– Vienen de los campos de arroz. Allá todo está inundado y en el verano se reproducen – Tikhon sacó la triste conclusión. – Como haremos con ellos?
Levantó la taza de hierro con té caliente. En el té ya nadaban algunos mosquitos, y en la superficie ya se apilonaban decenas de sus compañeros. A todos los atraía el líquido dulce y caliente, como si quisieran zambullirse allí. Y así, los tontos zancudos caían, uno tras otro, dentro de la taza y se quedaban ahí, sin importarles el desesperado pataleo.
– Esto ya no es té, es una sopa. – se quejó Zakolov y apartó la taza.
Cientos de zancudos zumbaban, en un tono agudo y antipático. De repente, Zakolov, a través de ese zumbido, escuchó una suave e insinuante voz:
– Hola, Tikhon. —
Zakolov se estremeció. Vlad y Stas, sentados enfrente, estaban concentrados, con sus tenedores, en la lata de conserva. Era evidente que ellos no habían escuchado nada.
A Tikhon le pareció que la voz vino de atrás, a su espalda. Cuidadosamente se volteó, pero no vio a nadie. La escuálida luz del bombillo sucio no iba muy lejos en esa noche negra. ¿Se lo habría imaginado?
– Bienvenido a la estepa – de nuevo se escuchó la desagradable voz.
Tikhon recordó las palabras del sargento acerca del brujo y le dio escalofrío. Pero esta vez los hermanos si escucharon y dejaron de masticar. Con las bocas abiertas, trataron de ver de dónde venía la voz.
CAPITULO 13
¿Dónde está Fedorchuk?
Bueno, ¿dónde se habrá metido Fedorchuk?, sentado en su oficina, ya estaba disgustado el mayor Petelin. El vicerrector del instituto había pedido que llevaran los estudiantes al koljoz, comprobar que allá, todo estuviera bien y, en general, hacerlo como todos los años. Fedorchuk hizo lo que tenía que hacer allá y al regreso, se fue a pasear? Ya son las diez y ni el sargento ni el carro están aquí. Y él sabe, coño, que hoy en la noche tienen que ir a cazar saigas 7 7 Nota del traductor: Saiga— Una especie de antílope de la estepa centro asiática.
. ¡Ya antes nos habíamos puesto de acuerdo! Y ya el mayor tenía su botella preparada, y no una blanca cualquiera, la propia coloreada, ¡“La Cazadora”! La que no se consigue, la que pica en la garganta, la que calienta en el frío y lo más importante, ¡mejor nombre no puede tener!
¿Nos echamos una copita ahorita?, pensó el cansado mayor. No, esta botella hay que dejarla para el comienzo de la caza. Cuando apenas sales a la estepa nocturna, abres cualquier vidrio del “UAZ”, cargas el arma, sientes las vigorizantes puntadas de la emoción, y es en ese momento que hay que echarse un palito, para calentarse y para tener suerte en la caza. Después prendes la luz alta, y adelante, a la estepa abierta, a perseguir los saigas.
Ahora hay bastantes. Acumularon grasa en el verano, preparándose para el invierno. En este momento su carne es más jugosa. Lo más importante es lo rápido que hay que encontrar la manada, mientras tienes el entusiasmo y el ánimo, que están a su máximo. Y cuando ves a los gordos antílopes de la estepa, aceleras la máquina y ¡a la persecución! Esos muérganos con cuernos, pueden correr a setenta kilómetros por hora, pero nuestro “UAZ” puede ir a cien. Y no les dura el aire para respirar. El hierro con gasolina es más fuerte que cualquier bestia.
¡Y aquí está el rifle! Ya cargado. Y me llevo las pistolas, por si acaso. Lástima que no tenemos una carabina y mucho menos un fusil automático, como los militares. Y con un automático, cuantos goles no marcaríamos ¡Sin mucho esfuerzo!
Pero con un automático no es interesante. Ves la manada, te paras en el medio de la estepa y le das para todos lados. Las balas son suficientes. Esto es una satisfacción, pero para tenienticos nuevos. ¡En el momento de la caza todo el gusto está en la persecución! Cuando ves, ante ti, como parpadean esos traseros grasientos a la luz de los faros. El carro lo tiras por los mogotes, los saigas saltan, y es necesario saber tener los saltarines en la mira y poner el proyectil en el blanco. No es lo mismo estar en la galería de tiro y darle a un blanco fijo.
Pero el mayor tiene una gran experiencia en esa caza. Habrá presas.
Petelin se imagina claramente, frente a sus ojos, las chispas de ese fuego emocionante, y en su garganta, el gusto de la bebida vigorizante en el aire fresco. Epa! ¿Qué voy a esperar? La “Rusa” blanca, que compramos esta mañana junto con la carne, se puede descorchar ahora.
Viktor Petrovich sacó de su maletín la botella de vodka, le quitó, con los dedos, la fácil tapa que tiene una “lengüita”, ya que en los últimos tiempos, la fábrica ha empezado a economizar en esas tapas. Se sirvió dos tercios de un vaso. Se contuvo: “Por ahora está bien”.
Lentamente, en varios tragos, bebió el agradable líquido. El policía metió la mano en el maletín y sacó, envuelto en periódico, un tomate grande, del tipo “Corazón de buey”. Mordió la jugosa pulpa roja y el mayor, con satisfacción, se dijo: al menos algo bueno crece en este infierno kazajo. Ni por el carrizo se dan los pepinos, no importa cuánto los riegues, las hojas se ponen amarillas y se caen. Y los frutos se doblan ya temprano. Pero los tomates parece que aman el sol. Mira que gordos salen, carnosos y enormes. Más de medio kilo llegan a pesar. Lástima que no se puede echarles sal.
Las patillas también crecen aquí, y los melones. El mayor recordó algo. Sería bueno mandar a Fedorchuk a un koljoz, para que traiga melones. Ahora ya maduraron, se pusieron amarillos, las cáscaras ya se cubrieron de venitas y ya se siente el aroma. Claro, no estamos en Uzbekistán y los melones no son de aquel tipo, no tan jugosos, pero son gratis y hasta un quintal se puede recoger.
¿Pero dónde está Fedorchuk con el carro? Ya empieza la noche y es el momento apropiado para salir a buscar esa carne tonta que está saltando en cuatro patas.
¿Cuántos saigas debemos cazar hoy? Cinco serían suficientes. Uno para mí, uno para Fedorchuk, un tercero para los muchachos de la comisaría. El cuarto, probablemente se lo doy al procurador. Claro, ellos podrían cazar los suyos, pero hay que mostrar cierto respeto, trabajamos juntos, tenemos un objetivo común. Hay que darles un macho, robusto, con cuernos largos.
Los militares aman esos cuernos que rompen cráneos, para ponerles barniz y ponerlos en cualquier placa de madera tallada. Entre los soldados hay bastantes que pueden hacerlo muy bien y los ponen bonitos. Y después esos oficiales se regalan, entre ellos, esas producciones de arte, fanfarroneando y bromeando. Viktor Petrovich tiene, por supuesto, de esos cuernos. Ahí, en la entrada de la oficina, tiene unos colgados. Es cómodo colgar la gorra ahí, inclusive lanzarla desde algunos metros.
Y la quinta pieza de la “compra”, se la llevamos a Kupchikha, Petelin pensó saboreándose. Esta kazaja Kupchikha, que vivaracha que es, vende vino y vodka tarde en la noche. Claro, todos los desvelados de la ciudad van para allá. No importa que quede a cuatro kilómetros, de todas maneras, van. ¿Y donde más puedes comprar? Los almacenes cierran a las ocho y los restaurantes a las once. Y en los almacenes no siempre hay vodka. Donde Kupchikha siempre hay, más cara, por supuesto. Eso es, la quinta saiga se la llevamos cuando volvamos en la mañana. Sería bueno que la saiguita sea joven, para que la carne sea más tierna. Y allá desayunamos. La diligente Kupchikha nos escogerá el filete más tierno y nos lo asará ahí mismo en el patio.
El mayor cerró los ojos y se imaginó un colorido acorde final en la suite de nombre “Caza de los saigas”. El olor de la carne sangrienta asada en un fuego vivo, en un aire matinal lleno de vida, multiplicador de un ya existente apetito de fiera, después de una noche movida, y con una buena vodkita.
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