– Dos días. Lo bastante para que Chizuru oyera la queja de la dama Harume y se la notificase a mis superiores para que pudieran castigarme.
Y lo bastante para que el teniente Kushida se vengara de la mujer que lo había rechazado.
– ¿Habíais visto esto antes? -Sano sacó de su bolsa el bote de tinta, ya vacío y lavado, y se lo dio a Kushida.
– He oído que lo que la mató fue un frasco envenenado de tinta. ¿Así que es éste? -El teniente lo puso en la palma de la mano y agachó la cabeza para que Sano no pudiera ver su expresión. Con la punta del dedo recorrió los caracteres dorados del nombre de Harume. Después le devolvió el frasco con una mueca de impaciencia-. Ya sé lo que estáis pensando: que yo la maté. ¿No prestabais atención cuando os he contado lo que pasó entre nosotros? Me despreciaba. Jamás se hubiese tatuado por mí. Y no, no había visto nunca este frasco. -Y añadió con amargura-: Harume no tenía por costumbre enseñarme los regalos de sus amantes.
Sano se preguntaba si Kushida habría mentido sobre su relación con la concubina. ¿Qué pasaba si en realidad ella había acogido de buen grado sus insinuaciones y se habían convertido en amantes? A pesar de la desdeñosa referencia a él del diario, no resultaba imposible que la concubina, sola y aburrida, hubiese aceptado a un pretendiente poco agraciado si era la única diversión a su alcance. A lo mejor había accedido a tatuarse como prueba de su amor por Kushida, y era él quien le había llevado la tinta. Después, temiendo que los descubrieran y castigaran, ¿había tratado ella de romper con él? Al oponerse el teniente Kushida, Harume podría haberlo denunciado con la esperanza de salvarse. Pero Sano aún tenía previsto interrogar al señor de la provincia de Tosa, de quien él creía que Harume había escrito en su diario. Y el último comentario del teniente planteaba otro posible móvil.
– Entonces ¿sabíais que Harume tenía un amante? -preguntó.
– Sólo ahora doy por sentado que debía de tenerlo, por el modo en que murió. -Kushida se levantó y se apoyó en el antepecho de la galería de espaldas a Sano-. ¿Cómo iba a saberlo antes? No me hacía confidencias.
– Pero vos la observabais, la seguíais, espiabais sus conversaciones -dijo Sano, de pie junto a Kushida-. Podríais haber imaginado lo que pasaba. ¿Estabais celoso no sólo por que os rechazaba, sino porque tenía otro hombre? ¿Los visteis juntos al escoltarla fuera del castillo? ¿Envenenasteis la tinta que él le dio?
– ¡Yo no la maté! -Kushida agarró la lanza y la blandió con ademán amenazador-. No sabía lo de la tinta. Las reglas prohíben que los guardias entren en las habitaciones de las concubinas excepto en caso de emergencia, y nunca solos. -Blandiendo la lanza frente a la cara de Sano para hacer hincapié en sus palabras, Kushida añadió-: Yo no maté a Harume. La amaba. Jamás le habría hecho daño de verdad. Y aún ahora la amo. Si viviera, tal vez llegase a amarme algún día. No tenía motivos para desear su muerte.
– Excepto que su muerte dio como resultado que se retiraran los cargos contra vos y os readmitieran en vuestro puesto -le recordó Sano.
– ¿Creéis que eso me importa? -gritó Kushida, con la cara lívida de ira. Los transeúntes observaban con curiosidad-. ¿Qué más me da la posición, el dinero e incluso el honor ahora que no puedo tener a Harume?
Sano retrocedió mostrando las palmas de las manos.
– Calmaos -dijo, dándose cuenta de hasta qué peligroso extremo el amor, el sufrimiento y la ira habían desequilibrado el raciocinio del teniente.
– ¡Sin ella, mi vida ha terminado! -chilló-. Arrestadme, encerradme, ejecutadme si lo deseáis, no me importa. Pero, por última vez, ¡yo… no… maté… a… Harume!
Kushida profirió estas últimas palabras entre dientes, y su rostro adoptó la fiera expresión que mostrara durante la práctica de combate. Blandiendo la lanza, arremetió contra Sano, que la asió por el asta. Mientras pugnaban por el control del arma, el teniente escupía maldiciones.
– No, Kushida-san. ¡Deteneos! -Koemon y los otros maestros se precipitaron hacia la puerta. Aferraron al teniente, lo separaron de Sano y le arrebataron el arma. Entre aullidos y sacudidas, lo tumbaron en el suelo de la galería. Hicieron falta cinco hombres para inmovilizarlo. Los alumnos lo contemplaban consternados. Los transeúntes aplaudían y animaban. Kushida se vino abajo entre risas estruendosas e histéricas.
– Harume, Harume -aullaba, y sollozaba de forma incontrolable.
Un mensajero del castillo llegó a toda prisa a la academia. De un asta sujeta a su espalda ondeaba una bandera con el emblema de los Tokugawa. Hizo una reverencia ante Sano y le tendió un estuche laqueado para pergaminos.
– Mensaje para vos, sosakan-sama.
Sano abrió el estuche y leyó la carta que contenía, que había sido enviada a su casa aquella mañana y después llevado hasta allí. Era del doctor Ito; el cadáver de la dama Harume había llegado al depósito de Edo. Ito realizaría el reconocimiento cuando a Sano le resultara más conveniente.
– Asegúrate de que Kushida llegue a casa sano y salvo -le dijo a Koemon. Más adelante ordenaría al comandante de la guardia del castillo de Edo que retrasara la reincorporación del teniente: inocente o culpable, no se hallaba en condiciones para el servicio activo.
Después de una parada para ver a su madre, Sano cabalgó hacia el depósito de cadáveres mientras analizaba su entrevista con Kushida. Qué fácil habría sido que el resentimiento y los celos hubiesen convertido en odio el amor que el perturbado teniente sentía por Harume. Pero había un elemento que hablaba en favor de la inocencia del teniente. Por lo que Sano había observado, su genio se manifestaba en estallidos repentinos y violentos. La lanza era su arma preferida: si hubiera querido matar, ¿acaso no la habría usado? El asesinato de la dama Harume había requerido una previsión fría y retorcida. A su juicio, el envenenamiento parecía un crimen más propio de una mujer. Se preguntó cómo le iría a Hirata en la entrevista con la concubina enemistada con Harume, la dama Ichiteru.
El barrio Saru-waka-cho de los teatros estaba situado en las inmediaciones del distrito Ginza de Edo, que debía su nombre al edificio donde se acuñaban las monedas de plata de los Tokugawa. Vistosos carteles anunciaban las representaciones; de las ventanas abiertas de los pisos superiores de los teatros surgían música y vítores. En armazones erigidos como torres sobre los tejados, había hombres que tocaban el tambor para atraer al público. Gente de todas las edades y clases hacía cola delante de las taquillas; los salones de té y los restaurantes estaban llenos a rebosar de clientes. Hirata dejó su caballo en un establo público y siguió a pie entre la bulliciosa muchedumbre. Por orden de Sano, había enviado a un equipo de detectives a la búsqueda del mercader ambulante de drogas Choyei y otro, a registrar el Interior Grande en pos de veneno y otras pruebas. Al llegar a las dependencias de las mujeres para interrogar a la dama Ichiteru, lo habían informado de que ésta iba a pasar el día en el teatro de marionetas Satsuma-za. A medida que se acercaba al edificio, una creciente aprensión le aceleraba el pulso.
Había mentido al decirle a Sano que no pasaba nada, tratando de convencerse de que era capaz de manejar la entrevista con la dama Ichiteru. Las mujeres no siempre lo intimidaban, como había pasado la noche anterior con la dama Keisho-in y con Chizuru; le gustaban, y había disfrutado de muchos romances con doncellas e hijas de tenderos. Sin embargo, las damas de hombres poderosos despertaban en él un profundo sentimiento de incompetencia. Por lo común, Hirata se enorgullecía de sus orígenes humildes y de lo que había logrado pese a ellos. En valor, inteligencia y habilidad con las artes marciales, se sabía a la altura de muchos samuráis de alto rango; en consecuencia, podía vérselas con sus superiores varones sin perder el aplomo. Pero las mujeres…
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