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Janet Evanovich: Qué Vida Ésta

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Janet Evanovich Qué Vida Ésta

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Es una verdad universa reconocida que si se tiene un trabajo de riesgo, lo mejor que se puede hacer es mantenerlo al margen de la vida privada. Sin embargo, ésta es una regla que la incombustible Stephanie Plum, la caza recompensas más patosa de la Costa este, parece incapaz de cumplir En esta nueva entrega de sus descacharrantes aventuras, cuando Stephanie emprenda la búsqueda de una madre y una hija desaparecidas, no sólo la perseguirán malos malísimos como el mafioso Eddie Abruzzi, sino que además tendrá que soportar los bienintencionados consejos de la abuela Mazur, arreglarle la vida a su hermana Valerie, aceptar con buena cara la ayuda entusiasta aunque poco eficaz de su amiga Lula, los hirientes comentarios de los policías de su pueblo, siempre dispuestos a pasar un buen rato con sus meteduras de pata… Y por si todo esto fuera poco aún tendrá que decidir entre abandonarse a la lujuria en brazos del apuesto y misterioso Ranger o reconciliarse con Joe Morelli su novio de toda la vida

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La puerta se abrió y Carol Nadich me miró desde el interior.

– ¡Stephanie! -dijo-. ¿Qué tal estás?

Carol y yo fuimos al instituto juntas. Cuando nos graduamos, consiguió un trabajo en la fábrica de botones y dos meses más tarde se casaba con Lenny Nadich. De vez en cuando nos encontramos en la carnicería de Giovichinni, pero, aparte de eso, hemos perdido el contacto.

– No sabía que vivías aquí -dije-. Venía a preguntar por Evelyn.

Carol levantó los ojos al cielo.

– Todo el mundo está buscando a Evelyn. Y, para serte sincera, espero que nadie la encuentre. Salvo tú, claro. No le desearía a nadie que le encontraran los otros capullos.

– ¿Qué otros capullos?

– Su ex marido y sus amigos. Y el casero, Abruzzi, y sus esbirros.

– ¿Evelyn y tú erais amigas?

– Tan amigas como era posible serlo de Evelyn. Nosotros vinimos a vivir aquí hace dos años, antes del divorcio. Se pasaba el día tomando pastillas y por las noches bebía hasta que perdía el sentido.

– ¿Qué clase de pastillas?

– Unas que le recetaba el médico. Para la depresión, creo. Comprensible, puesto que estaba casada con Soder. ¿Le conoces?

– No mucho.

Vi a Steven Soder por primera vez hace nueve años, en la boda de Evelyn, y me cayó mal de inmediato. En los breves contactos que pude mantener con él a lo largo de los años siguientes, no encontré nada que hiciera cambiar mi primera mala impresión.

– Es un hijo de puta manipulador. Y maltratador -dijo Carol.

– ¿Pegaba a Evelyn?

– Que yo sepa, no. Sólo la maltrataba psicológicamente. Le oía gritarle a todas horas. Le decía que era estúpida. Estaba un poco rellenita y él la llamaba «la vaca». Y un día, de repente, la dejó y se fue a vivir con otra mujer. Joanne no sé qué. Fue lo mejor que le pudo pasar a Evelyn.

– ¿Tú crees que Evelyn y Annie estarán bien?

– Por Dios, espero que sí. Las dos se merecen un respiro.

Dirigí la mirada a la puerta de Evelyn.

– Supongo que no tendrás la llave.

Carol negó con la cabeza.

– Evelyn no se fiaba de nadie. Estaba muy paranoica. Creo que ni siquiera su abuela tenía llave. Y no me dijo adonde se iba, en caso de que ésa fuera la siguiente pregunta. Un día simplemente cargó un puñado de bolsas en el coche y se largó.

Le di a Carol una de mis tarjetas y me dirigí a casa. Vivo en un apartamento de un edificio de ladrillo de tres plantas, a unos diez minutos del Burg… cinco si llego tarde a cenar y pillo bien los semáforos. El edificio se construyó en un momento en el que la energía era barata y la arquitectura estaba inspirada en la economía. Mi cuarto de baño es naranja y marrón, el frigorífico verde aguacate y las ventanas fueron fabricadas antes del Climalit. A mí me vale. El alquiler es razonable y los otros inquilinos no están mal. El inmueble está habitado mayoritariamente por ancianos de rentas modestas. Los ancianos son, por regla general, buena gente… siempre que no les dejes ponerse al volante de un coche.

Aparqué en el estacionamiento y entré por la puerta de doble acristalamiento que da paso a un pequeño vestíbulo. Me sentía rellena de pollo, patatas, salsa, pastel de chocolate y bizcocho de café de Mabel, así que me salté el ascensor y subí las escaleras en penitencia. Vale, sólo es un piso, pero por algo se empieza, ¿no?

Cuando abrí la puerta del apartamento, mi hámster, Rex, me estaba esperando. Rex vive dentro de una lata de sopa instalada en un acuario de cristal que tengo en la cocina. Dejó de correr en su rueda cuando encendí la luz y se me quedó mirando con los bigotes temblorosos. Me gusta pensar que con ello quiere decir «bienvenida a casa», pero seguramente es más «¿quién cono ha encendido la luz?». Le di una pasa y un pedacito de queso. Se metió la comida en los carrillos y desapareció dentro de la lata de sopa. Y hasta ahí llega la relación con mi compañero de piso.

Hubo un tiempo en que Rex compartía su condición de compañero de piso con un poli de Trenton llamado Joe Morelli. Morelli es dos años mayor que yo, quince centímetros más alto y tiene una pistola más grande que la mía. Empezó a mirar debajo de mi falda cuando yo tenía seis años y nunca ha conseguido librarse de esa fea costumbre. Últimamente hemos tenido algunas diferencias de opinión y, en la actualidad, el cepillo de dientes de Morelli no está en mi cuarto de baño. Desgraciadamente es mucho más difícil sacar a Morelli de mi corazón que de mi cuarto de baño. Aunque hago lo que puedo.

Saqué una cerveza del frigorífico y me tiré delante del televisor. Recorrí todas las cadenas buscando algo interesante, pero no encontré nada. Tenía la foto de Evelyn y Annie delante de mí. Estaban juntas, de pie, con aire de felicidad. Annie tenía el pelo rizado y rojizo, y la piel clara de las pelirrojas naturales. Evelyn llevaba el pelo castaño recogido hacia atrás. El maquillaje, clásico. Sonreía, pero no lo suficiente como para que se le marcaran los hoyuelos.

Una madre y su hija… y yo tenía que encontrarlas.

Cuando, a la mañana siguiente, entré en la oficina de fianzas, Connie Rosolli tenía un donut en una mano y una taza de café en la otra. Empujó la caja de donuts con el codo por encima de su mesa y el azúcar glaseado del que se iba a comer le cayó sobre las tetas.

– Cómete un donut -dijo-. Tienes pinta de necesitarlo.

Connie es la secretaria de dirección. Se encarga de los gastos menores y lo hace muy sensatamente, comprando donuts y carpetas de archivo, y financiando alguna excursión esporádica a Atlantic City para apostar. Eran las ocho y unos minutos y Connie estaba lista para empezar el día: los ojos delineados, las pestañas cubiertas de rímel, los labios pintados de rojo brillante y el pelo rizado formando un gran matojo alrededor de la cara. Yo, por el contrario, dejaba que el día me fuera ganando la partida. Llevaba el pelo recogido en una coleta desmadejada y mis ya habituales vaqueros, camiseta y botas. Aquella mañana me había parecido que acercarme el cepillo de rímel a los ojos podía resultar una maniobra peligrosa, así que iba con la cara lavada.

Tomé un donut y miré alrededor.

– ¿Dónde está Lula?

– Llega tarde. Ha estado llegando tarde toda la semana. Aunque tampoco es que importe mucho.

Contrataron a Lula para que se encargara del archivo, pero la verdad es que hace lo que le da la gana.

– Oye, que te he oído -dijo Lula entrando por la puerta-. ¿No estarás hablando de mí? Llego tarde porque estoy yendo a la escuela nocturna.

– Vas un día a la semana -dijo Connie.

– Sí, pero tengo que estudiar. No es nada fácil esa mierda. Además, no se puede decir que mi experiencia como puta me ayude especialmente. No creo que el examen final vaya a tratar de cómo hacer trabajitos manuales.

Lula es unos centímetros más baja que yo, y un montón de kilos más gorda. Se compra la ropa en el departamento de tallas pequeñas y luego se embute en ella como puede. En otras no resultaría bien, pero en Lula sí. Lula se embute en la vida.

– ¿Qué hay de nuevo? -dijo-. ¿Me he perdido algo?

Le entregué a Connie el recibo de la entrega de Paulson.

– Chicas, ¿alguna de vosotras sabe algo de fianzas de custodia infantil?

– Son relativamente recientes -dijo Connie-. Vinnie todavía no las gestiona. Son muy arriesgadas. Sebring es el único que las acepta en esta zona.

– Sebring -dijo Lula-. ¿No es el tío de las piernas estupendas? He oído decir que tiene unas piernas como las de Tina Turner -se miró las piernas-. Mis piernas son del color apropiado, sólo que tengo más cantidad.

– Las piernas de Sebring son blancas -dijo Connie-. Y creo que le van bien para correr detrás de las rubias.

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