– Cuesta conseguir buenos trabajadores -comentó Spiro-. A mí me ocurre lo mismo.
– Tengo un buen mecánico. Sandeman está cargado de manías, pero es muy bueno en su trabajo. Los demás van y vienen. Para poner gasolina o cambiar un neumático no hace falta ser ingeniero. Me iría bien encontrar a alguien que se encargara a tiempo completo del negocio.
Spiro charló de empalagosas naderías y al cabo de un rato nos marchamos.
– ¿Conoces a los tíos que trabajan aquí? -me preguntó.
– He hablado con Sandeman. Es un tipo muy desagradable y aficionado a las drogas. -¿Te llevas bien con él?
– Puede decirse que no somos amigos íntimos. Spiro miró mis zapatos. -Tal vez sea por eso que llevas puesto. Abrí bruscamente la puerta del coche. -¿Te apetece hacer más comentarios? ¿Algo sobre mi Buick?
Spiro se acomodó en el asiento. -¡Diablos! Ese Buick es una maravilla. Al menos sabes escoger coches.
Entré con Spiro en la funeraria. Todos los sistemas de seguridad parecían intactos. Echamos un vistazo a los dos fiambres y al parecer nadie había quitado partes del cuerpo. Le dije que regresaría para el turno de noche y le pedí que me llamara si me necesitaba antes. Me habría gustado quedarme para vigilarlo. Creía que seguiría la pista que le había dado y, ¿quién sabía a qué conclusiones llegaría? Pero lo más importante era que si Spiro iba de un lugar a otro, tal vez Kenny fuese con él. Por desgracia, el Buick delataba mi presencia. Si iba a seguir a Spiro, tendría que conseguir otro coche.
La media taza de café que bebí con el desayuno se abría paso por mis tripas, de modo que decidí regresar a casa de mis padres, donde podría usar el cuarto de baño, ducharme y pensar en el problema del coche. A las diez llevaría a la abuela Mazur al salón de belleza de Clara.
Cuando llegué a casa, mi padre se encontraba en el cuarto de baño y mi madre, en la cocina, cortando verduras para la sopa.
– Tengo que ir al lavabo, ¿crees que papá tardará mucho?
Puso los ojos en blanco.
– Quién sabe lo que hace allí. Se lleva el periódico y pasan horas antes de que salga.
Cogí un trozo de zanahoria y otro de apio para Rex y corrí escaleras arriba.
Llamé a la puerta del cuarto de baño.
– ¿Cuánto vas a tardar? -grité.
No hubo respuesta.
Llamé más fuerte.
– ¿Estás bien?
– ¡Cristo! -masculló mi padre-. En esta casa uno no puede ni cagar tranquilo…
Regresé a mi dormitorio. Mi madre había hecho la cama y doblado toda mi ropa. Me dije que resultaba agradable estar de vuelta en casa y que alguien me hiciera pequeños favores. Debía sentirme agradecida, disfrutar del lujo.
– Qué divertido, ¿verdad? -pregunté a un adormilado Rex-. No podemos visitar a la abuela y al abuelo todos los días.
Abrí la puerta de la jaula y le di su desayuno, pero me saltaba tanto el ojo que erré totalmente el blanco y, en vez de echar la zanahoria en la jaula, la dejé caer al suelo.
A las diez, mi padre aún no había salido del cuarto de baño y yo estaba dando saltitos en el pasillo.
– Apresúrate -le dije a la abuela Mazur-. Si no llego pronto a un lavabo voy a estallar.
– Clara tiene un lavabo muy bonito. Te dejará usarlo.
– Lo sé, lo sé. Muévete, ¿quieres?
La abuela llevaba su abrigo de lana azul y la cabeza envuelta en una bufanda de lana gris.
– Tendrás calor con ese abrigo -dije-. No hace mucho frío.
No tengo otro. Los demás están hechos jirones. He pensado que después del salón de belleza podríamos ir de compras. He recibido el cheque de la pensión.
– ¿Estás segura de que tu mano está en condiciones?
Alzó la mano y observó la venda.
– Por el momento está bien. El agujero no es muy grande. A decir verdad, ni siquiera sabía que era tan profundo hasta que llegué al hospital. Ocurrió muy rápido. Siempre pensé que sabía cuidarme a mí misma, pero ya no estoy tan segura. Ya no me muevo como antes. Me quedé allí como una estúpida y dejé que me clavara esa cosa en la mano.
– Estoy segura de que no podías hacer nada, abuela. Kenny es mucho más alto que tú, y no tenías con qué defenderte.
Un velo de lágrimas le nubló los ojos.
– Hizo que me sintiese como una vieja tonta.
Cuando salí del salón de belleza, Morelli estaba apoyado contra el Buick.
– ¿De quién fue la idea de hablar con Cubby Delio?
– De Spiro. Y no creo que se limite a Delio. Tiene que encontrar esas armas para quitarse a Kenny de encima.
– ¿Dijo algo interesante?
Le referí la conversación.
– Conozco a Bucky y a Biggy -afirmó Morelli-. No se mezclarían en algo así.
– Puede que nos equivocáramos con respecto al camión de la mueblería.
– No lo creo. A primera hora de la mañana fui a la gasolinera e hice unas fotos. Roberta está casi segura de que el camión que vio era ése.
– ¡Creí que ibas a seguirme! -exclamé-. ¿Qué pasaría si apareciese Kenny y me atacara con un picahielos?
– Te seguí parte del tiempo. De todos modos, a Kenny le gusta dormir por la mañana.
– ¡Ésa no es una excusa! ¡Como mínimo deberías haberme dicho que estaba sola!
– ¿Qué planes tienes?
– La abuela acabará en una hora, más o menos. Le prometí que la llevaría de compras. Y en algún momento tengo que ir a ver a Vinnie.
– ¿Va a darle el caso a otro?
– No. Llevaré a la abuela Mazur. Ella lo pondrá en su sitio.
– He estado pensando en Sandeman…
– Yo también he estado pensando en él. Al principio creí que estaba escondiendo a Kenny. Pero puede que sea lo contrario. Puede que él lo jodiera.
– ¿Crees que Moogey se conchabó con Sandeman?
Me encogí de hombros.
– Tiene sentido. Quienquiera que haya robado las armas, tenía conexiones.
– Dijiste que Sandeman no daba muestras de riqueza repentina.
– Creo que a Sandeman la riqueza se le va nariz arriba.
– Me siento mucho mejor ahora que tengo el cabello arreglado -dijo la abuela al subirse con dificultad al asiento del acompañante del Buick-. Hasta le he pedido que le diera unos reflejos. ¿Se nota la diferencia?
Ahora no era gris oscuro sino color albaricoque.
– Tira al rubio rojizo -comenté.
– Sí, eso es. Rubio rojizo. Siempre quise tenerlo de ese color.
La oficina de Vinnie se hallaba calle abajo. Aparqué junto al bordillo y arrastré a la abuela conmigo.
– Nunca he estado aquí. -La abuela lo observó todo atentamente-. ¡Qué impresionante!
– Vinnie está hablando por teléfono -me informó Connie-. Te atenderá en un minuto.
Lula se acercó.
– Así que usted es la abuela de Stephanie. Me han hablado mucho de usted.
Los ojos de la abuela brillaron.
– ¿Ah, sí? ¿Qué le han dicho?
– Para empezar, me han contado que alguien le clavó un picahielos.
La abuela tendió la mano vendada para que Lula observase.
– Fue esta mano, y casi me la atravesó.
Lula y Connie contemplaron la mano.
– Y eso no fue todo -continuó la abuela-. La otra noche Stephanie recibió un pene por correo expreso. Abrió la caja delante de mí. Lo vi todo. Estaba clavado sobre un trozo de poliuretano con un imperdible.
– No me lo creo -dijo Lula.
– Lo juro. Cortado como si fuese un pedazo de pollo y clavado con un imperdible. Me hizo pensar en mi marido.
Lula se inclinó hacia ella y susurró:
– ¿Se refiere al tamaño? ¿Era tan grande el pene de su marido?
– ¡Que va! Así de muerto estaba.
Vinnie asomó la cabeza por la puerta y se atragantó al ver a la abuela Mazur.
– ¡Caray!
– Acabo de recoger a la abuela en el salón de belleza -le dije-. Y vamos a ir de compras. Se me ocurrió que podía pasar por aquí para ver qué querías, dado que estaba tan cerca.
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