Janet Evanovich - Dos Por La Pasta

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La investigadora Stephanie Plum ha vuelto, y con mucho más carácter. Esta vez, va tras la pista de Kenny Mancuso, un compañero de trabajo en Trenton, New Jersey, que ha disparado a su mejor amigo. Ha salido hace poco de la Armada y es sospechosamente rico, Mancuso también está relacionado de manera lejana con Joe Morelli, un subdirector de policía de dudosa reputación… y que le gusta mucho meterse en los asuntos de Stephanie.

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– ¡No! ¡Déjala salir! Abre el cajón. ¡Haré lo que quieras!

– Lo harás de todos modos. Después de una hora ahí dentro apenas si podrás moverte.

Estaba bañada en lágrimas y sudor.

– Es una anciana. No supone una amenaza para ti. Suéltala.

– ¡Que no representa una amenaza! ¿Estás de broma? Esa vieja está loca de atar. ¿Sabes lo que me costó meterla en el cajón?

– Lo más probable es que ya esté muerta -intervino Spiro.

Kenny lo miró.

– ¿Lo crees?

– ¿Cuánto tiempo lleva allí?

Kenny miró su reloj.

– Unos diez minutos.

Spiro se metió las manos en los bolsillos.

– ¿Bajaste la temperatura?

– No. Sólo la metí dentro.

– No enfriamos los cajones cuando no se utilizan -explicó Spiro-. Así ahorramos electricidad. Ha de estar a temperatura ambiente.

– Sí, pero podría haber muerto de miedo. ¿Qué crees tú? ¿Crees que está muerta?

Un sollozo se me atascó en la garganta.

– La zorra se ha quedado muda. ¿Y si abrimos el cajón para ver si la vieja respira?

Spiro soltó el pestillo y abrió la puerta de golpe. Cogió la bandeja de acero inoxidable por el borde y la sacó lentamente, de modo que lo primero que vi fueron los zapatos de la abuela Mazur y luego su huesuda espinilla, seguida de su amplio abrigo azul; tenía los brazos tendidos rígidamente a los lados y las manos escondidas debajo de los dobleces del abrigo.

Una oleada de dolor me mareó. Respiré hondo y parpadeé para aclararme la vista.

Cuando la bandeja estuvo fuera, vi que la abuela miraba fijamente el techo con los ojos abiertos y la boca apretada, como si fuese de piedra.

Todos la miramos.

– Parece muerta, no hay duda -dijo Kenny-. Vuelve a meterla.

Una especie de silbido sonó en el rincón. Todos aguzamos el oído, expectantes. Vi que los ojos de la abuela se tensaban mínimamente. Otro silbido, más fuerte. ¡La abuela aspiraba aire a través de su dentadura postiza!

– Puede que no esté muerta todavía -dijo Kenny.

– Debiste bajar la temperatura -sugirió Spiro-. Este chisme alcanza los veinte grados bajo cero. No habría durado viva ni diez minutos.

La abuela hizo un leve movimiento.

– ¿Qué hace? -preguntó Spiro.

– Trata de levantarse -contestó Kenny-. Pero es demasiado vieja. No consigue que esos huesos artríticos respondan, ¿verdad, abuelita?

– Vieja -susurró ella-. Ya te daré yo, vieja.

– Mete el cajón -ordenó Kenny a Spiro-. Y pon la temperatura al mínimo.

Spiro empezó a meter la bandeja, pero la abuela empujó con los pies y la bandeja se detuvo. Tenía las rodillas dobladas y golpeaba el acero con los pies y el interior del cajón con las manos.

Spiro gruñó y acabó de meter la bandeja bruscamente, pero ésta se detuvo a unos centímetros del fondo y la puerta no se cerró.

– Se ha atascado. No puedo meterla hasta el fondo.

– Ábrela, a ver qué pasa.

Spiro volvió a sacar la bandeja lentamente.

La barbilla de la abuela apareció, luego su nariz, sus ojos. Tenía los brazos tendidos por encima de la

cabeza.

– ¿Quieres causarnos problemas, abuelita? -dijo Kenny-. ¿Estás atascando el cajón con algo?

La abuela Mazur no habló, pero vi que movía la boca y que sus dientes postizos rechinaban.

– Pon los brazos a los lados -le ordenó Kenny-. Deja de tocarme los huevos o perderé la paciencia.

La abuela se esforzó por sacar los brazos y finalmente liberó la mano vendada. La siguió la otra en la que tenía el 45 de cañón largo. Alzó el brazo y apretó el gatillo.

Todos nos echamos al suelo. Salvo la abuela, nadie se movió. Ella se sentó apoyándose en los codos y se tomó un momento para recuperar el equilibrio.

– Sé lo que estáis pensando -dijo-. ¿Tendrá más balas este revólver? Bueno, con tanta confusión, se me ha olvidado cuántas había. Pero, como es un Magnum 45, el revólver más poderoso del mundo, y como con él puedo volaros la tapa de los sesos, tendréis que preguntaros también si es vuestro día de suerte. ¿Y bien?

– ¡Cristo! -susurró Spiro-. Se cree Clint Eastwood, la puñetera.

La abuela disparó y una bombilla voló en pedazos.

– ¡Caray! -exclamó-. Seguro que algo le pasa a esta mira.

Kenny corrió hacia las cajas para coger un arma, Spiro corrió escaleras arriba y yo me arrastré boca abajo, lenta y cuidadosamente, en dirección a la abuela.

Otro disparo. Esta vez la bala pasó rozando a Kenny, pero se incrustó en una caja. Al instante se una explosión y una bola de fuego subió hacia el techo del sótano.

Me levanté de un salto y bajé a la abuela de la bandeja.

Otra caja explotó. Las llamas chisporroteaban en el suelo y a lo largo de los ataúdes. No sabía qué demonios había estallado, pero me pareció que teníamos suerte de que no nos tocara ninguno de los fragmentos que volaban por el aire. El humo subió en espiral desde las cajas en llamas, oscureciendo la estancia.

Me escocían los ojos. Tiré de la abuela, la arrastré hacia la puerta trasera y la empujé en dirección al patio.

– ¿Estás bien? -le pregunté.

– Iba a matarme. Y a ti también.

– Sí.

La abuela se volvió y miró la casa.

– Es una suerte que no todos sean como Kenny. Es una suerte que algunos seres humanos sean decentes.

– Como nosotras.

– Sí, supongo que sí, pero yo estaba pensando en Harry el Sucio.

– Vaya discursito.

– Siempre quise pronunciarlo. Supongo que no hay mal que por bien no venga.

– ¿Puedes ir tú sola hasta el frente del edificio? ¿Puedes buscar a Morelli y decirle que estoy aquí?

La abuela se dirigió con paso vacilante hacia la entrada de coches.

– Si está allí, lo encontraré.

Cuando salimos pitando, Kenny se encontraba en el otro extremo del sótano. O bien había subido o bien aún seguía allí, arrastrándose e intentando llegar a la puerta trasera. Yo apostaba por esto último. Arriba había demasiada gente.

Me encontraba de pie a unos cinco metros de la puerta y no estaba segura de lo que haría si Kenny aparecía. No tenía pistola ni pulverizador de gas. Ni siquiera una linterna. Lo mejor sería que me largara y me olvidase de Kenny. La comisión no merecía la pena, me dije.

Pero ¿a quién quería engañar? No se trataba de dinero. Se trataba de la abuela.

Se produjo otra pequeña explosión y las llamas salieron por las ventanas de la cocina. En la calle la gente gritaba, y oí las sirenas a lo lejos. De la puerta del sótano surgió una columna de humo y revoloteó en torno a una forma humana. Una criatura horripilante, recortada contra el fuego. Kenny.

Se inclinó, tosió y abrió la boca en busca de aire. Sus manos colgaban a los costados. No me parecía que pudiera encontrar un arma. Qué suerte. Lo vi mirar a un lado y a otro y avanzar directamente hacia mí. El corazón casi se me salió del pecho, hasta que me di cuenta de que él no me veía. Me encontraba entre las sombras, cortándole el camino. Su intención era rodear el garaje y desaparecer en los callejones del barrio.

Avanzó furtivamente y en silencio, entre el rugido del fuego. Se hallaba a un metro y medio de mí cuando me vio. Se detuvo en seco, sobresaltado, y nuestras miradas se encontraron. Lo primero que pensé fue que huiría corriendo, pero en lugar de eso se arrojó sobre mí maldiciendo y ambos caímos, pateando y arañando. Le di un buen rodillazo y le metí un pulgar en un ojo.

Dejó escapar un grito, se apartó e intentó incorporarse. Tiré de su pie y volvió a caer, golpeándose las rodillas. Seguimos rodando en el suelo, pateando, arañando y maldiciendo.

Él era más grande y fuerte que yo, y probablemente estaba más chiflado. Aunque respecto de esto último hay quien piensa lo contrario. Pero yo contaba con la ventaja de mi furia. Kenny estaba desesperado, pero yo estaba cabreadísima.

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