– Mitchell, te aseguro que estaba asquerosa. En su interior empezaron a crecer… bueno, cosas. -Se estremeció-. Crecieron cosas repugnantes e incalificables.
Mia apoyó el paraguas en el escritorio, se quitó la chaqueta húmeda y se mordió el labio para soportar la punzada que notó mientras se acomodaba la cartuchera.
– Es el moho de toda la vida. Nunca le ha hecho daño a nadie.
La detective se quitó el gastado sombrero de fieltro e hizo una mueca. No era de extrañar que el hombre que le había hablado en la entrada la hubiese confundido con un indigente, ya que tanto la chaqueta de cuero como el sombrero parecían proceder de un baúl del Ejército de Salvación. Por otro lado, ¿qué le importaba la opinión de ese tío? «Tienes que dejar de preocuparte por lo que la gente piensa». Suspiró casi en silencio. Se dijo que, ya que estaba, también podía dejar de respirar.
Volcó su decepción en su escritorio impecable.
– ¡Mierda, así no puedo trabajar! -Derribó deliberadamente la pila de carpetas y reacomodó los objetos al azar-. Ya está. Stacy puede darse por muerta si ha tocado mis galletas. -El paquete para situaciones de emergencia estaba intacto-. Seguirá viva.
– Estoy seguro de que Stacy no ha dejado de temblar de la cabeza a los pies -comentó Murphy secamente y reparó en el paraguas-. ¿Desde cuándo acarreas ese trasto?
– No es mío. Tengo que encontrar al dueño y devolvérselo. -Mia tomó asiento y dirigió la mirada hacia el escritorio adosado al de Murphy, que estaba vacío-. ¿Dónde está tu compañero?
Aidan, el hermano de Abe, era el compañero de Murphy. Mia se abstuvo de mirarlo para no ver la censura que estaba segura que transmitiría su mirada.
– En el depósito de cadáveres. Anoche intervinimos en un homicidio doble. Como ganó a cara o cruz, a mí me toca hablar con la familia. -Murphy entornó repentinamente los ojos-. Tienes compañía.
Mia se volvió y reprimió un gemido porque el hombro le dolió. En un abrir y cerrar de ojos se olvidó del hombro. Con una actitud que aterrorizaría a la mayoría de los asesinos en serie, la ayudante del fiscal del estado cruzó la sala. Era la esposa de Abe. La culpa había logrado que Mia evitase a la familia de su compañero durante dos semanas. Había llegado la hora de plantarle cara a la situación. Se incorporó sin tenerlas todas consigo y se dispuso a asumir lo que le esperaba.
– Hola, Kristen.
Kristen Reagan enarcó las cejas y apretó los labios.
– Después de todo estás viva.
La mujer tenía todo el derecho del mundo a encolerizarse. Kristen se habría convertido en viuda si la bala que había alcanzado a Abe en el abdomen hubiese penetrado tres centímetros más abajo. Mia se preparó para lo peor y murmuró:
– Suéltalo.
Kristen permaneció en silencio y la observó de tal forma que Mia se amedrentó y evocó recuerdos de monjas con el ceño fruncido y escozor en las palmas de las manos, lo que estuvo a punto de hacerle retorcerse. Al final Kristen suspiró y musitó:
– ¡Qué tonta eres! ¿Qué pensabas que iba a decir?
Mia se enderezó al oír el tono afable. Habría preferido las palabras severas que se merecía.
– No presté atención y Abe pagó el precio.
– Abe dice que os tendieron una emboscada. Al principio tampoco los vio.
– Yo tenía otro ángulo, tendría que haberlos visto. Estaba… -Recordó que estaba preocupada-. No presté atención -repitió con rigidez-. Lo siento mucho.
Los ojos de Kristen relampaguearon.
– ¿Crees que Abe te echa la culpa? ¿Crees que yo te responsabilizo?
– Deberíais hacerlo. Yo lo haría. -Se encogió de hombros-. Yo me culpo.
– En ese caso eres tonta -espetó Kristen-. Mia, estábamos muy preocupados. Desapareciste después de que os cosieran a tiros. Miramos hasta debajo de las piedras y no te encontramos. Supusimos que te habían herido o matado. Abe se ha vuelto loco de preocupación… mientras tú estabas en algún sitio, enfurruñada y compadeciéndote de ti misma.
Mia parpadeó.
– Lo lamento. No pretendía… -Cerró los ojos-. ¡Mierda!
– No pretendías que nos preocupásemos. -La voz de Kristen sonó monocorde-. Pero nos preocupamos. Ni Spinnelli sabía dónde estabas hasta que la semana pasada telefoneaste para decir que hoy volvías a trabajar. Fui seis veces a tu casa.
Mia abrió los ojos y recordó tres de esas ocasiones.
– Ya lo sé.
Kristen abrió desmesuradamente los ojos.
– ¿Lo sabes? ¿Estabas en casa?
– Más o menos, sí.
Recordó que había permanecido a oscuras, enfurruñada y compadeciéndose de sí misma.
Kristen arrugó el entrecejo.
– ¿Has dicho más o menos? ¿Me puedes decir qué demonios significa eso?
En la sala se había impuesto el silencio y todo el mundo las observaba.
– ¿Puedes bajar la voz?
– No, no puedo. He pasado dos semanas junto a Abe mientras esperaba tus noticias. Entre los goteos de morfina y las intervenciones quirúrgicas, cuando estaba lúcido le preocupaba que hubieses perseguido por tu cuenta a Getts y estuvieras muerta en un callejón. Por lo tanto, me queda poca paciencia, solidaridad y discreción, así que ya está todo dicho. -Kristen se irguió con las mejillas encendidas-. Será mejor que cuando termine tu jornada aparezcas por el hospital y le expliques qué significa «más o menos». Se lo debes. -Dio dos pasos, se detuvo, se volvió lentamente y sus ojos ya no echaban chispas, sino que estaban cargados de pesar-. Maldita sea, Mia. Le heriste en lo más vivo. Cuando se enteró de que estabas bien y de que no habías ido a visitarlo se sintió muy dolido.
Mia tragó saliva con dificultad.
– Lo siento.
Kristen apretó los dientes.
– Más te vale. Abe se preocupa por ti.
Mia clavó la mirada en el escritorio.
– Iré al hospital en cuanto acabe mi turno.
– No falles. -Kristen hizo una pausa y carraspeó-. Mia, haz el favor de mirarme.
La detective levantó la cabeza. La ira había desaparecido y ahora imperaba la preocupación.
– ¿Qué pasa?
Kristen habló en tono susurrante:
– Con lo que le ha sucedido a tu padre y lo demás, las últimas semanas lo has pasado mal. Todos cometemos errores. Eres humana. Sigues siendo la compañera que quiero que cubra las espaldas de mi marido.
Mia esperó a que Kristen se marchara para tomar asiento. Todos suponían que estaba alterada por la muerte de su padre. Ojalá fuera tan sencillo.
– ¡Mierda!
– Estás blanca como el papel -intervino Murphy en tono afable-. Tendrías que haberte tomado unos días más.
– Por lo visto, tendría que haber hecho un montón de cosas -espetó y volvió a cerrar los ojos-. ¿Has visto a Abe?
– Sí. La primera semana estuvo muy grave. Aidan dice que mañana o pasado mañana le dan el alta, de modo que, a menos que quieras que te recrimine que no fuiste a visitarlo, lo mejor es que vayas esta noche. Mia, ¿en qué demonios estabas pensando?
Mia observó su reluciente taza de café.
– En que la fastidié y en que, por segunda vez, mi compañero había estado a punto de morir. -Murphy guardó silencio y Mia levantó la cabeza con actitud irónica-. ¿No piensas decirme que la culpa es mía? ¿Que soy la culpable tanto de este episodio como del anterior?
Murphy sacó un trozo de zanahoria de la bolsa de plástico que tenía sobre el escritorio.
– ¿De qué serviría?
Mia ojeó la pila de zanahorias uniformemente cortadas mientras Murphy le hincaba el diente a la que había cogido.
– ¿De nuevo intentas dejarlo?
Murphy no se dejó engañar y la contempló durante varios segundos.
– Dos semanas, aunque no es que esté contando los días.
– Me alegro por ti. -Mia se puso en pie y las piernas volvieron a sostenerla-. Tengo que decirle a Spinnelli que he vuelto.
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