osraige. Sin embargo, todo parece indicar que hay algo más que una intriga política tras el asunto.
Sor Fidelma deberá luchar contra el tiempo.

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El hombre no se inmutó.

– Le habéis dicho a mi colega, aquí -señaló a Cass-, que Midach tuvo una discusión con Dacán.

Vio que el rostro de Martan reflejaba temor.

– No era mi intención levantar una acusación… -empezó a decir-. El médico principal se ha portado muy bien conmigo y no quisiera ponerlo en en ningún apuro.

Fidelma alzó una mano para tranquilizarlo.

– Por lo que yo sé, simplemente habéis informado de unos hechos. ¿Tuvo lugar esa discusión? La verdad, Martan, siempre es el camino más fácil. -Añadió esto porque vio que él se daba de repente cuenta de las implicaciones que tenía lo que había dicho.

– No quiero que el hermano Midach tenga problemas -dijo malhumorado.

– ¿Tuvo una discusión o no? -le espetó Fidelma con dureza.

Martan asintió con renuencia.

– Explicádmelo -apuntó Fidelma.

– Fue el día anterior a que se encontrara con Dacán. Resulta que yo caminaba por el pasillo hacia la biblioteca. Iba a buscar una copia de los Aforismos de Hipócrates que tiene la abadía. -Hablaba con orgullo-. Cuando iba por el pasillo, oí unas voces que provenían de una pequeña habitación lateral, la estancia donde sor Grella tiene su officina. Es una habitación que da a la sala principal de la biblioteca y que tiene una entrada que da al pasillo.

Fidelma esperaba con paciencia mientras el hermano hizo una pausa para pensar.

– Oí la voz del hermano Midach que se alzaba airada, así que me detuve al exterior de la puerta. Me sorprendió encontrarlo en la biblioteca. También resultaba extraño que algo enfadara al hermano Midach, pues normalmente es un hombre de lo más alegre.

Hizo una pausa; parecía sentirse incómodo.

– Continuad -le indicó Fidelma-. ¿Os detuvisteis frente a la puerta abierta? ¿Y entonces?

– Es que resultaba inusual oír a Midach tan enfadado -repitió Martan, como para disculparse por haber escuchado a escondidas. Hizo una pausa al ver que Fidelma se preocupaba-. Me di cuenta de que la persona con la que discutía no era otra que el venerable Dacán.

– ¿Y el motivo de la discusión?

– Al parecer, Dacán acusaba a Midach de registrar sus escritos, de leer cosas a las que no tenía derecho. Midach lo negaba acaloradamente, por supuesto. Dacán estaba tan furioso que amenazó a Midach con informar al abad.

»Midach respondió que acusaría a Dacán de tratar a las personas del hostal como esclavos, en particular a la joven sor Necht. Al oír esto, Dacán se enfadó tanto que acusó a Midach de mantener una relación con sor Necht. Midach pareció tomárselo en serio y replicó que simplemente había actuado como un padre adoptivo de Necht. Y su relación era sólo paternal. En cualquier caso, añadió Midach, no era asunto de Dacán.

Fidelma no se sorprendió de que Midach fuera el padre adoptivo de Necht. Era bastante frecuente que se enviara a los niños fuera de casa a los siete años para que los educaran. El proceso se conocía como adopción y los nuevos padres tenían que mantener a sus hijos adoptivos de acuerdo a su rango y proporcionarles educación. Una niña a menudo completaba su educación a los catorce años, aunque algunas, como la misma Fidelma, podían continuar hasta los diecisiete. Los catorce años eran la edad de elegir y de la madurez para una chica. Un chico continuaría hasta los diecisiete. La adopción era un contrato legal que se consideraba beneficioso para ambas casas y para el que la ley consideraba dos modalidades. Una era por «afecto» y no se ofrecía dinero. En la otra los padres naturales pagaban por la adopción de su hijo. La adopción era el principal sistema de educar a los niños en la sociedad.

– ¿Estáis seguro de que dijo que era padre adoptivo?

– El término datán ciertamente se usó.

Era el término legal que se usaba para referirse a un padre adoptivo.

– ¿Sabíais vos que Midach era el padre adoptivo de sor Necht?

Martan sacudió la cabeza en señal de negación.

– ¿Qué pensabais que era entonces esa relación del hermano Midach? -le preguntó.

– ¿Con Necht?

– Precisamente.

– Midach era la anamchara de Necht, su alma amiga. Eso es lo único que sé. Por eso eran amigos y se tenían confianza.

– Así pues, ¿Midach obviamente se sentía responsable de Necht?

– Supongo -admitió Martan.

– ¿Os sorprendió que Dacán acusara a Midach de mantener una relación con ella? Dacán era un hombre con una reputación de distante serenidad. ¿Qué hizo que de repente atacara así a Midach?

– No era un santo. Era un hombre extraño, malhumorado, que ponía a prueba el humor de Midach hasta el límite -replicó Martan-. Lo único que sé es que oí que Midach reaccionaba mal. Le dijo a Dacán que no se entrometiera y que, si continuaba haciéndolo e insultaba a Midach, Midach lo…

Hizo una pausa y abrió bien los ojos, como si se diera cuenta de lo que iba a decir.

– Continuad -insistió Fidelma-. Obviamente lo amenazó físicamente.

– Midach dijo que lo mataría -admitió Martan.

Hizo una pausa.

– ¿Creéis que lo decía de verdad?

– Yo no -protestó el boticario-. Ni soy quién para juzgar los hábitos personales de la vida de los demás. Las cosas son como son. Midach no haría daño a nadie.

– Pero Midach lo amenazó -observó Fidelma secamente-. Cuando supisteis de la muerte de Dacán, justo un día después de esta discusión, ¿no lo encontrasteis preocupante? Supongo que no lo comentasteis al hermano Rumann, a quien encargaron la investigación.

Martan se ruborizó.

– No informé de ello, pues no creí que tuviera relevancia. Midach no estaba en la abadía cuando se encontró el cuerpo de Dacán. Si me preguntáis si sospecho que Midach es el asesino, os diré que no. Midach es un hombre que ama la vida y la disfruta. No pensaría en destruir la vida de otro hombre en la misma medida que tampoco se le ocurriría destruir la suya.

– ¿Así que no comentasteis este asunto a Rumann -observó Fidelma-. ¿Y qué os lleva a hacerlo ahora?

Martan se puso rojo.

– Ojalá no lo hubiera hecho. Lo único en que pensaba es que ambos deberíais saber que Dacán no era el hombre santo que la mayoría de gente supone. Era capaz de acusar a la gente injustamente.

– Y todo esto vino porque Dacán en un principio acusó a Midach de revisar sus notas y escritos en la biblioteca.

– Midach también negó eso -le recordó Martan.

– Una cosa más. Habéis dicho que Midach se había ido de la abadía la noche anterior a la muerte de Dacán. Regresó seis días después, según me han dicho. ¿Sabéis por qué se fue y adónde?

Martan sacudió la cabeza en señal de negación.

– Sé que no era un viaje planeado. Fue en barca. Probablemente fue una emergencia médica en alguno de los pueblos. Sucede a menudo.

– ¿Qué os hace pensar que no fue planeado?

– Porque no se lo dijo a nadie, salvo a sor Necht, que vino a informar al hermano Tóla cuando ya se había marchado.

– ¿Cuándo fue eso?

– Justo antes de completa. Debió embarcarse con la marea de la tarde o, si no, no podría haberse ido hasta el día siguiente al mediodía.

Fidelma entrecerró los ojos.

– ¿Estáis seguro de esa hora?

– Absolutamente.

– Bien -dijo Fidelma reclinándose-. Creo que habéis sido de gran ayuda para nosotros, Martan. Podéis marcharos, pero os agradecería que no mencionarais esta conversación a nadie…, especialmente al hermano Midach. ¿Entendéis?

Martan se levantó con inseguridad.

– Eso creo, hermana. Sólo deseo no haber dicho nada malo…

– ¿Cómo puede ser algo malo la verdad? -inquirió Fidelma con gravedad.

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