Laura Rowland - El Tatuaje De La Concubina

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A punto de entregarse a los placeres y las comodidades de un matrimonio concertado con la joven y bella Reiko, Sano Ichiro es reclamado en el palacio imperial para descubrir al asesino de Harume, la concubina favorita del sogún, que ha sido envenenada mientras se hacía un tatuaje amoroso. Con la experiencia de sus veinte años de sosakan-sama -muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas-, Sano debe penetrar en el hermético y prohibido mundo de las mujeres del sogún para intentar desenmarañar la compleja trama de amantes y rivales de Harume, que se mueven como pez en el agua entre las intrigas y maquinaciones políticas del Japón feudal. Y como si la investigación no fuera de por sí complicada, Sano descubre con horror que su flamante esposa, supuestamente dulce y sumisa, es en realidad una aspirante a detective preclara y obstinada, con sorprendentes habilidades guerreras. Empeñada en ayudar a su marido, las chispas que surgen entre ambos hacen de su floreciente amor algo tan emocionante como el misterio que rodea la muerte de Harume.

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Su elegante belleza le inspiraba un anhelo imposible. Soltero a la avanzada edad de veintiún años, Hirata había aplazado el matrimonio con la esperanza de prosperar lo suficiente para desposar algún día a una dama distinguida que no tuviera que esclavizarse como su madre, llevando la casa y cuidando de la familia sin la ayuda de criados. Como vasallo mayor de Sano, había logrado su meta; su familia había recibido propuestas de clanes destacados que buscaban una relación más estrecha con la corte del sogún y le ofrecían a sus hijas como posibles esposas. Sano actuaría de mediador y concertaría un enlace. Pero, aun así, Hirata aplazaba su boda. Las damas de clase alta le hacían sentirse tosco, sucio e inferior, como si ninguno de sus logros valiera para nada; jamás sería lo bastante bueno para relacionarse con ellas, por no hablar de merecer a una como esposa.

Se detuvo en el exterior del Satsuma-za, un recinto grande al aire libre formado por paredes de madera erigidas en torno a un patio. Sobre la entrada, cinco flechas emplumadas -símbolo del teatro de marionetas- atravesaban una reja de la que pendían unas cortinas de color añil con el emblema del establecimiento. Las obras representadas se anunciaban en unas banderas verticales. Un criado sentado sobre una plataforma cobraba las entradas, mientras que otro vigilaba el acceso, una angosta hendidura horizontal en la pared que impedía que la concurrencia entrara sin pagar. Hirata decidió que no iba a dejar que la dama Ichiteru lo alterase como lo había hecho la madre del sogún. El envenenamiento -un crimen indirecto, retorcido- era el clásico método de las mujeres asesinas, y eso convertía a Ichiteru en la principal sospechosa del crimen.

– Una, por favor -le dijo al criado, y le tendió el dinero. Agachó la cabeza para pasar por la puerta y se encontró en el acceso al teatro. Había llegado en uno de los intermedios que jalonaban la serie de representaciones que ocupaban el día entero, y el espacio estaba atestado de parroquianos que compraban en los puestos de comida té, sake, pasteles de arroz, frutas y pepitas asadas de melón. Hirata dejó sus zapatos junto con otros muchos y se abrió paso entre la multitud, preguntándose cómo iba a dar con la dama Ichiteru, a la que no conocía.

– ¿Hirata-san?

Se volvió hacia el sonido de una voz femenina que lo llamaba por su nombre. Delante de él había una joven dama varios años menor que él. Ataviada con un quimono de seda rojo brillante con un estampado de parasoles azules y dorados, tenía una negra y lustrosa melena que le llegaba hasta los hombros, mejillas redondas y ojos brillantes y alegres. Hizo una reverencia y dijo:

– Soy Niu Midori. -Tenía la voz aguda, cantarina, infantil-. Sólo quería presentarle mis respetos a vuestro señor. -Una sonrisa curvó sus generosos labios encarnados y alumbró unos hoyuelos en sus mejillas-. En una ocasión me hizo un gran favor, y le estoy sinceramente agradecida.

– Sí, lo sé… Me lo contó. -Hirata le devolvió la sonrisa, cautivado por sus modales nada afectados, lo que no había esperado en una mujer de la condición social de Midori. Su padre era un «señor externo», un daimio cuyo clan había sido derrotado en la batalla de Sekigahara, y más tarde había jurado lealtad a la facción victoriosa de los Tokugawa. Los Niu, aunque despojados de su feudo ancestral y trasladados a la remota Kyushu, seguían siendo una de las familias más acaudaladas y poderosas de Japón. Pero Midori parecía tan sencilla como las chicas con las que Hirata se había relacionado. Sintiéndose de repente alegre e importante, hizo una reverencia y añadió-: Es un placer conoceros.

– El placer es mío. -La expresión de Midori se tiñó de nostalgia-. ¿Se encuentra bien el sosakan-sama?

Cuando quedó convencida de que Sano gozaba de perfecta salud, comentó:

– Así que ahora está casado. -Su suspiro le indicó a Hirata que Sano le gustaba y que en algún momento había albergado esperanzas de casarse con él. Después lo contempló con vivo interés-. He oído hablar mucho de vos. Erais policía, ¿verdad? ¡Qué emocionante!

Midori compró una bandeja de té y pasteles en un puesto de comidas.

– Permitidme que os ayude -se ofreció Hirata.

– Gracias. -Sonrió mostrando sus hoyuelos-. Debéis de ser muy valiente para ser detective.

– No tanto -dijo Hirata con modestia. Ocuparon un sitio vacío, y le relató algunas historias heroicas de su carrera policial.

– ¡Qué maravilla! -Midori batió palmas-. Y me han dicho que ayudasteis a capturar a una banda de contrabandistas de Nagasaki. Oh, cómo desearía haberlo visto.

– No fue nada -aseveró Hirata, crecido ante su franca admiración. Realmente era dulce y muy guapa-. Ahora investigo el asesinato de la dama Harume, y necesito hablar con la dama Ichiteru. También tengo algunas preguntas para vos -añadió, recordando las instrucciones de Sano.

– ¡Oh, bien! Os diré todo lo que pueda -sonrió Midori-. Venid a sentaros con nosotras. Podemos hablar hasta que empiece la obra.

Hirata la siguió hacia el interior del teatro, rebosante de confianza. Le había parecido tan fácil charlar con Midori; con la dama Ichiteru todo iba a salir a pedir de boca.

El suelo del soleado patio del teatro estaba cubierto de tatamis. Braseros de carbón caldeaban el aire. El público arrodillado charlaba en grupos. Enfrente, el escenario consistía en una larga valla de madera de la que colgaba una cortina negra para ocultar de la vista a los titiriteros, al cantor y a los músicos. Midori condujo a Hirata hasta los asientos preferentes situados delante del escenario, que estaban ocupados por una hilera de damas de ricos vestidos, con sus doncellas y sus guardias.

– La del extremo es la dama Ichiteru. -De repente Midori parecía tímida, vacilante-. Hirata-san, os ruego que me disculpéis si me estoy entrometiendo, pero… debo advertiros de que vayáis con mucho cuidado. No sé nada a ciencia cierta, pero yo…

Siguió balbuciendo, pero en aquel instante la dama Ichiteru se volvió y cruzó una mirada con Hirata.

Con su cara larga y afilada, su nariz alta y los ojos estrechos e inclinados, su belleza clásica parecía sacada de las antiguas pinturas de la corte, o de los folletos baratos que anunciaban a las cortesanas del barrio Yoshiwara del placer. Todo en ella reflejaba esa pasmosa combinación de refinamiento de clase alta y vulgar sensualidad. Llevaba pintados unos delicados labios rojos sobre una boca generosa y exuberante que el maquillaje blanco de la cara no alcanzaba a ocultar. Su peinado, recogido en ondas por los lados y suelto por detrás, era sencillo y austero, pero estaba sujeto por un elaborado ornamento de flores de seda y peinetas laqueadas al estilo de las prostitutas de alto nivel. Su quimono burdeos de brocado le caía por los hombros a la última moda provocativa, pero la piel de su largo cuello y sus hombros redondeados parecía pura, blanca, intacta por ningún hombre. La mirada de Ichiteru era a la par velada y ausente, ladina e inteligente.

A Hirata le temblaban las rodillas, y un calor embarazoso se extendía por todo su cuerpo. Avanzó hacia la dama Ichiteru como un sonámbulo. Apenas era consciente de que Midori estaba haciendo las presentaciones y explicando el motivo de su presencia. Todo lo que lo rodeaba se fundió en una sombra borrosa, mientras que sólo Ichiteru permanecía nítida y vívida. Jamás había sentido una atracción tan inmediata por una mujer.

La dama Ichiteru hablaba con el deje afectado y lánguido de las mujeres de alta cuna:

– Es un placer conoceros… Desde luego, os ayudaré con vuestras pesquisas en todo lo que esté en mi mano…

Su voz era un murmullo ronco que se infiltraba en el cerebro de Hirata como un humo oscuro y embriagador. Alzó un abanico de seda que ocultó la mitad inferior de su cara, y con una caída de párpados y una inclinación de cabeza, invitó a Hirata a que tomara asiento a su lado. Eso hizo él, dirigiendo una mirada ausente a Midori cuando ésta cogió la bandeja de té y empezó a repartir los refrescos entre el grupo, con cara de pena. Después se olvidó de ella por completo.

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