La sombra borrosa de Reiko se despojaba de la ropa y se peinaba. Era evidente que pensaba pasar la noche allí. A Sano le quemaban las entrañas de deseo. Un fiero afán de posesión inflamó su furia. A pesar de la pelea, era su esposa. Tenía derecho a exigir su presencia en el lecho nupcial. Aferró el picaporte…… y después dejó que su mano cayera, sacudiendo la cabeza a medida que la razón aplacaba a la lujuria furiosa. No podía sojuzgar a Reiko por medio de la fuerza bruta, porque no quería una pareja resentida que lo obedeciese tan sólo porque la sociedad estipulaba que la mujer debía someterse al hombre. Seguía anhelando una unión de amor mutuo. Había sido un día largo y difícil, probablemente no menos para Reiko que para él. Habían arrancado con un mal principio, pero al día siguiente empezarían de nuevo, tras una noche de descanso. Le mostraría todas las atenciones posibles. Ella se daría cuenta de que su sitio estaba en casa, no en una investigación de asesinato. Y entonces aprendería a amarlo como su marido y su superior.
Fue de mala gana a sus aposentos pero, enfrascado en recrear la discusión con Reiko y pensar en lo que tendría que haber dicho, se sentía demasiado tenso para dormir. Entre los pliegues de ropa tirada en el suelo estaba el diario que había encontrado en la habitación de la dama Harume. Lo recogió con un suspiro. No había nada como el trabajo para apartar el pensamiento de los problemas domésticos, y tal vez descubriera algo útil en el registro que la concubina asesinada había llevado de su vida y sus pensamientos íntimos. Se tumbó en el futón y se acercó la lámpara. Apoyado en el codo, abrió la cubierta malva y verde con estampado de tréboles del diario y pasó la primera página.
El texto estaba escrito con un trazo torpe y plagado de tachones. Como muchas mujeres, la dama Harume apenas había tenido estudios. Tal vez fuera mejor para ellas, pensó Sano, a la vista de cómo la educación superior de Reiko había dado alas a su espíritu rebelde. Sin embargo, a medida que Sano hojeaba el diario, despuntó el talento natural de Harume para la prosa descriptiva:
Entro en el Interior Grande. Los guardias me conducen por los pasillos como a una prisionera a su celda. Cientos de mujeres se paran a curiosear. Dejan de parlotear a mi paso y me miran: ¡cuánto desdén! Miran y miran, animales codiciosos y enjaulados que se preguntan si la llegada de la nueva significará menos comida para ellas. Pero sostengo la cabeza bien alta. Puede que sea pobre, pero soy más guapa que cualquiera de las que veo. Algún día no muy lejano seré la concubina favorita del sogún. Y nadie más se atreverá a menospreciarme.
Ninguna de las entradas llevaba fecha, pero aquélla, la primera, debía datar de poco después de Año Nuevo, hacía ocho meses, cuando Harume llegó al castillo de Edo. Sano leyó por encima los pasajes que describían las rutinas y los enojos del Interior Grande, los diversos entretenimientos de Harume y sus visitas cada vez más frecuentes a los aposentos del sogún.
Este sitio está tan abarrotado que tenemos que hacer turnos para comer y bañarnos. Dondequiera que vaya hay siempre alguien que topa conmigo, siempre alguien en el excusado cuando tengo que ir, las narices de alguien en mis asuntos, el hedor de alguien en mi nariz. El agua del baño siempre está sucia cuando me toca, y el ruido nunca cesa, ni siquiera por las noches, porque siempre hay alguien que habla, ronca, tose o llora. Pero, aunque anhelo estar a solas, muero de soledad. Las otras me tratan como a una extraña, y a mí tampoco me caen bien. Y no hay nada que hacer excepto lo de siempre. Cada día es igual al anterior, y no nos dejan salir lo bastante a menudo.
Ayer hizo mucho calor, y los truenos bramaban como dragones furiosos. Nos fuimos de merienda a las colinas. Me puse mi quimono verde con estampado de hojas de sauce. Bebimos sake y nos lo pasamos muy bien hasta que de golpe, ¡un chaparrón! Gritamos y corrimos a los palanquines mientras las sirvientas correteaban para recoger las provisiones. ¡Qué diversión ver a todas aquellas altivas concubinas mayores empapadas y cloqueando como gallinas mojadas!, sobre todo después de que se burlaran de mis modales rústicos.
La noche pasada me volvió a recibir su excelencia. Me puse mi quimono de satén rojo con los caracteres de la suerte estampados para poder darle un hijo y ser rica y feliz durante el resto de mi vida, como la dama Keisho-in.
Como Sano había esperado, el diario íntimo de Harume se parecía a los que antaño escribieran las damas de la corte imperial, que habían dado testimonio de las trivialidades de la vida más que de los sucesos históricos de importancia. Sobre ocasiones tan sonadas como la última, Harume no daba detalles: hasta las jovencitas candorosas sabían que cualquier observación descuidada sobre el sogún podía acarrear una severa censura, la destitución e incluso la muerte. Harume también debía de haber temido que alguna compañera fisgona leyese su diario y se vengase de la desfavorable descripción que en él hacía. La dama Ichiteru y el teniente Kushida sólo aparecían a la mitad de una larga lista titulada «Cosas que me desagradan de la vida en el castillo de Edo»:
39. Que me pongan el arroz duro del fondo de la olla porque las concubinas mayores se quedan con la mejor comida.
40. Ichiteru, que se cree mejor que nadie sólo porque es prima del emperador.
41. Los reconocimientos médicos mensuales y las manos frías del doctor Kitano en mis partes íntimas.
42. El teniente Kushida, un incordio espantoso.
En pasajes posteriores no había constancia de enemistades o disputas que pudieran haber llevado a su asesinato. Sano empezaba a amodorrarse. Pasó a la última página.
Ayer fuimos de peregrinaje al templo de Kannon. Me encanta el barrio de Asakusa porque hay tanto ajetreo en las calles que los guardias y las sirvientas de palacio no pueden vigilarnos muy de cerca. Podemos escabullirnos de ellos y pasear por el mercado, comprar comida y recuerdos en los puestos, que nos lean la buenaventura, observar a los peregrinos, los sacerdotes, los niños y las palomas sagradas: ¡libertad!
Corro entre los tenderetes hacia la posada. Como de costumbre, ya hay una habitación reservada para mí, de modo que me deslizo entre el pinar y los matorrales de bambú que la rodean como un bosquecillo.
Mi habitación está en el pabellón del fondo, muy discreta. Entro, cierro la puerta y espero. Al poco oigo el crujido de unos pasos en el sendero de grava. Se detienen en el exterior de mi habitación…
Sano ya estaba totalmente despierto y despabilado. Así que la dama Harume había aprovechado su libertad para tener citas secretas.
… y veo su sombra alta y delgada en la ventana de papel. Hay un agujero en el lienzo, y aparece su ojo. Pero no dice nada, y yo tampoco. Fingiendo que estoy a solas, me quito poco a poco la capa. Me desanudo la faja y dejo que mis quimonos exteriores e interiores caigan al suelo, de cara a la ventana para que me vea, pero sin cruzar la mirada con él en ningún momento.
Su sombra se agita. Desnuda, me paso las manos por los pechos, suspirando y humedeciéndome los labios. Sus prendas se separan con un frufrú y se afloja el taparrabos. Me tumbo en los colchones del suelo. Abro las piernas y mi femineidad queda expuesta a su mirada. Me acaricio con los dedos. Cada vez más rápido, gimiendo, arqueando la espalda, zarandeando la cabeza con un placer que en realidad no siento. Jadea y gruñe. Cuando finalmente grito, él también lo hace, un sonido feo, como el de un animal moribundo.
Después me quedo quieta, con los ojos entrecerrados. Veo que su sombra se aleja de la ventana y desaparece. Cuando estoy segura de que se ha ido, me visto con rapidez y corro de vuelta al mercado, antes de que las sirvientas de palacio descubran que no estoy con el resto de las chicas. Por lo que he hecho, podrían darme una paliza, destituirme o incluso matarme. Pero él es muy rico y poderoso. Pronto saldrá para Shikoku, y no volveremos a vernos en al menos ocho meses. Tengo que sacarle lo que pueda ahora, a toda costa.
Читать дальше