Karen Rose - Cuenta hasta diez

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Tras ser abandonados por su madre, un chico y su hermano pequeño terminan en la red estatal de hogares de acogida. Sin embargo, quienes a partir de entonces tenían que cuidar de ellos los dejan a su suerte. Y años después…
Reed Solliday tiene más de quince años de experiencia en el cuerpo de bomberos de Chicago, luchando contra los incendios y, sobre todo, investigando su origen. Pero nunca había presenciado nada parecido al reciente estallido de fuegos provocados por alguien frío, meticuloso y cada vez más violento. Cuando en la última casa incendiada aparece el cadáver de una mujer asesinada, Reed se ve obligado a colaborar con la policía. Y la detective de homicidios Mia Mitchell es una mujer impetuosa, más acostumbrada a dar órdenes que a recibirlas, y se niega a aceptar que los motivos habituales puedan ser la causa de un odio tan calculado. Algo más se esconde detrás de todo ello…
Una intriga absorbente por una de las autoras con mayor éxito de ventas en Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania.

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– ¿Puedes buscar huellas de pisadas? -le preguntó Mia a Unger-. Maldita sea, seguramente la lluvia las ha borrado.

– Tenemos varias huellas de pisadas -intervino Reed-, en su mayor parte de las botas de los bomberos, aunque unas pocas no pertenecen a ellos. Ayer tomamos moldes en yeso de dichas huellas.

Muy a su pesar, Mitchell volvió a mostrarse impresionada.

– ¿Están en el laboratorio?

– Lo mismo que los fragmentos del huevo, en el que también buscan huellas.

Mia se agachó para estudiar el sitio en el que habían hallado el cadáver.

– Jack, coge muestras de este sector.

Solliday se acuclilló junto a la detective y percibió un aroma más ligero y agradable que el olor a madera quemada que impregnaba la casa. La mujer olía a limones.

– He tomado muestras de esta zona y encontramos restos de gasolina -añadió Reed.

Preocupada, Mitchell adoptó expresión de contrariedad.

– El pirómano la roció con gasolina. Al quemarse, el cuerpo de la muchacha alcanzó tanta temperatura que las fibras de la camisa se derritieron y se fundieron con su piel.

– Así es. Capté trazas de hidrocarburos en el espacio de aire situado sobre el cuerpo. En la base del suelo también se detecta el dibujo de tablero de ajedrez. Es lo que sucede cuando la gasolina se cuela entre las baldosas. El adhesivo se ablanda y la base se calcina. Probablemente echó gasolina sobre la chica y salpicó el suelo.

– Me cuesta imaginar que el autor corriera el riesgo de encender una cerilla con todo el gas acumulado en la cocina -comentó Unger, pensativo.

– Diría que, cuando el huevo de plástico estalló, restos del catalizador en llamas cayeron sobre la chica. Sea como fuere, la gasolina se apaga muy rápido si el abastecimiento no es constante. Por eso quedaron huesos suficientes como para que Barrington hiciese radiografías.

Mitchell se puso de pie y apretó la mandíbula.

– Caitlin, ¿en qué lugar de la casa te disparó el muy cabrón? -Mia pasó por encima de las vigas caídas y se dirigió al vestíbulo, en el que uno de los miembros del equipo de Jack Unger realizaba con Ben la tarea de cuadricular la estancia con estacas y cuerdas-. Hola.

– Ben, te presento a la detective Mitchell, de Homicidios, y al sargento Unger, de la CSU.

Ben ladeó la cabeza.

– Encantado. Reed, pocos minutos antes de que llegases encontramos algo. -Se movió cuidadosamente por la zona cuadriculada, con un pequeño bote de cristal en la mano-. Da la sensación de que forma parte de un colgante.

Reed acercó el objeto a los focos.

– Es la letra «C» -afirmó y se lo entregó a Mitchell.

– ¿Dónde estaba? -le preguntó Mia a Ben y estudió la letra con gran atención.

Ben señaló la cuadrícula.

– Dos sectores más arriba y tres para allá. Me he dedicado a buscar la cadena.

La detective dirigió la mirada hacia la escalera.

– Solliday, ha dicho que en el primer piso encontró páginas de un libro de estadística. Eso significa que la chica estudiaba en la planta alta, por lo que en algún momento tuvo que bajar la escalera… viva o muerta.

Unger movió afirmativamente la cabeza.

– Si el autor le disparó arriba y la arrastró por la moqueta, en las fibras aparecerán restos de sangre. Tendremos que quitar toda la moqueta y comprobarlo.

– Tal vez le disparó en la cocina -planteó Reed.

– En ese caso arrancaremos el maldito suelo -aseguró Mitchell ferozmente-. ¡Mierda! Detesto los escenarios de incendios porque prácticamente no queda nada.

Reed negó con la cabeza.

– Quedan montones de cosa; solo hay que saber dónde buscarlas.

– Bueno -masculló Mia y acercó el bote de cristal a los focos. Su mirada se inflamó. Apoyó la mano cerrada en el escote, como si aferrara el colgante, y discurrió-: Se pelearon aquí. Lo más seguro es que Caitlin oyese algo y bajara la escalera.

– Quien lo hizo la encontró y la dominó -apostilló Reed.

– La sujetó de la cadena, que se rompió, por lo que el colgante salió despedido. Luego le disparó.

– En ese caso habrá salpicaduras en la moqueta. -Unger miró a su alrededor-. Colocaremos varios focos y examinaremos el lugar a fondo. Se ha hablado de tres puntos de origen. Ya hemos visto la cocina. ¿Cuáles son los otros dos?

– En el del dormitorio utilizó el mismo catalizador… otro huevo.

– ¿Y en la sala? -quiso saber Unger.

Como Ben había realizado la mayor parte del análisis de la sala, Reed dijo:

– Ben, somos todo oídos.

Ben carraspeó y tomó la palabra.

– El fuego se inició en la papelera, con un periódico y un cigarrillo, probablemente sin filtro. Ardió sin llama unos minutos antes de coger fuerza. Incendió las cortinas, pero los bomberos no tardaron en sofocarlo.

– ¿Podemos ver el dormitorio?

– Hay que moverse con mucho cuidado. -Reed los condujo escaleras arriba y se detuvo en la puerta-. No podemos entrar porque el suelo es inestable.

– ¿El agujero en el suelo se debió al incendio? -inquirió Mitchell.

– Sí, así es. Los bomberos hicieron el orificio en el techo para dar salida al calor.

Mitchell contuvo el aliento y esbozó una mueca.

– Necesito aire.

– Mia, ¿estás bien? -preguntó Unger con tono de preocupación.

– He tomado un calmante sin haber probado bocado y ahora mi estómago se queja -reconoció la detective.

Reed frunció el ceño.

– Tendría que haberme pedido que parara y habría ido a buscar algo de comer.

– Eso habría significado que Mia se cuida -ironizó Unger y la cogió del brazo-. Vete a comer. Nos queda un buen rato de trabajo aquí. Te llamaré si aparece algo extraordinario.

Mitchell miró a Reed y preguntó:

– ¿Vamos a comer y luego a la residencia estudiantil?

– Parece un buen plan.

Lunes, 27 de noviembre, 12:05 horas

Brooke Adler llamó a la puerta del despacho del consejero escolar y notó que cedía. Asomó la cabeza y vio al doctor Julian Thompson sentado al escritorio y a otro profesor aposentado en una de las sillas del otro lado.

– Disculpa. Volveré más tarde.

Julian le hizo señas de que pasase.

– Tranquila, Brooke. No hablamos de nada importante.

Devin White meneó la cabeza y esbozó una sonrisa que aceleró el corazón de Brooke. Había reparado muchas veces en él desde su llegada al Centro de la Esperanza, pero era la primera ocasión en la que hablarían.

– Julian, no estoy de acuerdo. Hablábamos de un tema de importancia global. -Levantó una ceja-. ¿El domingo ganarán los Bears o los Lions?

Brooke sabía muy poco de deportes, pero estaban en Chicago.

– Los Bears.

Devin frunció el ceño con actitud lúdica.

– No hay nada que hacer con la lealtad por el equipo del terruño.

Julian señaló la silla contigua a la de White.

– Devin apuesta por los Lions.

– Tengo debilidad por ellos -admitió-. ¿Quieres que me vaya? ¿Se trata de un asunto privado?

Brooke negó con la cabeza.

– Claro que no. A decir verdad, me vendrá bien la perspectiva de otro profesor. Estoy preocupada por algunos alumnos, mejor dicho, por uno.

Julian se recostó en el sillón.

– Ya sé a quién te refieres. A Jeffrey DeMartino.

– Pues no, no se trata de Jeff, aunque ha reconocido que envió a Thad Lewin a la enfermería.

Julian se limitó a suspirar.

– Thad no ha hablado. Tiene demasiado miedo como para delatar a Jeff y no disponemos de pruebas. Si no estás preocupada por Jeff, ¿quién te inquieta?

– Manny Rodríguez.

Ambos hombres se sorprendieron y Devin preguntó:

– ¿Manny? Jamás me ha causado problemas.

– A mí tampoco, pero esta mañana mostró un interés extraordinario por El señor de las moscas .

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