Karen Rose - Cuenta hasta diez

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Tras ser abandonados por su madre, un chico y su hermano pequeño terminan en la red estatal de hogares de acogida. Sin embargo, quienes a partir de entonces tenían que cuidar de ellos los dejan a su suerte. Y años después…
Reed Solliday tiene más de quince años de experiencia en el cuerpo de bomberos de Chicago, luchando contra los incendios y, sobre todo, investigando su origen. Pero nunca había presenciado nada parecido al reciente estallido de fuegos provocados por alguien frío, meticuloso y cada vez más violento. Cuando en la última casa incendiada aparece el cadáver de una mujer asesinada, Reed se ve obligado a colaborar con la policía. Y la detective de homicidios Mia Mitchell es una mujer impetuosa, más acostumbrada a dar órdenes que a recibirlas, y se niega a aceptar que los motivos habituales puedan ser la causa de un odio tan calculado. Algo más se esconde detrás de todo ello…
Una intriga absorbente por una de las autoras con mayor éxito de ventas en Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania.

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– Marc, hablemos del caso de Abe -propuso Mia.

Reed se dio cuenta de que era la segunda vez que Mitchell mencionaba al tal Abe. Miró hacia el escritorio vacío y dedujo que era el de Abe. El tono de Spinnelli fue de advertencia cuando replicó:

– Howard y Brooks están investigando.

– Murphy dice que la pista se ha congelado.

– Es cierto. Mia, deberías…

– Ya lo sé, Marc. El incendio es mi prioridad y sabes que lo será, pero si me entero de algo, si alguien se entera de algo y estoy disponible… Maldita sea, Marc, lo vi. -Su tono se tornó impetuoso-. Si veo al capullo que hirió a Abe lo reconoceré.

– Mia, también resultaste herida.

– Marc, por favor, solo fue un rasguño. -Hizo una pausa-. Por favor, se lo debo a Abe.

Spinnelli también hizo una pausa, suspiró y respondió:

– Si estás disponible te avisaré.

– Te lo agradezco.

La puerta se abrió y Reed no intentó moverse. Quería que la detective supiera que había oído la conversación.

Mia se puso como un tomate y entrecerró los ojos al verlo junto a la puerta. Durante unos segundos se limitó a mirarlo con actitud de fastidio.

– Vayamos al depósito de cadáveres -propuso con un tono tajante; se acercó a su escritorio y cogió la chaqueta y el sombrero raídos-. Aquí tiene su paraguas.

Se lo lanzó y se puso con cuidado la chaqueta de cuero, empezando por el brazo derecho. Spinnelli había dicho que la detective estaba totalmente recuperada, pero Reed tenía sus dudas. En el caso de que no estuviese bien al cien por cien, hablaría sin ambages con Spinnelli para que le asignase otro detective. Mitchell bajó los escalones de dos en dos y Reed supuso que era una mezcla de ira acumulada y el deseo de obligarlo a correr para seguirle el paso. Como esa mañana ya había entrenado, Solliday bajó la escalera un peldaño tras otro y la obligó a esperar en la calle. Abrió el paraguas, pero Mia lo rechazó.

– Todavía no tengo el vehículo de mi departamento y mi coche es muy pequeño -reconoció y no se volvió cuando el teniente la alcanzó-. Usted no encajaría.

El doble sentido de sus palabras era evidente. Reed optó por no hacer caso de la pulla y se centró en el medio de transporte.

– Conduzco yo. -Solliday pensó en ayudarla a subir al todoterreno, pero la detective montó en el habitáculo con sorprendente agilidad y un gruñido de dolor casi imperceptible. Reed tomó asiento tras el volante, la miró significativamente y preguntó-: ¿Verdad que todavía no está en condiciones de volver a trabajar?

Mitchell le regaló una mirada colérica antes de girar la cabeza hacia delante.

– Estoy autorizada a trabajar.

Reed encendió el motor, se acomodó en el asiento y aguardó a que sus miradas se encontrasen. Pasaron un minuto en silencio hasta que Mia volvió la cabeza con el ceño fruncido y preguntó:

– ¿Por qué seguimos aquí?

– ¿Quién es Abe?

La detective apretó los dientes.

– Mi compañero.

«Cosa que tú no eres», fue la muda apostilla.

– ¿Qué le pasó?

– Le dispararon.

– Supongo que se recuperará.

Reed no la habría visto inmutarse si no lo hubiese previsto.

– A la larga sí.

– A usted también le pegaron un tiro.

Mia apretó los carrillos.

– No fue más que un rasguño.

Solliday dudó de la veracidad de esa respuesta.

– ¿Por qué esta mañana tenía la mirada fija en el cristal de la entrada?

Los ojos de Mia echaron chispas.

– No es asunto suyo.

Era exactamente la respuesta que Reed esperaba. De todos modos, decidió manifestar su opinión:

– Lamentablemente, no estoy de acuerdo. Le guste o no, durante un futuro previsible es mi compañera. Esta mañana cualquiera podría haberle cogido la delantera, arrebatado el arma o agredido, tanto a usted como a otros. Repetiré la pregunta porque necesito saber que no mirará las musarañas en el momento en el que la necesite. ¿Por qué esta mañana tenía la mirada fija en el cristal de la entrada?

En las palabras de Reed hubo algo que tocó una fibra sensible, ya que la actitud de Mitchell se tornó gélida.

– Teniente, si le preocupa que no le cubra las espaldas, quédese tranquilo. Lo que ha ocurrido esta mañana es asunto mío y no permitiré que mis asuntos interfieran en nuestro trabajo. Se lo garantizo.

Mientras hablaba, Mia sostuvo la mirada de Solliday y cuando terminó siguió observándolo como si lo desafiase a contradecirla.

– Detective, como no la conozco, sus garantías no son demasiado importantes para mí. -Solliday levantó la mano cuando Mitchell abrió la boca para lanzar una andanada que, estaba seguro, sería imposible reproducir-. Sin embargo, conozco a Marc Spinnelli, que confía en su capacidad. Dejaremos estar lo de esta mañana pero, si vuelve a suceder, le pediré a Spinnelli que me envíe a otra persona. Se lo garantizo.

La detective parpadeó varias veces y apretó los dientes con tanta fuerza que fue un milagro que no se rompieran.

– Teniente, por favor, vayamos al depósito.

Satisfecho de haber dejado clara la situación, Reed puso la marcha y repitió:

– Al depósito.

Lunes, 27 de noviembre, 10:05 horas

Mia se apeó del todoterreno de Solliday antes de que se hubiese detenido por completo. «Amenazas con hablar con mi jefe. ¡Que te zurzan!» Como si ese hombre nunca se hubiera abstraído. «No fastidies. No es nada del otro mundo. ¿Está claro?» Tuvo que hacer esfuerzos para no apretar los dientes mientras Solliday la seguía por el aparcamiento. «Craso error». Era importante. El teniente tenía razón. Cualquiera podría haberla sorprendido y haberle arrebatado el arma. Aminoró el paso y se dijo que, una vez más, no había tenido cuidado.

Reed la alcanzó al llegar al ascensor y Mia pulsó el botón sin pronunciar palabra. Solliday la siguió en silencio y se aproximó lo suficiente como para que la detective notase el calor que su cuerpo despedía. Era como un monolito de granito y había cruzado los brazos sobre el pecho, lo que la llevó a sentirse como una niña de ocho años. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no encogerse en un rincón, por lo que clavó la mirada en el tablero donde aparecía el número de las plantas.

– Espero que con esa proeza haya cumplido su objetivo -comentó Solliday.

Mia quedó tan sorprendida que lo miró, pero el teniente mantuvo la vista fija hacia delante y una expresión de contrariedad.

– ¿Cómo dice?

– Me refiero a que ha saltado del coche antes de que se detuviera. Sé que está enfadada conmigo, pero el vehículo es muy alto y podría haberse roto una pierna.

Mia rio con incredulidad.

– Teniente Solliday, usted no es mi padre.

– No se imagina cuánto me alegro. -Las puertas del ascensor se abrieron y el teniente esperó a que Mitchell saliese-. Por una actitud como esa habría castigado una semana a mi hija y dos en el caso de que me hubiese respondido.

«Niña, no seas respondona». A Mia le costó reprimir un respingo. De pequeña, esa frase solía ir acompañada de un golpe en la cabeza, gracias al cual veía las estrellas. Cuando creció, el mero hecho de oír a su padre pronunciar esas palabras bastaba para que retrocediese, con lo que se ganó la desdeñosa risa de su progenitor. Odiaba esa risa. Odiaba a su padre. «Odio a mi propio padre».

No era su padre el hombre que tenía al lado, sino Reed Solliday, que mantenía abierta la puerta que conducía al depósito de cadáveres.

– ¿Le afectan estas situaciones? -quiso saber el teniente-. La víctima esta en pésimas condiciones, carbonizada mas allá de todo reconocimiento.

Desde luego que le afectaban, pero prefería morir antes que Solliday lo supiese.

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