Karen Rose - Cuenta hasta diez

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Tras ser abandonados por su madre, un chico y su hermano pequeño terminan en la red estatal de hogares de acogida. Sin embargo, quienes a partir de entonces tenían que cuidar de ellos los dejan a su suerte. Y años después…
Reed Solliday tiene más de quince años de experiencia en el cuerpo de bomberos de Chicago, luchando contra los incendios y, sobre todo, investigando su origen. Pero nunca había presenciado nada parecido al reciente estallido de fuegos provocados por alguien frío, meticuloso y cada vez más violento. Cuando en la última casa incendiada aparece el cadáver de una mujer asesinada, Reed se ve obligado a colaborar con la policía. Y la detective de homicidios Mia Mitchell es una mujer impetuosa, más acostumbrada a dar órdenes que a recibirlas, y se niega a aceptar que los motivos habituales puedan ser la causa de un odio tan calculado. Algo más se esconde detrás de todo ello…
Una intriga absorbente por una de las autoras con mayor éxito de ventas en Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania.

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– Estoy segura de que he visto cosas peores.

– Me lo imagino -musitó Reed y se detuvo ante la ventana de cristal que comunicaba con la sala de identificaciones-. Barrington está ocupado. Tenemos que esperar.

A Mia se le cerró la boca del estómago, pero no tuvo nada que ver con el cadáver depositado sobre la mesa metálica y tapado con una sábana. Aidan Reagan se encontraba junto al forense y examinaba las radiografías. Se dijo que Aidan la vería, que no tenía escapatoria. Era probable que el hermano de Abe se mostrase tan enfadado como lo había estado su esposa. Aidan dejó de mirar las radiografías, frunció el ceño en el acto y sus miradas se encontraron a través del cristal. Asintió ante algo que el forense Barrington dijo, pero en ningún momento interrumpió el contacto ocular con ella. Aidan franqueó la puerta y se detuvo.

Solliday se acercó a la puerta, pero frenó al percatarse de que se cocía algo. Curioso, paseó la mirada de Aidan a Mia y enarcó las oscuras cejas.

«¡Por Dios, Solliday se parece al diablo!», pensó Mitchell y vio que Aidan estaba, simplemente, alterado.

– Solliday, ¿nos concede un minuto? -inquirió la detective.

El teniente asintió y quedó claro que todavía sentía curiosidad.

– La espero dentro.

Mia se volvió hacia Aidan Reagan y, sin darle tiempo a tomar la palabra, espetó:

– Esta mañana Kristen me ha puesto de vuelta y media, pero esta noche iré al hospital a visitar a Abe. Si quieres reunirte conmigo allí y acabar de soltarme la bronca, adelante.

Aidan estudió tranquilamente su rostro, tal como había hecho Kristen.

– De acuerdo, te haré caso.

El tono de Aidan fue de decepción. Mia detestaba que la gente se sintiera decepcionada y odiaba detestarlo.

– Tengo que irme.

– Mia, espera un momento. -Aidan extendió una mano y la dejó caer a un lado del cuerpo-. Estábamos preocupados.

– Sí, ya lo sé. Escucha, Aidan, la he fastidiado. Se lo compensaré a Abe.

La detective echó a andar hacia la puerta. Aidan la cogió del brazo y Mia dejó escapar un jadeo de dolor.

Aidan la soltó en el acto.

– Todavía te duele.

– Sobreviviré -afirmó escuetamente-. Estoy mucho mejor que Abe. -Vio que Solliday hablaba con el forense-. Aidan, tengo que irme.

Aidan siguió la dirección de su mirada a través del cristal.

– ¿Quién es ese tío?

– Se llama Solliday, pertenece a la OFI y es mi nuevo compañero hasta que Abe regrese o resolvamos el homicidio descubierto por los bomberos. Los hombres de Solliday encontraron un cadáver con un orificio de bala.

Aidan hizo una mueca.

– Pues sí, lo he visto. Mia, es mejor que te haya tocado a ti más que a mí.

– Caramba, no sabes cuánto te lo agradezco.

Mia entró en la sala e intentó restarle importancia al olor predominante. Ese día era mucho peor que de costumbre. Las sustancias químicas combinadas con el hedor a carne quemada le revolvieron el estómago. El forense Barrington colocó las radiografías en la pantalla y Mia se obligó a abandonar la autocompasión y a dedicarse a su tarea de detective.

En las radiografías aparecía un orificio redondo en la base del cráneo.

– No hay orificio de salida -explicó Barrington-. La bala sigue alojada y desconozco en qué estado se encuentra. Detective Mitchell, me alegro de volver a verla.

– Gracias. -Mitchell estudió la radiografía y centró sus pensamientos-. ¿La bala procede de un arma del calibre veintidós?

– Supongo. -Barrington quitó la radiografía-. Los pulmones no contienen monóxido de carbono, por lo que murió antes de que comenzara el incendio.

– Le dispararon como si la ejecutaran -terció Solliday y Barrington confirmó con un asentimiento de cabeza.

– Descubrí tres fracturas en una pierna. Dos son actuales. La tercera está curada y han reducido el hueso correctamente hace al menos varios años, por lo que sabemos que en algún momento de su vida tuvo acceso a asistencia sanitaria de calidad.

– Su padre es policía -afirmó Mia.

El forense no parpadeó ni manifestó la más mínima emoción.

– En ese caso habrá que averiguar quién es su dentista. Conseguiré su historia dental y realizaré una identificación formal. Hasta entonces es anónima.

Barrington se acercó a una mesa y retiró cuidadosamente la sábana. Mia miró durante una fracción de segundo y le costó lo suyo retener el frugal desayuno que había tomado. Era terrible, peor de lo que esperaba, peor incluso de lo que había visto hasta entonces.

Miró a Solliday y vio que tensaba el cuerpo y palidecía. El teniente había visto ese cadáver con anterioridad y, probablemente, otros tan terribles como ese. En su expresión, Mia no detectó repugnancia, sino dolor, y recordó que tenía una hija todavía lo bastante joven como para portarse mal. Al darse cuenta de que en el interior del pulcro traje latía un corazón pudo superar sus náuseas ante el cadáver carbonizado. Se obligó a mirar los restos de una muchacha de diecinueve años y se dijo que debía hacer su trabajo.

El rostro macabro y ennegrecido la miró fijamente desde el plateado brillante de la mesa. La piel quemada se tensaba sobre los huesos faciales. Quedaban unos pocos mechones de pelo. El cabello era rubio, como el de la chica de la foto del permiso de conducir que Solliday le había mostrado. Era una muchacha muy bonita y joven que le había sonreído a la cámara. Su nariz había desaparecido y su boca permanecía grotescamente abierta, como si emitiera un grito eterno y definitivo. «Caitlin, ¿qué te han hecho?»

– ¿La víctima fue agredida sexualmente? -inquirió Mia con tono sereno.

– No lo sé. En el caso de que la agredieran, es posible que nunca lo sepamos, aunque creo que existe la posibilidad de que la hayan atacado. Encontré fibras de nailon de su ropa fundidas con el torso, aunque no hay nada por debajo de la cintura o en las piernas. Tal vez llevaba ropa de algodón, aunque… -Barrington no concluyó la frase-. Haré más pruebas, pero supongo que solo llevaba puesta una camisa.

– Fantástico -masculló Solliday-. Ya tenemos algo más que comunicarle a los padres.

En ese punto, el teniente y la detective estuvieron de acuerdo.

– Tenemos que ir a verlos lo antes posible -opinó Mia. Se alejó del cuerpo calcinado y cerró los ojos mientras respiraba hondo-. Primero visitaremos a los padres y luego nos dirigiremos al escenario del crimen.

Lunes, 27 de noviembre, 11:00 horas

Los Burnette vivían en una casita muy pulcra, la que cabe esperar de quien cobra un salario de policía. Bonitas cortinas decoraban las ventanas y en la puerta aún había una foto de un pavo.

Solliday aparcó el todoterreno en la calle. Habían permanecido en silencio la mayor parte del trayecto y Mia aprovechó para repasar las notas que el teniente había tomado del escenario del incendio en casa de los Dougherty. El profundo suspiro de Solliday rompió el mutismo y enseguida preguntó:

– ¿Quiere conducir la situación?

– Desde luego. -Era la clase de visita que más detestaba, la que la llevaba a sentirse más inepta. Mia se dio cuenta de lo mucho que añoraba a Abe, que siempre sabía lo que había que decirles a los afligidos padres-. Puede haber sido un asesinato por venganza o una caza azarosa al acecho. También cabe la posibilidad de que Caitlin estuviese implicada en algo. Tenemos que analizar las probabilidades que los padres no están dispuestos a explorar.

– Lo sé -reconoció Reed a regañadientes, a quien la tarea le entusiasmaba tanto como a ella.

Mia había evaluado mentalmente a Reed Solliday. Tras puntualizar lo que quería, el teniente no se había explayado y el trayecto en coche había transcurrido en silencio, lo que permitió que la detective se serenara y evaluase la mañana desde la perspectiva del miembro de la OFI. Se había mostrado amable, compasivo y hasta generoso. En su lugar, tal vez Mia no habría sido tan considerada.

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