Alexandra Marinina - El Sueño Robado

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Publicada en Rusia en 1995 y en España en 2000, la segunda de la saga Kaménskaya.
Una corta sinopsis de la novela sería aquella en la que se hable de las fantasías de Vica: alguien le roba sus sueños y luego los cuenta por la radio. Vica es una hermosa secretaria de una gran empresa privada de Moscú, cuyo trabajo nada tiene que ver con las labores de secretariado: servir café y licores a los socios extranjeros cuando visitan la ciudad y, si la situación lo requiere, presta otros servicios aún más alejados de su trabajo. Ella, por su cuenta, busca en sus ratos libres otros compañeros con los que compartir alcohol y sueños. Nadie se asombra cuando Vica aparece estrangulada y torturada a muchos kilómetros de Moscú. La policía entonces, empujada por la mafia, asegura que se trata de un caso más del alarmante alcoholismo que se extiende por toda Rusia. Pero Anastasia Kaménskaya se hace con la investigación del caso. Los sueños no es sólo lo que le robaban a Vica.
Historia de mafia, corrupción y engaños editoriales con raíces en el mundo soviético, cuando la corrupción no tenía freno y todo el mundo lo aceptaba en bien de la “Patria Grande”. Con la Perestroika todo ese mundo construido sobre la falsedad -y la primera falsedad es que nos decían que era un mundo comunista- se hunde disparándose la corrupción hasta límites insospechados.

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… Hacía un año… Natalia Yevguénievna le fue infiel a su marido por primera vez. Y no sólo le fue infiel sino que se había enamorado locamente, se había enamorado hasta el punto de abandonar, a veces, toda cautela.

Tarde o temprano tenía que ocurrir. Había llevado a su amigo al chalet, convencida como estaba de que el marido estaba haciendo guardia y el hijo dando clases en la Academia Superior de Policía. Cuando en el porche resonaron pasos y voces, Natalia se quedó de piedra. Su marido no debía enterarse de la existencia del amante, pues sería una catástrofe para todos. Cuando todavía estudiaban en la universidad, Natalia supo inculcarle la noción de que poseía unas dotes sexuales extraordinarias y, tocándole esta fibra, rápidamente convirtió a su compañero, primero en amante, luego en novio y, más tarde, en marido. En realidad, el hombre no tenía nada de qué presumir en este aspecto y, lo que era peor todavía, no sólo carecía de habilidad sino que tampoco quería aprender. Para qué, en efecto, iba a aprender nada si su mujer le aseguraba que todo le salía fenomenal y no podía estar mejor.

Al verse atrapada en las redes de su propia mentira, Natalia aguantaba con paciencia la ceremonia del débito conyugal, sin dejar de fingir entusiasmo y gozo, ya que tenía muy presente lo siguiente: cualquier cosa antes que la ruptura y el divorcio. No, no sería en absoluto admisible, el hombre sabía demasiado sobre la Oficina y le hacía demasiada falta a Arsén. En caso de conflicto tendría que ser eliminado.

Natalia Yevguénievna hizo acopio de su descomunal valor, se puso la bata y salió del dormitorio al vestíbulo. En el umbral estaban Oleg y una simpática señorita ataviada con un largo abrigo de piel y una bufanda color verde esmeralda, echada al desgaire sobre los hombros. El gesto de la señorita era indisimuladamente burlón. Natalia y su amigo habían venido en el coche de éste, y la circunstancia de que delante de la casa estuviera aparcado un coche extraño y una mujer de mediana edad hubiera salido del dormitorio sofocada, con la bata a medio abrochar y la cara descompuesta por el pánico no se prestaba más que a una interpretación. Obviamente, a la señorita le parecía divertida la idea de que esa mujer nada joven ni atractiva tuviese un encuentro amoroso al igual que los tenían los jóvenes, poseedores de cuerpos esbeltos y hermosos.

– Oleg, acompaña a la visita al salón, ofrécele algo de beber y ve al estudio de papá. Tenemos que hablar -dijo Natalia Yevguénievna con frialdad.

Se sentó en el hondo sillón del estudio del marido e intentó ordenar sus pensamientos. Costara lo que costara, tenía que poner a Oleg de su parte, prometerle todo cuanto le pidiera con tal de asegurar su silencio. Tal vez apañaría a toda prisa alguna milonga, aludiría a una misión que le había encomendado Arsén.

Oleg entró en el estudio y se paró en silencio delante de la mujer.

Durante unos breves instantes se quedaron mirándose sin decir palabra, pero ese lapso fue suficiente para que el joven comprendiera el estado de la madre y apreciara la situación. Se hincó de rodillas delante del sillón y le cogió la mano a Natalia.

– Madre, me alegro mucho por ti. ¡En estos años nunca te he visto tan guapa, con esta luz en los ojos! Eres una mujer extraordinaria pero ¿qué te ha dado la vida? Un marido aburrido, un trabajo tedioso, al pesado de mí. Nuestro papá es un hombre maravilloso, es bondadoso, honrado, tranquilo, pero tú necesitas, al menos de vez en cuando, distraerte, si no, esto sería un muermo. Palabra de honor, me encanta que hayas encontrado a un hombre que sepa valorarte a ti, tu inteligencia, tu belleza, tus grandes cualidades. Y puedes estar absolutamente segura de que mi padre no se va a enterar de nada. Es más, si en adelante puedo serte útil en algo, cuenta conmigo.

En este mundo no ha nacido aún una mujer que no ceda ante el halago. La cuestión está en la sutileza de tal halago. Un joven canalla estupendo. El sueño de una madre hecho realidad.

Un mes atrás:

– ¿Lo has consultado con Arsén?

– Sí. Ha dicho que tengo que ir de mediocre pero de mediocre fiable, serio. Negarme a pasar la práctica en la PCM sería estúpido, llamaría demasiado la atención. Pero hay que conseguir que el informe sobre mi práctica sea bueno y, sin embargo, que en su momento, dentro de seis meses, no quieran incluirme en la plantilla.

– ¿Por qué?

– El tío Arsén me necesita en el distrito Norte. Aunque haga prácticas en la PCM me destinarán al distrito Norte. Tiene sus planes.

– Bueno, el tío Arsén lo sabrá mejor…

Una semana atrás:

– Amansa el trote, hijo mío. No debes parecer demasiado listo. A juzgar por la información a la que hemos tenido acceso, Kaménskaya es más lista de lo que parece. Ándate con ojo, no sea que te destape.

– ¿Quieres decir que hay que bajar las revoluciones?

– Eso mismo.

– ¡A sus órdenes, mi general! Es increíble el olfato que tienes, mami…

Los disparos sonaron simultáneamente. Lártsev se desplomó, Oleg descendía deslizándose sobre la jamba hacia el suelo. Natalia Yevguénievna apenas tuvo tiempo de comprender lo que estaba ocurriendo cuando llamaron a la puerta. César reaccionó de inmediato, ladrando con rabia. El marido tenía las llaves, así que no podía ser él. No pensaba abrir a nadie más.

El timbre volvió a sonar, César ladró más fuerte, luego alguien aporreó la puerta, y se oyeron los gritos:

– ¡Abran, policía!

Unos segundos más tarde, los golpes se hicieron más fuertes, y Dajnó comprendió que la policía, que se presentaba como por arte de magia, estaba rompiendo la puerta. ¿Qué hacían allí? ¿Acaso Oleg…? ¿Se había equivocado, pinchó, despertó sospechas y vino a casa trayendo detrás el rabo que le habían colocado? ¡Oleg, hijo, cómo has podido!

Tenía ganas de aullar. Había visto la muerte demasiadas veces, como médica y como cazadora. Oleg estaba muerto, no le cabía duda. Oleg, su pupilo, quien con el tiempo se había convertido para ella en un hijo de verdad, al que había amado como se ama a un hijo, quien la había hecho vivir momentos tan intensos de felicidad y orgullo maternos que hasta resultaban insoportables, quien le dio la oportunidad de conocer el encanto especial de la amistad y el compañerismo entre la madre y el hijo. Esos años le habían proporcionado más alegrías que todos los anteriores de su vida. Ya nunca nadie sabría apoyarla en minutos de duda, consolarla en los de angustia, decirle en el momento oportuno las palabras necesarias con tanto tino como Oleg lo había hecho. Y aunque no hubiera sido verdad, aunque todo hubiera sido una interpretación ágil y habilidosa, lo importante era que ¡había sido, había sido! ¡Y había estado tan bien!…

Pero, además de Oleg, también existían su marido, ella misma y unos treinta años de vida por delante, que habría que pasar en condiciones normales, y no en el calabozo.

La puerta, destrozada, cayó con estrépito. Los ladridos de César se habían vuelto histéricos y broncos. Natalia Yevguénievna tenía ganas de gemir y llorar. Sintió un dolor punzante en el pecho y perdió el conocimiento.

A última hora del 30 de diciembre, Nastia comprobó con satisfacción que el juego que habían ideado ella y el Buñuelo había dado resultados. El hombre del barítono agradable llamaba cada poco, se disculpaba por no poder enviarle a Alexandr Diakov, le preguntaba si necesitaba alguna cosa más para llevar el asunto a su término y no planteaba exigencias de ningún tipo. El agudo oído de Nastia captaba en su voz una creciente tensión que, por lo demás, su interlocutor disimulaba con notable destreza. De momento, todo seguía el rumbo que ella había planeado: la espera se dilataba, por su parte había manifestaciones continuas de una disposición total a colaborar con el fin de salvar la vida, amenazada por el iracundo Lártsev.

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