Se puso a contemplar al cenobita sajón; intentaba entender los sentimientos de calidez, placer y bienestar que sentía en su presencia, cosas que estaban extrañamente reñidas con el choque de sus personalidades y culturas. Recordaba que su amiga, la abadesa Etain de Kildare, había intentado explicarle una vez por qué dejaba su cargo para casarse.
– A veces uno sabe lo que está bien, instintivamente, Fidelma. Eso sucede cuando un hombre y una mujer se conocen y saben que entienden y pueden ser entendidos. El acto de conocerse se convierte en la intimidad esencial entre ellos, pues no hay necesidad de una amistad prolongada y un descubrimiento gradual de uno por el otro. Es como si dos partes se hubieran convertido repentinamente en una.
Fidelma frunció el ceño. Desearía estar tan segura como la pobre Étain lo había estado.
Súbitamente, se dio cuenta de que Eadulf había acabado de hablar y que parecía que estuviera esperando una respuesta.
– ¿La ambición de Puttoc? ¿Así lo creéis? -preguntó finalmente otra vez. Sacudió la cabeza y volvio a pensar en lo que tenían entre manos-. ¿Y por qué Puttoc no fue simplemente a presentar sus acusaciones al Santo Padre? ¿Cómo podía ser Wighard arzobispo una vez se supiera este terrible secreto?
Eadulf sonrió con indulgencia.
– ¿Pero dónde estaba la prueba de Puttoc? Tan sólo tenía la palabra de Osimo, que a su vez la tenía de Ronan Ragallach, un ladrón ya condenado. Sin un testigo creíble, no hubiera sido capaz de probar tal acusación.
Fidelma admitió que así era.
– Además -continuó Eadulf-, Puttoc también tenía un oscuro secreto del que sin duda tenía conocimiento el hermano Sebbi. Su carácter lascivo. Si presentaba acusaciones contra Wighard, se podían fácilmente presentar otras acusaciones contra él.
– Eso es cierto -aceptó Fidelma-. Pero, ¿la ambición de Puttoc lo llevaría al extremo de estrangular al arzobispo? ¿Y por qué matar a Ronan Ragallach, la verdadera fuente de la historia?
Eadulf se encogió de hombros.
– El hermano Sebbi confirma que Puttoc era un hombre cruel -dijo, con no poca convicción.
Llegaron a la domus hospitalis y empezaron a subir las escaleras deprisa.
De repente, Eadulf se detuvo en el tramo superior de la escalera y agarró a Fidelma por el brazo para frenarla.
– ¿No creéis que deberíamos esperar a Furio Licinio y sus custodes antes de enfrentarnos a Puttoc?
Había dejado que Licinio acompañase a Cornelio a las celdas de los custodes para después reunirse con ellos en la habitación de Puttoc.
Fidelma sacudió la cabeza, impaciente.
– Si Puttoc es el culpable, dudo que haga nada que pueda causarnos daño.
La expresión de Eadulf reflejaba perplejidad.
– ¿Todavía dudáis de que Puttoc esté implicado después de lo que ha dicho Cornelio?
– No dudo de que Puttoc esté implicado -accedió Fidelma-. Pero hasta qué punto está implicado todavía se ha de probar.
Fidelma avanzó por el pasillo y se detuvo en el exterior de la habitación del abad de Stanggrund.
Se inclinó hacia adelante y golpeó suavemente en la puerta.
Un ligero sonido se oyó en el interior del cuarto. Luego, silencio.
– ¡Abad Puttoc! Soy Fidelma de Kildare.
No recibió respuesta alguna. Fidelma echó una mirada a Eadulf con las cejas arqueadas y movió lentamente la cabeza en un gesto que Eadulf interpretó correctamente.
El monje sajón agarró el mango, lo giró suavemente y abrió de golpe la puerta.
Cuando atravesaron el umbral, Fidelma y Eadulf se quedaron quietos y asombrados por la escena que había en el interior de la habitación.
Atravesado sobre la cama yacía el cuerpo del abad Puttoc tumbado de espaldas, con sus ojos de color azul glacial alzados al cielo con la mirada ciega de la muerte. No había dudas en cuanto a qué lo había matado. El cordón todavía estaba enrollado alrededor de su cuello nervudo, la soga prieta casi cortando la carne. De entre los labios le salía la lengua ennegrecida que aumentaba la expresión cómica y grotesca de sorpresa de sus rasgos. Tenía las manos contraídas como garras que se aferraran al aire y, aunque ahora estaban caídas y descansaban en sus costados, la tensión no había desaparecido. El abad Puttoc de Stanggrund había sido estrangulado de la misma manera que Wighard y el hermano Ronan Ragallach.
Aquella imagen se quedó grabada en los ojos de Fidelma y Eadulf. Pero fue la figura que estaba inclinada sobre el cadáver lo que hizo que ambos se echaran a gritar al unísono.
Cuando penetraron en la habitación, el hermano Eanred daba vueltas por allí, dirigiendo hacia ellos su cara pálida. Fidelma tuvo por un momento la sensación de estar ante un animal acorralado.
Aquella escena pareció permanecer congelada durante una eternidad. Sin embargo, no fue más que un segundo. Luego, Eanred, con un grito inarticulado, atravesó la habitación de un salto en dirección a la única salida: la ventana que daba al patio que estaba tres pisos más abajo. Pero Fidelma se dio cuenta de que era el alféizar que recorría el lateral del edificio lo que buscaba Eanred.
Eadulf cruzó la estancia, pero el antiguo esclavo se giró y lo derribó de un golpe. Eadulf retrocedió tambaleante unos pasos, chocó con una pared y se desplomó con un gruñido de dolor.
Fidelma avanzó impulsivamente hacia él.
Eanred, a horcajadas sobre el alféizar de la ventana, percibió el movimiento de la muchacha, metió la mano entre los pliegues de su hábito y extrajo un cuchillo. Fidelma lo vio brillar y tan sólo tuvo un segundo para hacerse a un lado, antes de que atravesara la habitación como un rayo y fuera a clavarse en la jamba de la puerta que estaba detrás de ella.
Mientras estaba de este modo distraída, Eanred se descolgó por el antepecho y se puso en equilibrio sobre el alféizar.
Con un gruñido de indignación, Eadulf se puso en pie, sacudió la cabeza y se dio cuenta de que su presa había escapado. Cruzó la habitación, pero Eanred avanzaba con rapidez por el alféizar.
Fidelma fue hasta la ventana que Eadulf intentaba saltar. Lo detuvo.
– No. Es demasiado estrecho y no es seguro. Ya lo vi el otro día. El yeso está viejo y es poco sólido.
– Pero se escapará -protestó Eadulf.
– ¿Adónde?
Eadulf señaló el alféizar ancho que quería alcanzar Eanred.
– Eso lleva al Munera Peregrinitatis - contestó Fidelma-. Eanred no irá muy lejos. No hay necesidad de que corráis ese peligro, Eadulf. Avisaremos a los custodes.
Se estaban alejando de la ventana cuando oyeron el crujido de la mampostería y un grito salvaje.
Eanred, al ver que el yeso del alféizar se deshacía bajo sus pies, había intentado saltar desde su posición elevada los cuatro pies que lo separaban del alféizar más ancho. Pero fue ya demasiado tarde, pues la mampostería seca se desintegró antes de que pudiera dar el salto.
Con otro chillido desgarrador, el antiguo esclavo sajón se precipitó de cabeza contra la piedra del patio que estaba tres pisos más abajo.
Fidelma y Eadulf miraron por la ventana.
La cabeza de Eanred se torcía formando un ángulo curioso. Una mancha oscura se desparramaba sobre las piedras. No había necesidad de preguntar si estaba muerto.
Eadulf regresó al interior de la habitación aspirando hondo y sacudiendo la cabeza con desconcierto.
– Bueno, parece que esto es todo. Siempre habéis tenido razón, Fidelma. He sido injusto con Puttoc. Fue Eanred. La solución parecía demasiado obvia cuando Sebbi nos explicó que Eanred había estrangulado a su primer amo.
Fidelma no respondió nada. Se retiró a la habitación y la examinó con los ojos entrecerrados.
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