Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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– Pero cuando Ronan Ragallach entró en la habitación de Wighard lo encontró muerto -continuó Fidelma-. Ronan Ragallach estuvo a punto de huir, pero se le ocurrió que eso no tenía por qué ser un impedimento para continuar con el plan y robar los objetos preciosos. Allí estaban, en el baúl de madera. Ronan Ragallach puso los tesoros en los sacos y escondió los objetos que no necesitaba, él y sus compañeros sólo querían artículos que pudieran proporcionarles dinero inmediato. Le llevó el primer saco a Osimo, quien fue por el alféizar mientras que Ronan Ragallach regresaba a por el resto del botín.

Estaba a punto de saltar desde el cubiculum de Eanred al alféizar con el segundo saco, cuando se dio cuenta de que no había cerrado la puerta de la habitación de Wighard. Con gran imprudencia, decidió regresar. Dejó el segundo saco junto a la ventana, llegó hasta el pasillo y se encontró con que el decurión Marco Narses había visto la puerta abierta. Esto era realmente lo que había temido Ronan Ragallach: Narses había descubierto el cadáver de Wighard y había descubierto a Ronan Ragallach. Éste con astucia, intentó escapar del edificio por las escaleras, alejándose del camino que pudiera conducir a su compañero Osimo y a los sacos con el tesoro.

Fidelma hizo una pausa y esbozó una sonrisa cansada.

– El mismo Marco Narses sin quererlo me dio una pista de que Ronan Ragallach no podía haberse alejado de la escena del crimen inmediatamente después del asesinato. Me dijo que cuando encontró el cadáver de Wighard, éste estaba frío. Si Ronan Ragallach hubiera matado a Wighard un momento antes, los restos todavía estarían calientes. Wighard llevaba muerto al menos una o dos horas.

Gelasio carraspeó y frunció el ceño, pensativo.

– ¿Por qué no se descubrió el segundo saco con los objetos cuando se hizo el registro en busca de los tesoros desaparecidos?

– Porque Osimo, después de esperar a Ronan Ragallach, que debía haberlo seguido, se empezó a preocupar y regresó hasta el cubiculum de Eanred. Se encontró el saco abandonado allí y oyó el alboroto de la huida. Se dio cuenta de que Ronan Ragallach había sido descubierto y decidió coger el segundo saco y regresar apresuradamente a la officina. Luego se llevó los sacos a su alojamiento y esperó a Cornelio para que dispusiera de la plata y el oro.

Fidelma se quedó un rato observándolos para juzgar sus reacciones.

– El robo del tesoro de Wighard coincidió casualmente con su asesinato y no tenía nada que ver con él.

– Entonces, ¿quién mató a Wighard? -inquirió Marino, que hablaba por primera vez-. ¿Decís que Ronan Ragallach no es culpable? Ahora nos decís que el hermano Eanred no es culpable. Alguien ha de ser culpable. ¿Quién?

Fidelma lanzó una mirada al gobernador militar.

– ¿Tenéis un poco de agua? Tengo la boca seca.

Furio Licinio se dirigió hacia una mesa donde había una jarra de cerámica con algunas copas. Sirvió un poco de agua en una y se la llevó a Fidelma. Ésta le dio las gracias con una sonrisa rápida y bebió lentamente. Todos esperaban con impaciencia.

– Fue Ronan Ragallach el que me presentó una pista esencial -dijo finalmente.

Ahora incluso Eadulf estaba inclinado hacia adelante, frunciendo el ceño mientras su mente repasaba la información que había reunido, preguntándose qué se le había escapado.

– Ronan Ragallach, según Cornelio, se había unido con gusto a la conspiración para robar a Wighard debido al desprecio que sentía por aquel hombre -Fidelma dejó la copa en una mesa lateral-. Ronan Ragallach le había explicado a Osimo una historia que éste había confiado a Cornelio.

Gelasio, de repente, respiró hondo; con una profundidad que sorprendió a varios de los presentes en la habitación.

– ¿No podemos ir directos a lo esencial? Alguien explica una historia a otro, que a su vez se la confía a…

Fidelma se giró con expresión contrariada y la voz de Gelasio se apagó.

– Yo sólo puedo ir a lo esencial del asunto a mi manera, obispo Gelasio.

La respuesta cortante de Fidelma hizo que Gelasio parpadeara con rapidez. El obispo vaciló y luego levantó la mano en señal de resignación.

– Muy bien. Pero continuad vuestra exposición con la mayor rapidez.

Fidelma se giró hacia los demás.

– Ronan Ragallach ya se había topado con el nombre de Wighard. Hace años había abandonado Irlanda y había viajado hasta el reino de Kent, donde había servido en la iglesia de San Martín en Canterbury. Una noche, hace siete años, un hombre fue a confesarse, un hombre que se estaba muriendo. Este hombre era un ladrón y un asesino a sueldo. Pero había un crimen que le torturaba la conciencia más que los demás. Años antes, un clérigo se había dirigido a él y le había dado dinero para que asesinara a su mujer y a sus hijos.

Gelasio se inclinó hacia adelante frunciendo el ceño.

– ¿Por qué había de hacer eso un clérigo? -preguntó.

– Porque -continuó Fidelma- este clérigo era muy ambicioso. Con una mujer e hijos no podía aspirar en vuestra Iglesia de Roma al rango de abad y obispo. La moralidad se había visto sustituida en la mente de este hombre por la ambición.

El rostro de la abadesa Wulfrun empezó a enrojecer.

– ¡No me voy a quedar aquí sentada escuchando cómo un extranjero insulta a un clérigo de Kent! -gritó de repente, mientras se ponía de pie con la mano en la garganta y tiraba del pañuelo que llevaba en la cabeza.

Fidelma mantuvo impertérrita la mirada de la abadesa Wulfrun.

– El asesino llevó a cabo las órdenes del clérigo -continuó Fidelma con calma, sin apartar la mirada de Wulfrun-. Apareció una noche mientras el clérigo estaba fuera cumpliendo con sus deberes. Mató a la mujer del clérigo, intentando que pareciera que un grupo de pictos había desembarcado cerca para someter la zona al pillaje. Pero cuando tocó matar a los niños, la codicia del asesino pudo más. Podía venderlos, pues los sajones tienen la costumbre de vender en esclavitud a los niños no deseados -le aclaró a Gelasio-. El asesino se llevó a los niños y atravesó el Támesis remando hasta el reino de los sajones orientales, donde se los vendió a un granjero, fingiendo ser simplemente un hombre pobre necesitado de dinero. Eran dos hijos, un niño y una niña.

Fidelma hizo una pausa para conseguir más dramatismo y los dejó en absoluto silencio. Luego continuó:

– El clérigo que pidió que asesinaran a su mujer y a sus hijos no era otro que Wighard.

Se elevó un coro de gritos de horror en la reunión.

El rostro de la abadesa Wulfrun rezumaba ira.

– ¿Cómo permitís que una muchacha extranjera lance semejante acusación contra el piadoso obispo de Kent? -dijo fuera de sí-. Obispo Gelasio, somos huéspedes de Roma. Es vuestro deber protegernos de semejante odio. Es más, yo guardo parentesco con la familia real de Kent. Tened cuidado de que esto no provoque la ira de nuestra gente en Roma. Yo soy una princesa de los reinos sajones y exijo…

Gelasio parecía preocupado.

– Habéis de elegir vuestras palabras con cuidado, Fidelma -advirtió indeciso.

– ¿Es eso suficiente para reprender a esta extranjera? -continuó gritando Wulfrun-. Yo la haría azotar por mancillar de tal manera la memoria del piadoso arzobispo. Es un insulto a la casa real.

De repente Fidelma le sonrió directamente.

Io Saturnalia! -dijo casi en voz baja.

La abadesa se detuvo de pronto perpleja.

– ¿Qué habéis dicho? -preguntó.

Ni siquiera Eadulf estaba seguro de lo que quería decir Fidelma. Intentó recordar por qué Fidelma se había interesado tanto en la fiesta pagana romana de los saturnales.

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