Laura Rowland - El Tatuaje De La Concubina

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A punto de entregarse a los placeres y las comodidades de un matrimonio concertado con la joven y bella Reiko, Sano Ichiro es reclamado en el palacio imperial para descubrir al asesino de Harume, la concubina favorita del sogún, que ha sido envenenada mientras se hacía un tatuaje amoroso. Con la experiencia de sus veinte años de sosakan-sama -muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas-, Sano debe penetrar en el hermético y prohibido mundo de las mujeres del sogún para intentar desenmarañar la compleja trama de amantes y rivales de Harume, que se mueven como pez en el agua entre las intrigas y maquinaciones políticas del Japón feudal. Y como si la investigación no fuera de por sí complicada, Sano descubre con horror que su flamante esposa, supuestamente dulce y sumisa, es en realidad una aspirante a detective preclara y obstinada, con sorprendentes habilidades guerreras. Empeñada en ayudar a su marido, las chispas que surgen entre ambos hacen de su floreciente amor algo tan emocionante como el misterio que rodea la muerte de Harume.

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– Yo… yo quisiera saber… -balbució, tratando de poner sus ideas en orden. El perfume de la dama Ichiteru lo envolvía en el poderoso y agridulce aroma de las flores exóticas. A su pesar, Hirata era consciente de su cortísimo pelo, el disfraz que le había salvado la vida en Nagasaki y que le confería más aspecto de campesino que de samurái-. ¿Cuál era vuestra relación con la dama Harume?

– Harume era una chiquilla pizpireta… -Ichiteru se encogió de hombros con delicadeza, y su quimono resbaló un poco más, revelando el nacimiento de sus pechos generosos. Hirata, devolviendo la mirada a su cara con un esfuerzo sobrehumano, notó que empezaba a tener una erección-, pero era una vulgar campesina. Para nada se trataba de una persona con la que un miembro de la familia imperial…, como es mi caso…, pudiera tener el menor interés en relacionarse.

Ichiteru resopló con altivo desdén. Entre una neblina de deseo, Hirata recordó la declaración de Chizuru.

– Pero ¿no os sentisteis celosa cuando Harume llegó al castillo y… y… su excelencia le otorgó vuestro sitio en su, esto, alcoba?

No bien había dicho la última palabra, sintió deseos de tragársela. ¿Por qué no había dicho «afecto», o algún otro eufemismo cortés para describir las relaciones de la dama Ichiteru con el sogún? Mortificado por su falta de tacto, Hirata lamentaba que su experiencia policial no hubiese incluido nada que lo preparase para tratar asuntos íntimos con mujeres de clase alta. ¡Tendría que haber dejado que fuese Sano el que interrogase a la dama Ichiteru! Contra su propia voluntad, se imaginó una escena en los aposentos privados de Tokugawa Tsunayoshi: la dama Ichiteru en el futón, desvistiéndose, y en lugar del sogún, el propio Hirata. La excitación le enardecía la sangre.

Una sonrisa juguetona asomó a los labios de la concubina; ¿sabría lo que Hirata pensaba? Con ojos mansamente bajos, dijo:

– ¿Qué derecho tengo yo…, una simple mujer…, a opinar sobre la compañía elegida por mi señor? Y de no haberme sucedido Harume, habría sido alguna otra. -Una sombra de emoción surcó sus rasgos serenos-. Tengo veintinueve años.

– Ya comprendo. -Hirata recordó que las concubinas se retiraban pasada esa edad, para casarse, convertirse en funcionarias de palacio o regresar con sus familias. Así que Ichiteru le llevaba ocho años. De pronto las castas jovencitas a las que había sopesado como posibles esposas le parecían sosas, carentes de atractivo-. Bien, pues, esto… -dijo, intentando encontrar la línea de interrogatorio que había emprendido.

Una doncella le pasó a la dama Ichiteru un plato de cerezas secas. Cogió una y le dijo a Hirata:

– ¿Compartiréis nuestro refrigerio?

– Sí, gracias. -Agradecido por la distracción, se llevó una cereza a la boca.

Ichiteru frunció los labios y los abrió. Lentamente insertó la fruta, empujándola con la punta de un dedo. Hirata se tragó la cereza entera sin querer. Había visto a bastantes mujeres comer de aquella forma, con cuidado de que la comida no les tocase los labios y borrara el carmín. Pero, en el caso de la dama Ichiteru, parecía el colmo del erotismo. Sus dedos largos y suaves parecían diseñados para coger, acariciar, introducirse en orificios corporales… Avergonzado por sus pensamientos, dijo:

– Nos han llegado informes de que no os entendíais con la dama Harume.

– El castillo de Edo está lleno de chismosas que no tienen nada mejor que hacer que criticar a los demás -murmuró. Volvió la cara y extrajo primorosamente el hueso de la boca.

La mano de Hirata se estiró por voluntad propia. Ichiteru depositó el hueso en su palma. Estaba caliente y húmeda de su saliva. Contempló a la concubina con impotente lujuria hasta que sonó el insistente y ruidoso claqueteo de las castañuelas de madera. Levantó la vista y comprobó que el público había llenado el teatro; la obra estaba a punto de empezar. Un hombre vestido de negro se situó delante del escenario.

– El Satsuma-za les da la bienvenida al estreno de Tragedia en Shimonoseki , basada en una historia real sucedida hace poco tiempo. -Recitó los nombres del cantor, los titiriteros y los músicos, y después gritó-: Tozai! -«Escuchad.»

De detrás del cortinaje surgió una melancólica melodía de samisén. Por encima, apareció un telón de fondo con un jardín pintado. La voz incorpórea del cantor emitió una serie de lamentos y entonó:

– En el quinto mes del año dos de Genroku, en la ciudad provincial de Shimonoseki, la bella y ciega Okiku espera el regreso de su marido, un samurái que está en Edo al servicio de su señor. Su hermana Ofuji la consuela.

El público prorrumpió en vítores cuando entraron en escena dos marionetas femeninas con cabezas de madera pintada, largo pelo negro y brillantes quimonos de seda. Una tenía una bonita cara de pena; sus ojos estaban cerrados para indicar la ceguera de Okiku. Mientras la figura simulaba sollozar, la voz del cantor adoptó un falsete femenino:

– Oh, cómo echo de menos a mi querido Jimbei. Hace tanto que se fue; moriré de soledad.

Su hermana Ofuji era fea y tenía el entrecejo fruncido.

– Tienes suerte de tener un hombre tan bueno -dijo el cantor en tono más grave-. Laméntate por mí, que no tengo marido. -Después, informó al público-. En su ceguera, Okiku no ve que Ofuji está enamorada de Jimbei y que su hermana envidia su buena fortuna y la quiere mal.

Okiku entonó una triste canción de amor, acompañada del samisén, una flauta y un tambor. El público se agitó, expectante; se alzó un sonoro murmullo de conversaciones: el silencio durante las representaciones no era uno de los hábitos de los aficionados al teatro de Edo. Hirata, con el hueso de cereza aún aferrado en la mano, obligó a sus pensamientos a volver a la investigación.

– ¿Sabíais que la dama Harume iba a tatuarse? -preguntó.

– Mi relación con Harume no era lo bastante estrecha para dar lugar a confidencias. -Desde detrás de su abanico, Ichiteru honró a Hirata con una mirada que le pasó por encima como un hálito cálido-. Me han llegado unos rumores asombrosos… Decidme, si me permitís el atrevimiento… ¿En qué parte de su persona estaba el tatuaje?

Hirata tragó saliva.

– Estaba en su, esto… -titubeó. ¿De verdad desconocía la ubicación del tatuaje? ¿Era inocente?-. Estaba, eh…

Un ligerísimo asomo de regocijo curvó los labios de la dama Ichiteru.

– Encima de la entrepierna -masculló Hirata. La vergüenza lo inundó como una marea de agua hirviendo. ¿Lo había manipulado Ichiteru deliberadamente para que recurriera a un término tan grosero? Era tan provocativa y elegante a la vez… ¿Cómo iba a lograr finalizar la entrevista? Desconsolado, Hirata fijó la mirada en el escenario.

La canción de Okiku había terminado. Un bello y taimado samurái de madera entró furtivamente en escena.

– El hermano pequeño de Jimbei, Bannojo, está enamorado en secreto de Okiku y la quiere para él -narró el cantor. Bannojo hizo señas a Ofuji. A escondidas de la ciega Okiku, la pareja conspiraba; la celosa Ofuji accedió a dejar entrar en la casa al codicioso Bannojo aquella noche. La música dio un giro discordante, y murmullos de inquietud recorrieron al público. Hirata se aferró a los jirones de su integridad profesional.

– ¿Habíais estado en la habitación de la dama Harume antes de su muerte? -preguntó.

– Resultaría degradante entrar en la habitación de una simple campesina. Eso… -la mirada encubierta de Ichiteru adquirió un velo de insinuación- no se hace.

Si no había entrado en la habitación de Harume, ¿significaba que no había tenido oportunidad de envenenar la tinta? A pesar de su adiestramiento policial, Hirata era incapaz de pensar con discernimiento o de seguir la lógica del interrogatorio, porque el comentario de la dama Ichiteru lo había herido en el corazón de su inseguridad. Se sentía vulgar en su presencia; parecía que lo rechazaba, como había hecho con Harume, como si fuera indigno de que lo tuviera en cuenta. La humillación agudizó su deseo.

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