En el exterior del palacio, Hirata preguntó:
– ¿Por qué se muestra tan amable el chambelán Yanagisawa? Debe de tramar algo. No pensaréis aceptar su ayuda, ¿verdad?
Sano se crispó ante la franqueza de su vasallo al tratar un asunto tan delicado. La cautela y los buenos deseos tiraban de él en distintas direcciones. Conocía a Yanagisawa y no se fiaba de él. ¡Pero qué fácil sería trabajar por una vez con la cooperación del chambelán!
– A lo mejor ha decidido convocar una tregua -dijo Sano mientras avanzaban por el jardín.
– Disculpad, pero no lo puedo creer. L a cautela se impuso.
– Ni yo -estuvo de acuerdo Sano-. Enviaré espías para que averigüen en qué anda metido. Ahora, si queremos ganar tiempo, será mejor que nos separemos para interrogar al teniente Kushida y a la dama Ichiteru. ¿Cuál prefieres?
Hirata adoptó una expresión meditabunda.
– Mi bisabuelo y el de Kushida combatieron juntos en la Batalla de Sekigahara. Nuestras familias aún se visitan el día de Año Nuevo. No me trato mucho con Kushida, me lleva catorce años, pero lo conozco desde que tengo uso de razón.
– Entonces será mejor que te encargues de la dama Ichiteru -dijo Sano-, para que tu falta de objetividad no perjudique la investigación.
Tras un instante de duda, Hirata asintió.
– ¿Hay algún problema? -preguntó Sano.
– No, por supuesto que no -respondió Hirata con rapidez-. Hablaré de inmediato con la dama Ichiteru.
Sano descartó sus recelos. Hirata jamás le había fallado.
– Una de las criadas de la dama es una chica llamada Midori -dijo Sano-. La conocí en mi primer caso de asesinato.
Midori, hija del daimio Niu de la provincia de Satsuma, le había ayudado a identificar al asesino de su hermana, acción que había ocasionado su destierro a un remoto convento. Sano había empleado sus influencias para llevarla de vuelta a Edo y conseguirle un puesto como dama de compañía en el castillo, una condición deseable para las chicas de familia distinguida. No había vuelto a ver a Midori, pero ella le había enviado una carta donde expresaba su deseo de compensarlo por su amabilidad.
Después de contarle la historia a Hirata, añadió:
– Asegúrate de hablar con ella y de decirle que trabajas para mí. A lo mejor te da alguna información de utilidad sobre los asuntos del Interior Grande.
Se separaron, Hirata de camino a las dependencias de las mujeres para ver a la dama Ichiteru y a Midori, y Sano en busca del teniente Kushida, el guardia de palacio que había amenazado con matar a la dama Harume.
Sano se abría paso a caballo por las callejuelas del barrio mercantil de Nihonbashi, entre casas de plebeyos y escaparates abiertos donde se vendía sake, aceite, cerámica, salsa de soja y otros productos. Los mercaderes regateaban con sus clientes. Peones, artesanos y amas de casa se agolpaban en las callejas patrulladas por soldados. Al otro lado de un puente que sorteaba un canal jalonado de sauces, Sano encontró una verdulería, una tienda de objetos de escritorio y varios puestos de comida. Los peatones lo saludaban amistosamente: por un azar no del todo sorprendente, su búsqueda del teniente Kushida lo había llevado a su propio territorio.
Cuando le había preguntado al comandante de la guardia de palacio por el paradero de Kushida, el hombre le había dicho: «El teniente ha sido rehabilitado en su puesto, pero no entra de servicio hasta mañana. Sin embargo, he oído que desde que lo suspendieron ronda por la Academia Sano de Artes Marciales.»
Se trataba de la escuela fundada por el difunto padre de Sano. Él mismo había dado clases en ella y había planeado dirigirla cuando su padre se jubilara, pero, al ingresar en el cuerpo de policía, su progenitor se la traspasó a un aprendiz. Aun así, Sano jamás había perdido su amor por el lugar donde aprendió el arte de la esgrima. Su madre, que no había querido trasladarse al castillo de Edo, todavía vivía en la casa contigua a la escuela. Al recibir el ascenso al cargo de sosakan-sama, se había gastado una parte de su abultado estipendio en renovar la academia. En aquel momento, al desmontar en el exterior de la larga y baja edificación, examinó con orgullo los resultados. El tejado combado y lleno de goteras había sido sustituido, y la fachada había recibido una mano de revoque. Un rótulo nuevo y más grande anunciaba el nombre de la academia. Su superficie también se había ampliado hasta ocupar dos casas vecinas. Sano entró. En el interior, hileras de samuráis ataviados con uniformes blancos de algodón blandían espadas, bastones y lanzas de madera en combates simulados. Gritos y pisadas resonaban en una estruendosa cacofonía, el ruido de fondo de la infancia de Sano. El familiar hedor a sudor y aceite para el pelo impregnaba el aire. El número de matriculados había pasado de un puñado a unos trescientos, y el de personal docente, de uno a veinte.
– ¡Sano-san! ¡Bienvenido! -Hacia él se acercaba Aoki Koemon, en su día compañero de juegos y aprendiz de su padre, en la actualidad propietario y primer sensei. Le hizo una reverencia y luego se dirigió ala clase-: ¡Atención! ¡Ha llegado nuestro patrón!
El combate cesó. En perfecto silencio, todos le hicieron una reverencia a Sano, que se sentía violento pero también gratificado. Su reputación le había dado renombre a la academia. Antes tan sólo estudiaban allí ronin y sirvientes de clase baja de clanes poco importantes. En la actualidad acudían los vasallos de Tokugawa y samuráis de las grandes familias daimio, con la esperanza de atraerse el favor de Sano y adquirir sus afamadas habilidades de combate en las clases que de vez en cuando impartía.
– Continuad donde lo habéis dejado -ordenó Sano, apenado de que su rango lo elevase por encima del lugar de su infancia, pero complacido de honrar el espíritu de su padre al compartir su éxito con la academia.
El ruido y el ajetreo se reanudaron.
– ¿Qué os trae hoy por aquí? -preguntó Koemon, un hombre bajo y fornido de rasgos amables.
– Busco a Kushida Matsutatsu.
Koemon señaló hacia el fondo de la habitación, donde un grupo de hombres recibía una lección de naginatajutsu -el arte de la lanza- impartida por un samurái bajo y delgado. Su arma de práctica, hecha de bambú, estaba rematada por un filo curvo de madera envuelto en algodón.
– Ese es Kushida -anunció Koemon-. Es uno de nuestros mejores alumnos, y a menudo hace de instructor.
Mientras Sano se aproximaba para hablarle, el teniente Kushida hacía una demostración de golpes a la clase. Aparentaba tener unos treinta y cinco años y llevaba unas sencillas vestiduras blancas de entrenamiento. Tenía la cara arrugada como la de un mono, y unos ojos que brillaban bajo una frente estrecha. La mandíbula prominente, los brazos y el torso largos y las piernas cortas acentuaban su apariencia simiesca. Parecía un pretendiente muy poco apropiado para una joven beldad como la dama Harume.
Kushida alineó a sus doce alumnos en dos hileras paralelas. Después se acuclilló, sosteniendo la lanza con las dos manos.
– ¡Atacad! -gritó.
Los jóvenes arremetieron contra él, lanzas en alto, entre aullidos que helaban la sangre. Empleada en un principio por los monjes guerreros, la naginata había sido adoptada unos quinientos años atrás por clanes militares como los Minamoto. Durante las guerras civiles de Japón hubo ejércitos dispersos de lanceros; hasta que las leyes de los Tokugawa habían restringido los duelos, bandas de entusiastas campaban por la tierra, entrenando con diferentes maestros y buscando oponentes. En aquel momento, cuando el teniente Kushida entró en acción, Sano cobró un nuevo aprecio por el poder de la naginata y respeto por el hombre que la empuñaba.
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