– Sois un hombre entendido, Cornelio. ¿Sabéis algo de las costumbres que conciernen a la fiesta de las saturnales?
– ¿La fiesta de las saturnales? -preguntó el alejandrino, sorprendido.
La misma sorpresa reflejaban los rostros de Eadulf y Licinio.
Fidelma asintió con calma.
– Antiguamente había un festival religioso que se celebraba a finales de diciembre -explicó Cornelio-. Eran unos días de disfrute, buena voluntad y de hacerse regalos. El comercio se detenía y todo el mundo se arreglaba y lo pasaba bien.
– ¿Había algún acontecimiento especial durante esa fiesta? -insistió Fidelma.
Cornelio hizo una mueca como para indicar que no sabía gran cosa.
– La fiesta empezaba con un sacrificio en el templo y un banquete público abierto a todo el mundo. La gente podía incluso hacer apuestas en público. Oh, y los esclavos se ponían las ropas de sus amos y quedaban liberados de sus obligaciones, mientras que los amos servían a los esclavos.
Los ojos de Fidelma brillaron y una sonrisa se dibujó en su rostro.
– Gracias, Cornelio -dijo; la solemnidad del tono que empleó no ocultó el placer que le había proporcionado aquella información. De repente, se levantó.
– ¿Qué me va a pasar a mí? -preguntó Cornelio, también poniéndose en pie.
– Eso yo no lo sé -admitió Fidelma-. Yo haré un informe para el Superista y él, sin duda, someterá el asunto a la consideración de los magistrados de la ciudad. Yo no conozco las leyes de Roma.
– Mientras tanto -gruñó Furio Licinio con satisfacción-, os llevaremos a las celdas de los custodesy no os resultará tan fácil escapar de allí como a Ronan Ragallach. Eso os lo aseguro.
Cornelio se encogió de hombros. Era un gesto desafiante.
– Al menos he rescatado varias grandes obras para la posteridad que si no, se hubieran perdido. Ésa es mi compensación.
Licinio lo condujo hasta la puerta.
Cuando Cornelio ya se iba, a Fidelma le cruzó por la mente otro pensamiento.
– ¡Un momento!
Cornelio se giró con esperanza.
– ¿Ronan Ragallach u Osimo le explicaron a alguien más esa extraña historia de la supuesta muerte de la mujer de Wighard y de la venta de sus hijos, de la responsabilidad de Wighard en ese terrible acto?
Cornelio frunció el ceño y negó lentamente con la cabeza.
– No. Según Osimo, Ronan Ragallach tan sólo se lo explicó a él. Pero Osimo me lo contó por el motivo que ya les he expuesto.
De repente, le cambió la expresión cuando le vino un recuerdo a la memoria.
Fidelma se dio cuenta enseguida.
– Pero vos se lo contasteis a alguien -afirmó incitándolo.
Cornelio estaba inquieto.
– Me pareció un acto tan impío, un crimen tan atroz, si fuera cierto, que me tuvo preocupado durante varios días. Había un hombre a punto de ser nombrado arzobispo, ordenado por Su Santidad, y, sin embargo, un moribundo había explicado en confesión que él había pagado para que mataran a su mujer y sus hijos. Yo no podía dejarlo, aunque traicionara la confianza de mi amigo Osimo. Pero se lo expliqué sólo a un hombre de Iglesia de rango y honor.
Fidelma sintió una punzada en el cogote.
– No pudisteis quedaros callado. Eso lo entiendo -admitió con impaciencia-. Así que, ¿a quién se lo dijisteis?
– Pensé que tenía que ir a ver si alguien del séquito de Wighard sabía algo de ese asunto y podía aconsejar si se debía investigar. Busqué el consejo de alguien con cierta autoridad que pudiera hablarle de ello a Su Santidad antes de la ceremonia de ordenación. De hecho, fue justo el día antes de la muerte de Wighard que informé del asunto a uno de los prelados sajones.
Fidelma cerró los ojos e intentó controlar su impaciencia. Eadulf, dándose cuenta de la importancia de lo que estaba diciendo Cornelio, permanecía esperando con la cara blanca.
– ¿A quién se lo dijisteis? -repitió Fidelma con brusquedad.
– Pues se lo dije al abad sajón, por supuesto. El abad Puttoc.
– Puttoc -murmuró el hermano Eadulf, mientras se apresuraban por los terrenos del palacio de Letrán hacia la habitación del abad Puttoc en la domus hospitalis-. Ha sido ese mentiroso, lujurioso, hijo de puta todo el tiempo.
Fidelma hecho una mirada de reojo crítica ante la vehemencia de las palabras de su compañero.
– Ese lenguaje no os es propio, Eadulf -reprobó Fidelma.
– Lo siento. Es que me hierve la sangre cuando pienso en ese sacerdote lascivo que se supone que ha de enseñar moralidad a otros. Así que él era el asesino… ah, pero si veo que las piezas encajan cuando recuerdo todo.
– ¿Así lo creéis? -preguntó Fidelma.
– Retrospectivamente, por supuesto -afirmó Eadulf, preocupado por el tono ligeramente humorístico de la voz de la mujer. ¿Acaso se estaba burlando de él ahora que tenían la respuesta, considerando que él había estado tan ciego antes? Incluso al inicio de la investigación él hubiera condenado a Ronan Ragallach y no se hubiera preocupado de ir más allá-. Sí, obviamente siempre había sido Puttoc. Aunque, después de haber conocido el oscuro secreto de Wighard, con esa terrible ambición suya por hacerse con el trono de Agustín de Canterbury, Puttoc decidió matar a Wighard y reclamar ese premio.
Fidelma suspiró para sí. Eadulf era inteligente, pero tenía un defecto, y es que tendía a seguir sólo un camino a la vez y se olvidaba de que había que comprobar los atajos.
Se encontró pensando en Eadulf. Desde que lo había conocido en Witebia, a menudo había sentido que se producía una reacción casi química entre ellos. Le gustaba su compañía, las bromas y las discusiones medio en serio que mantenían. Más aún, la masculinidad de Eadulf no le era indiferente.
A los veintiocho años, Fidelma había llegado a la edad en que se consideraba que le había pasado el momento del matrimonio en una sociedad en que la mayoría de enlaces tenían lugar para las chicas entre los dieciséis y veinte años. No es que Fidelma hubiera rechazado nunca conscientemente la idea del matrimonio, de renunciar al mundo temporal por la vida espiritual. Simplemente había sucedido así. Y no es que no tuviera experiencia.
Cuando estaba en su segundo año de estudios de leyes en la escuela de Morann, el principal Brehon de Tara, había conocido a un joven. Era un joven jefe de la Fianna , la guardia del rey. La atracción, vista desde la distancia, no era más que física, y la relación fue apasionada e intensa. Terminó sin drama cuando el joven, Cian, se marchó de Tara con otra joven; una chica que sencillamente quería un hogar y que no significaba ninguna amenaza intelectual para a él. Pues Fidelma estaba muy metida en sus estudios, siempre absorta en la lectura de los textos antiguos. Cian era sólo una persona física cuya vida se medía con acciones y no con pensamientos.
Tal como Fidelma había meditado, incluso el Libro de Amos decía: «¿Pueden dos caminar juntos, salvo que estén de acuerdo?». Sin embargo, a pesar de la racionalización que había hecho al final de la relación, le había dejado una huella. Cuando conoció a Cian, era joven y despreocupada. El rechazo de Cian la había dejado desilusionada y, aunque hizo todo lo que pudo para ocultarlo, aquella experiencia le había hecho sentir amargura. En realidad, nunca se había recuperado de aquello. Nunca lo había olvidado; quizá, nunca se lo había permitido.
Había puesto todas sus energías en los estudios y el saber y en su aplicación. No había querido acercarse a un hombre de nuevo. Eso no quería decir que hubiera rechazado aventuras pasajeras. Fidelma pertenecía a su cultura y no envidiaba a los ascetas de la fe que se privaban de tales placeres naturales. Negarse el propio cuerpo le parecía antinatural. El celibato no era un concepto en el que creyera como regla general; era una cuestión de elección personal y no un dogma religioso. Pero sus amores no habían sido ni profundos ni duraderos. Cada vez había deseado más, casi se había convencido de la sinceridad de los sentimientos existentes entre ella y su pareja, pero cada vez el asunto había terminado en una desilusión.
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