Ziggy estaba un paso detrás de él.
– Nosotros no hemos sido.
– ¿No han sido qué? -pregunté.
– Nada -dijo Ziggy-. No hemos hecho nada.
Ranger y yo intercambiamos miradas.
– ¿Dónde está? -le pregunté a Ziggy.
– ¿Dónde está quién?
– El Porreta.
– ¿Es una pregunta con trampa?
– No -dije-. Es una pregunta en serio. El Porreta ha desaparecido.
– ¿Está segura?
Ranger y yo les devolvimos una mirada silenciosa.
– ¡Mierda! -dijo Ziggy al fin.
Nos separamos de Ziggy y Benny con la misma información con la que habíamos llegado. Lo que significaba que no sabíamos nada. Eso sin mencionar que tenía la sensación de haber participado en una escena de Abbot y Costello.
– Bueno, parece habernos ido tan bien como en la entrevista con Vincent -le dije a Ranger.
Me gané otra sonrisa.
– Entra en el coche. Ahora vamos a hacerle una visita a Mary Maggie.
Le saludé en plan militar y me subí al coche. No estaba muy segura de estar avanzando nada, pero era muy agradable pasarse el día por ahí con Ranger. Pasear con Ranger me absolvía de toda responsabilidad. Estaba claro que yo era la subalterna. Y me sentía protegida. Nadie se atrevería a dispararme estando con Ranger. O, si alguien me disparaba, estaba totalmente segura de que no moriría.
Fuimos en silencio hasta el edificio de apartamentos de Mary Maggie, aparcamos a un coche de su Porsche y subimos en el ascensor hasta el séptimo piso.
Mary Maggie abrió a la segunda llamada. Al vernos se quedó sin respiración y retrocedió un paso. Normalmente, esta reacción puede considerarse como señal de temor o culpabilidad. En este caso era la reacción normal de todas las mujeres al ver a Ranger. Hay que decir en su favor que no siguió con el rubor y el tartamudeo. Trasladó su atención de Ranger a mí.
– Otra vez tú.
Le saludé agitando los dedos.
– ¿Qué te ha pasado en el ojo?
– Pelea de aparcamiento.
– Parece que perdiste.
– Las apariencias engañan -dije. No necesariamente en este caso… pero a veces sí.
– Anoche DeChooch estuvo paseando con el coche por la ciudad -dijo Ranger-. Hemos pensado que a lo mejor le habías visto.
– No.
– Iba conduciendo tu coche y tuvo un accidente. Luego salió corriendo.
Por la expresión de la cara de Mary Maggie estaba claro que era la primera noticia que tenía del accidente.
– Es por culpa de la vista. No debería conducir de noche -dijo.
No jodas. Y eso sin hablar de su cabeza, por la que tendrían que prohibirle conducir a cualquier hora. El tío ese es un lunático.
– ¿Hubo algún herido? -preguntó Mary Maggie.
Ranger sacudió la cabeza.
– Llámanos si sabes algo de él, ¿de acuerdo? -dije.
– Claro -contestó Mary Maggie.
– No nos va a llamar -le dije a Ranger mientras bajábamos en el ascensor.
Ranger se limitó a mirarme.
– ¿Qué? -pregunté.
– Paciencia.
Las puertas del ascensor se abrieron en el garaje subterráneo y salimos de él.
– ¿Paciencia? El Porreta y Dougie han desaparecido y yo tengo a Joyce Barnhardt pisándome los talones. Vamos por ahí hablando con gente, pero no descubrimos nada nuevo, no pasa nada y ni siquiera parece que a nadie le importe lo más mínimo.
– Estamos dando mensajes. Presionando. Cuando se presiona en el punto apropiado las cosas se empiezan a romper.
– Hmmm -dije con la persistente sensación de que no habíamos logrado gran cosa.
Ranger abrió el coche con el control remoto.
– No me gusta cómo ha sonado ese «hmmm».
– Ese rollo de la presión me suena un poco… oscuro.
Estábamos solos en el garaje apenas iluminado. Ranger y yo a solas bajo dos plantas de coches y hormigón. Era el escenario perfecto para un asesinato del hampa o el ataque de un violador perturbado.
– Oscuro -repitió Ranger.
Me agarró por las solapas de la chaqueta, me atrajo hacia sí y me besó. Su lengua tocó la mía y tuve un estremecimiento que estuvo a un milímetro de ser un orgasmo. Sus manos se deslizaron dentro de mi chaqueta y me rodearon la cintura. Sentía su cuerpo duro pegado a mí. Y, de repente, nada importaba, salvo tener un orgasmo provocado por Ranger. Lo estaba deseando. Ya mismo. Que le dieran a Eddie DeChooch. Uno de estos días se estrellaría contra los pilares de un paso elevado y allí acabaría todo.
– Sí, pero ¿qué pasa con la boda? -murmuró una vocecilla en lo más profundo de mi mente.
– Cierra el pico -le dije a la vocecilla-. Eso lo pensaré después.
– Y ¿qué me dices de las piernas? -preguntó la voz-. ¿Te has afeitado las piernas esta mañana?
Caramba, ¡me costaba respirar, de tanto como necesitaba aquel puñetero orgasmo, y ahora tenía que preocuparme por los pelos de mis piernas! ¿Es que no hay justicia en este mundo? ¿Por qué a mí? ¿Por qué sólo a mí me tienen que importar los pelos de las piernas? ¿Por qué tiene que ser siempre la mujer la que se preocupe por el maldito pelo?
– Tierra a Steph -dijo Ranger.
– Si lo hacemos ahora, ¿contará como un anticipo si luego atrapamos a DeChooch?
– No lo vamos a hacer ahora.
– ¿Por qué no?
– Porque estamos en un aparcamiento. Y cuando consiga sacarte de este garaje ya habrás cambiado de opinión.
Le miré entrecerrando los ojos.
– Entonces, ¿qué sentido tiene esto?
– Demostrarte que se pueden destruir las defensas de una persona si se aplica la presión en el punto justo.
– ¿Me estás diciendo que sólo era una demostración? ¿Me has puesto en este… en este estado para reforzar un argumento?
Sus manos seguían en mi cintura, apretándome contra él.
– ¿Cómo es de grave ese estado?
Si hubiera sido un poco más grave habría ardido por combustión espontánea.
– No es para tanto -le dije.
– Mentirosa.
– ¿Y cómo es de grave tu estado?
– Preocupantemente grave.
– Me estás complicando la vida.
Me abrió la puerta del coche.
– Sube. Ronald DeChooch es el siguiente de la lista.
La recepción de la empresa de pavimentos estaba vacía cuando entramos Ranger y yo. Un chaval joven asomó la cabeza por una esquina y nos preguntó qué queríamos. Le dijimos que queríamos hablar con Ronald. Treinta segundos después Ronald salía de donde estuviera, al fondo de las oficinas.
– Había oído que una ancianita te había dado en un ojo, pero no sabía que hubiera hecho tan buen trabajo -me dijo Ronald-. Es un ojo morado de primera.
– ¿Has visto a tu tío recientemente? -le preguntó Ranger.
– No, pero he oído decir que tuvo un accidente delante de la funeraria. No debería conducir de noche.
– El coche que conducía pertenece a Mary Maggie Mason -dije yo-. ¿La conoces?
– La he visto por ahí -miró a Ranger-. ¿Tú también estás trabajando en este caso?
Ranger hizo un casi imperceptible gesto de asentimiento con la cabeza.
– Me alegro de saberlo.
– ¿Qué ha querido decir con eso? -le dije a Ranger en cuanto salimos-. ¿Ha querido decir lo que creo que ha querido decir? ¿Esa almorrana ha dicho que como estás tú en el caso han cambiado las cosas? O sea, que ahora se va a tomar la búsqueda en serio.
– Vamos a echarle un vistazo a la casa de Dougie -dijo Ranger.
La casa de Dougie no había cambiado desde la última vez que la había visitado. No había signos de un nuevo registro. Ni tampoco de que Dougie o El Porreta hubieran pasado por allí. Ranger y yo recorrimos las habitaciones una por una. Le puse a Ranger al día de mis anteriores registros y de la desaparición del asado.
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