Janet Evanovich - Corazon Congelado

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«Durante mi infancia mis aspiraciones eran sencillas: quería ser una princesa intergaláctica.»
La cazarrecompensas Stephanie Plum tiene una misión bastante simple: todo lo que tiene que hacer es llevar a los tribunales a un viejecito sordo, casi ciego y con problemas de próstata, acusado de contrabando de cigarrillos. ¿Es culpa suya si se le escurre continuamente de entre las manos?
Las cosas se complicarán todavía más después de que dos de sus amigos desaparezcan misteriosamente tras ser atacados por una jubilada enloquecida y de que su perfecta hermana Valerie le pida consejos sobre cómo hacerse lesbiana.
Quizá la vida de Stephanie sería más fácil ¿y menos divertida¿ si no estuviera tratando de huir de su propia boda, si su abuela no se empeñara en acompañarla en una Harley Davidson y, por supuesto, si el increíblemente sexy Ranger no le ofreciera su ayuda a cambio de una perfecta noche de pasión…

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– ¿Quieres pasar antes por casa para algo? -preguntó Ranger-. ¿O quieres que nos vayamos ahora mismo?

Le eché una mirada a la moto. Tenía que dejarla en algún sitio. Seguramente no era una buena idea decirle a mi madre que me iba a Richmond con Ranger. Y no me sentía del todo a gusto con la idea de dejar la moto en el aparcamiento de casa. Los ancianos del edificio tienen cierta tendencia a arrollar cualquier cosa que sea menor que un Cadillac. Y Dios sabe que no quería dejársela a Morelli. Él se empeñaría en ir a Richmond.

Morelli era posiblemente tan competente como Ranger en este tipo de asuntos. De hecho, es posible que fuera aún mejor que Ranger, porque no estaba tan loco como él. El problema era que aquello no era una operación policial. Era una operación de cazarrecompensas.

– Tengo que hacer algo con la moto -le dije a Ranger-. No quiero dejarla aquí.

– No te preocupes por eso. Le diré a Tank que se ocupe de ella hasta que volvamos.

– Necesitará las llaves.

Ranger me miró como si me faltara un hervor.

– Vale -dije-. ¿En qué estaría pensando?

Tank no necesitaba las llaves. Tank era uno de los compinches de Ranger y los compinches de Ranger tenían mejores dedos que Ziggy.

Salimos del Burg en dirección sur y entramos en la autopista de peaje por Bordentown. Empezó a llover unos minutos más tarde, al principio como una ligera bruma, arreciando a medida que íbamos recorriendo kilómetros. El Mercedes zumbaba siguiendo la línea de la carretera. La noche nos envolvió en una oscuridad sólo rota por las luces del salpicadero.

Toda la comodidad de un útero materno con la tecnología de la cabina de mandos de un reactor. Ranger pulsó un botón del CD y la música clásica inundó el aire. Una sinfonía. No eran Godsmack, pero no estaba mal.

Según mis cálculos, sería un viaje de unas cinco horas. Ranger no era de los que pierden el tiempo charlando. Ranger se reservaba su vida y sus pensamientos para él solo. De modo que recliné el asiento y cerré los ojos.

– Si te cansas y quieres que conduzca yo, avísame -dije.

Me relajé en mi asiento y me puse a pensar en Ranger. Cuando nos conocimos era sólo músculos y fanfarronería callejera.

Hablaba y andaba como se habla y se anda en la parte hispana del gueto, siempre vestido con sudaderas y ropa militar. Y ahora vestía de cachemir y escuchaba música clásica más cercana a la facultad de derecho de Harvard que a Coolio.

– No tendrás por casualidad un hermano gemelo, ¿verdad? -le pregunté.

– No -contestó con suavidad-. No hay otro como yo.

Trece

Me desperté cuando el coche dejó de moverse. Ya no llovía, pero estaba muy oscuro. Miré el reloj digital del salpicadero. Eran casi las tres. Ranger observaba la gran casa colonial de ladrillo rojo de enfrente.

– ¿La casa de Louie D? -pregunté.

Ranger asintió.

Era una casa muy grande con un pequeño terreno. Las casas que la rodeaban eran similares. Todas eran construcciones relativamente nuevas. No tenían ni setos ni árboles viejos. Dentro de veinte años sería un barrio precioso. En aquel momento resultaba demasiado nuevo, demasiado desnudo. En la casa de Louie D no se veía ninguna luz. Ni ningún coche aparcado junto a la acera. En esta clase de barrios los coches se aparcaban en los garajes o los paseos traseros.

– Quédate aquí -dijo Rango -. Tengo que echar un vistazo.

Le vi cruzar la calle y desaparecer entre las sombras de la casa. Abrí un poco la ventanilla y me esforcé para oír cualquier ruido, pero no oí nada. Ranger perteneció a los cuerpos especiales en otros tiempos y no ha perdido ni una sola de sus facultades. Se mueve como un gigantesco gato mortífero. Yo, por mi parte, me muevo como un búfalo acuático. Supongo que por eso me quedé en el coche.

Apareció por el extremo opuesto de la casa y regresó al Mercedes. Se sentó al volante y giró la llave de contacto.

– Está cerrada a cal y canto -dijo-. La alarma está conectada y la mayoría de las ventanas tienen echadas unas gruesas cortinas. No se ve mucho. Si supiera más de la casa y su rutina entraría y echaría un vistazo. Pero me resisto a hacerlo sin saber cuánta gente hay en la casa -se separó del bordillo y condujo calle abajo-. Estamos a quince minutos del distrito financiero. El ordenador me dice que allí hay una galería comercial, algunos establecimientos de comida rápida y un motel. Le pedí a Tank que nos reservara habitaciones. Puedes dormir un par de horas y darte una ducha. Sugiero que llamemos a la puerta de la señora D a las nueve y nos colemos en la casa con buenas maneras.

– Me parece bien.

Tank había reservado las habitaciones en un clásico motel de dos plantas de una cadena hotelera. No era lujoso, pero tampoco era inmundo. Las dos habitaciones estaban en la segunda planta. Ranger abrió la puerta de la mía y encendió la luz, sometiéndola a un rápido reconocimiento. Todo parecía estar en orden. No había ningún psicópata agazapado en los rincones.

– Vendré a buscarte a las ocho y media -dijo-. Podemos desayunar y acercarnos a saludar a las señoras.

– Estaré lista.

Me arrastró hacia él, acercó su boca a la mía y me besó. Un beso lento y profundo. Sentía sus manos firmes sobre mi espalda. Yo me agarré a su camisa y me arrimé a él. Y sentí la respuesta de su cuerpo.

Una visión de misma vestida de novia inundó mi cabeza.

– ¡Mierda! -dije.

– Ésa no suele ser la reacción habitual cuando beso a una mujer -dijo Ranger.

– Vale, te voy a contar la verdad. Me encantaría dormir contigo, pero tengo un puñetero vestido de novia…

Ranger deslizó los labios por mi mandíbula hasta la oreja.

– Podría hacerte olvidar ese vestido.

– Sí que podrías. Pero eso me causaría un montón de problemas.

– Tienes un conflicto moral.

– Sí.

Me besó de nuevo. Esta vez más suavemente. Retrocedió y una sonrisa desprovista de humor se dibujó en las comisuras de sus labios.

– No quiero agobiarte con tu conflicto moral, pero será mejor que seas capaz de atrapar a Eddie DeChooch tú solita, porque si te ayudo cobraré mi tarifa.

Y se fue. Cerró la puerta al salir y pude oír cómo caminaba por el pasillo y entraba en su habitación.

Caray.

Me tumbé en la cama completamente vestida, con las luces encendidas y los ojos bien abiertos. Cuando el corazón dejó de saltarme en el pecho y los pezones empezaron a relajarse me levanté y me lavé la cara. Puse el despertador a las ocho. Yupi, cuatro horas de sueño. Apagué la luz y me metí en la cama. No podía dormir. Demasiada ropa. Me levanté, me desnudé hasta quedarme en braguitas y volví a meterme en la cama. Nada; así tampoco podía dormir. Demasiado poca ropa. Me volví a poner la camiseta, volví a meterme entre las sábanas y me sumergí en el mundo de los sueños inmediatamente.

Cuando Ranger llamó a la puerta de mi habitación a las ocho y media, ya estaba tan arreglada como me era posible. Me había dado una ducha y había hecho lo que podía con el pelo, sin gel. Llevo montones de cosas en el bolso. Quién iba a suponer que iba a necesitar gel.

Ranger tomó café, fruta y un bollo de cereal integral para desayunar. Yo me comí un Egg McMuffin, un batido de chocolate y patatas fritas. Y como pagaba Ranger me regalaron una figurita articulada de Disney.

En Richmond hacía más calor que en Jersey. Algunos árboles y algunas azaleas tempranas estaban floreciendo. El cielo estaba limpio y se esforzaba por ponerse azul. Iba a ser un buen día para importunar a un par de ancianitas.

En las carreteras principales el tráfico era denso, pero desapareció en cuanto entramos en el barrio de Louie D. Los autobuses escolares ya habían completado sus rutas y los vecinos adultos se iban a sus clases de yoga, al mercado para gourmets, al club de tenis, al gimnasio o al trabajo. Aquella mañana se respiraba un aire de actividad frenética en el vecindario. Con la sola excepción de la casa de Louie D. Ésta tenía exactamente el mismo aspecto que a las tres de la madrugada. Oscura y silenciosa.

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