Esa actitud no era de las más recomendables en cuanto a sus aptitudes. Además, con la vieja chaqueta de cuero, el sombrero desgastado y las botas cubiertas de arañazos parecía… bueno, mejor dicho, no parecía la policía que le gustaría que le cubriese las espaldas. A pesar de todo, Reed extendió la mano y dijo:
– Detective Mitchell.
El apretón fue firme.
– Teniente Solliday. -Con expresión serena y la columna rígida, Mia se dirigió a su jefe-: Marc, ¿qué pasa? Abe volverá.
– Por supuesto, Mia. La OFI ha descubierto un homicidio en el escenario de un incendio provocado. Abe seguirá de baja varias semanas. Piensa que estás cedida a la OFI. Siéntate y Reed te explicará la situación.
Tomaron asiento y Mitchell le dedicó toda su atención a Reed. La mirada de la mujer se volvió despejada y atenta. Tenía los ojos azules, como la vajilla de porcelana que Christine ponía los días de fiesta. El sombrero que ya no llevaba había mantenido seco su pelo corto y rubio, salvo las puntas, que se rizaban alrededor de su rostro. Se había quitado la chaqueta desgastada y afortunadamente se había puesto una americana negra que le daba aspecto profesional. Por desgracia, la camisa fina y ceñida que llevaba no contribuía a disimular sus curvas. Pese a ser una mujer menuda, la detective Mia Mitchell tenía muchísimas curvas.
Aunque contemplar curvas armónicas le gustaba tanto como a cualquiera, Reed no necesitaba una mujer atractiva ni una distracción, sino una compañera. No percibió en ella coqueteo ni blandura, por lo que no pudo culparla de sus curvas.
– El sábado por la noche se produjo un incendio en Oak Park -comenzó a explicar Solliday-. En la cocina encontramos un cadáver de mujer. Esta mañana el forense me ha telefoneado e informado de que las radiografías demuestran que en el cráneo tenía un orificio de bala.
– ¿Y monóxido de carbono en los pulmones? -inquirió Mitchell.
– Barrington tiene que comprobarlo. Me ha hecho saber lo del orificio de bala porque modifica el carácter de la investigación.
– Y las competencias -murmuró la detective-. ¿Ha visto el cadáver?
– Acudiré al depósito en cuanto terminemos.
– ¿Ha identificado a la víctima?
– De forma provisional. La casa es propiedad de Joe y Donna Dougherty. Se han ido fuera a pasar Acción de Gracias y contrataron a Caitlin Burnette para que vigilase la casa. El cadáver presenta la configuración física y la edad adecuadas y el coche que encontramos en el garaje está a nombre de Roger Burnette, de modo que, de momento, suponemos que corresponde a Caitlin. El forense tendrá que confirmar la identificación basándose en su historial dental o en el ADN.
Aunque el movimiento fue casi imperceptible, Mia retrocedió al oír esas palabras.
Spinnelli le entregó una hoja y comentó:
– Hemos hecho una copia de su permiso de conducir, que hemos cogido de los archivos de Tráfico.
Mitchell ojeó la página.
– Solo tenía diecinueve años -musitó en tono grave y ronco. Alzó la mirada, que se había vuelto sombría-. ¿Ha informado a los padres?
La idea de comunicarles la noticia a los padres de la joven provocó náuseas en Reed. Siempre ocurría lo mismo. Se preguntó cómo se las apañaban los detectives de Homicidios para cumplir cada día con esa tarea.
– Todavía no. Ayer fuimos dos veces a casa de los Burnette, pero no había nadie.
Spinnelli suspiró y apostilló:
– Mia, eso no es todo.
Reed hizo una mueca.
– Si el cadáver que se encuentra en el depósito corresponde a Caitlin Burnette, hay que decir que su padre es policía.
– Lo conozco -afirmó Spinnelli-. Es el sargento Roger Burnette. Durante los últimos cinco años ha formado parte de la brigada antivicio.
– ¡Mierda! -Mitchell apoyó la frente en la palma antes de pasarse la mano por el pelo corto, que le quedó de punta-. ¿Podría tratarse de un asesinato por venganza?
Reed se había planteado lo mismo.
– Tendremos que comprobarlo. Los Dougherty regresarán hoy mismo en avión. Los interrogaré cuando lleguen a su casa.
La detective lo miró a los ojos durante un fugaz instante y lo corrigió con tono sereno:
– Los interrogaremos.
El desafío estaba implícito. Molesto, Solliday asintió.
– Por supuesto.
– Tendremos que enviar una unidad especializada en escenarios de crímenes. -Mia frunció el ceño-. Ya han estado en la casa, ¿correcto? Mierda, esta lluvia complicará la investigación.
– Ayer pasamos el día allí. Fotografié todas las habitaciones y cogí muestras para el laboratorio. Afortunadamente, cubrimos el techo con lona alquitranada, por lo que la lluvia no causará problemas.
Mitchell asintió ecuánimemente.
– Entendido. ¿Qué muestras tomaron?
– De la moqueta y de la madera. Me dediqué a buscar pruebas de catalizadores.
La detective ladeó ligeramente la cabeza.
– Continúe.
– Según mi instrumental, están presentes, y el perro experto en catalizadores captó dos clases de sustancias: gasolina y otra. El laboratorio tendrá los resultados hoy mismo.
Mitchell meneó la cabeza.
– Marc, en lo que a escenarios del crimen se refiere, este es como enseñarle a una madre a hacer hijos.
Reed se enderezó en el asiento.
– Nuestro procedimiento consiste en reunir pruebas lo antes posible a fin de sustentar el cargo de incendio provocado. Tenemos la autorización. Solo cogimos lo necesario para establecer origen y causa a fin de averiguar cómo murió la muchacha. Hicimos un registro limpio.
Mia suavizó un poco la mirada.
– Teniente, no me refería al registro, sino a los escenarios de incendios en un sentido general. -Se dirigió a Spinnelli-: ¿Puedes enviar un policía de guardia a casa de los Dougherty? Quiero que se cerciore de que nadie toca nada hasta que lleguemos.
– En el escenario hemos apostado un guardia de seguridad -intervino Reed con cierta rigidez-. Claro que si quiere firmar la factura de vigilancia durante veinticuatro horas le pediré a nuestro hombre que se retire. No contamos con un presupuesto tan amplio como el suyo.
– De acuerdo. Puesto que se trata de un homicidio, prefiero tener un policía a mano. No se ofenda -se apresuró a añadir la detective-. Llamaré a Jack y le pediré que se reúna con nosotros en la casa, acompañado de la CSU, unidad especializada en escenarios de crímenes.
– Foster Richards y Ben Trammell, dos miembros de mi equipo, los esperan en la casa. Les dejarán pasar y les mostrarán lo que hicimos ayer.
Solliday ya había telefoneado para pedirles que se dispusieran a recibir al equipo que estaba seguro que Homicidios enviaría. Le añadió a Foster la advertencia de que jugasen limpio con los miembros de la unidad. También le hizo a Ben la advertencia de que vigilara a Foster.
La detective se puso de pie.
– De acuerdo. Ante todo vayamos al depósito de cadáveres y veamos qué dice Caitlin.
Spinnelli también abandonó la silla.
– Avísame cuando se lo notifiquéis a los padres. Me pondré en contacto con el capitán de Burnette para que su comisaría envíe flores o lo que consideren adecuado.
– Hay que modificar la autorización, ya que la nuestra se refiere estrictamente al incendio provocado -puntualizó Reed.
Spinnelli asintió.
– Llamaré a la oficina del fiscal del estado y cuando lleguéis al escenario del crimen ya tendréis la autorización.
Mitchell inclinó la cabeza hacia Spinnelli y preguntó:
– Teniente Solliday, ¿nos concede unos minutos? Espere junto a mi escritorio. Es el de al lado del que está vacío.
– Por supuesto.
El teniente cerró la puerta y, en lugar de dirigirse al escritorio de la detective, se apoyó en la pared y ladeó la cabeza hacia la puerta a fin de oír todo lo que pudiera.
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