Karen Rose - Cuenta hasta diez

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Tras ser abandonados por su madre, un chico y su hermano pequeño terminan en la red estatal de hogares de acogida. Sin embargo, quienes a partir de entonces tenían que cuidar de ellos los dejan a su suerte. Y años después…
Reed Solliday tiene más de quince años de experiencia en el cuerpo de bomberos de Chicago, luchando contra los incendios y, sobre todo, investigando su origen. Pero nunca había presenciado nada parecido al reciente estallido de fuegos provocados por alguien frío, meticuloso y cada vez más violento. Cuando en la última casa incendiada aparece el cadáver de una mujer asesinada, Reed se ve obligado a colaborar con la policía. Y la detective de homicidios Mia Mitchell es una mujer impetuosa, más acostumbrada a dar órdenes que a recibirlas, y se niega a aceptar que los motivos habituales puedan ser la causa de un odio tan calculado. Algo más se esconde detrás de todo ello…
Una intriga absorbente por una de las autoras con mayor éxito de ventas en Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania.

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Se trataba del nuevo forense. Barrington se había hecho cargo del depósito cuando la forense anterior cogió la baja por maternidad. Era una experta eficaz, astuta y guapa. Barrington… bueno, Barrington era eficaz y astuto.

– Hola, Sam. Voy de camino a la oficina. ¿Qué has averiguado?

– La víctima es una mujer de poco más de veinte años. Lo máximo que puedo decir es que medía de metro cincuenta y siete a metro sesenta.

Sam no era la clase de persona que telefoneaba para dar información tan secundaria, por lo que tenía que haber algo más.

– Te escucho.

– Verás, antes de cortar realicé una radiografía del cadáver. Esperaba toparme con fragmentos fracturados del cráneo.

Eso era lo habitual. Los cuerpos sometidos a un calor tan intenso… a veces los cráneos estallaban debido a la presión.

– Pero no fue así.

– No, ya que el orificio de bala que tenía en el cráneo permitió liberar la presión.

Aunque no se sorprendió, Reed supo que tendría que compartir el caso. Le correspondía el incendio provocado y a los polis el cadáver. Por decirlo de alguna manera, en esa cocina había demasiados cocineros. Esbozó una mueca de contrariedad.

– ¿Hay pruebas de inhalación de humo?

– Aún no he llegado -replicó Sam-. Ahora mismo iniciaré la autopsia, por lo que puedes venir cuando quieras a lo largo de la mañana.

– Gracias. Lo haré.

Reed salió a la calle tranquila y arbolada y activó los limpiaparabrisas. Aunque hacía bastante tiempo que no trabajaba con Homicidios, supuso que el teniente seguía siendo Marc Spinnelli. Marc era un tío legal. Reed esperaba que el detective que Spinnelli le asignase no fuese un sabelotodo brillante.

Lunes, 27 de noviembre, 8:30 horas

Mia Mitchell tenía los pies helados, lo cual era una tontería porque podría tenerlos calentitos, cómodos y apoyados en el escritorio mientras bebía la tercera taza de café. «Pero se me han helado porque es aquí donde estoy», pensó con amargura. Se encontraba de pie en la acera y la lluvia fría goteaba por el borde del raído sombrero que se había puesto. Como si fuera tonta, miró su reflejo en las puertas de cristal. Las había franqueado centenares de veces, pero ese día era distinto porque estaba sola.

«Porque me quedé tiesa como una ridícula novata». Su compañero había pagado el precio de esa actitud. Transcurridas dos semanas, le bastaba evocar el momento para quedar nuevamente paralizada. Clavó la mirada en la acera. Dos semanas después seguía oyendo los disparos, veía cómo Abe se desplomaba y caía y reparaba en que la mancha de sangre en su camisa blanca se extendía al tiempo que su compañero permanecía boquiabierto e impotente.

– Perdone…

Mia levantó la barbilla, cerró la mano para frenar el reflejo de desenfundar el arma y entornó los ojos bajo el ala del sombrero a fin de centrarse en la imagen que apareció a sus espaldas. Era un hombre y, como mínimo, medía metro ochenta. Su gabardina negra tenía el mismo color que su perilla primorosamente recortada. Dejó pasar un segundo y volvió a levantar la barbilla para mirarlo a los ojos. El desconocido la observaba desde debajo del paraguas y había fruncido sus cejas oscuras.

– Señorita, ¿se encuentra bien? -preguntó con ese tono uniforme y suave que ella utilizaba para tranquilizar a sospechosos y testigos asustadizos.

La detective esbozó una sonrisa sin alegría cuando tuvo claras las intenciones del individuo, la había confundido con una chiflada de la calle. Tal vez ese era su aspecto. Fuera como fuese, el hombre había cogido la delantera, lo que le pareció inaceptable. «¡Por Dios, presta atención!» Buscó mentalmente la respuesta adecuada.

– Gracias, estoy bien. Espero… espero a alguien.

Sonó poco convincente, incluso para la propia Mia, pero el desconocido asintió, la rodeó, cerró el paraguas y abrió la puerta. El ruido de fondo se filtró hasta la calle y Mia supuso que ahí acababan los sonidos y el individuo. El desconocido no se movió. Permaneció quieto y escrutó su rostro como si quisiera memorizar cada detalle. Mia pensó en identificarse, pero… pero no lo hizo. Le devolvió el escrutinio pues la parte policial de su cerebro ya estaba alerta al cien por cien.

Era un hombre apuesto, moreno, mayor de lo que parecía reflejado en la puerta. Mia supuso que tenía que ver con sus ojos oscuros y de mirada severa, así como con su boca. Daba la sensación de que jamás sonreía. El desconocido contempló las manos de Mia y alzó la mirada con expresión enternecida. La detective se percató de que la observaba con compasión, lo que la llevó a tragar saliva con dificultad.

– Si necesita un sitio donde entrar en calor, en el refugio de Grand hay lugar. Es posible que le proporcionen unos guantes. Vaya con cuidado. Hace mucho frío. -Titubeó y le ofreció el paraguas-. Tenga, no se moje.

Enmudecida por la sorpresa, Mia lo cogió. Abrió la boca para dejarle las cosas claras, pero el desconocido ya se había ido y atravesaba el vestíbulo a la carrera. Se detuvo ante el mostrador, habló con el sargento y la señaló. El sargento puso cara de estupefacción y asintió con gran seriedad.

Maldición, esa mañana Tommy Polanski estaba de guardia en la recepción. La conocía desde que era una mocosa que le seguía los pasos a su padre en el campo de tiro y le rogaba que le permitiese disparar. Tommy no dijo nada, dejó que el desconocido se alejase con la convicción de que era una indigente. Mia puso los ojos en blanco, siguió al hombre con la mirada y se sintió contrariada al ver la sonrisa que iluminó el rostro de Tommy.

– Vaya, vaya. Veamos que ha pillado el gato. Ni más ni menos que a la detective Mia Mitchell, que por fin viene a cumplir con una honrada jornada laboral.

Mia se quitó el sombrero y lo sacudió.

– Me harté de culebrones Tommy, ¿cómo va todo?

El sargento se encogió de hombros.

– Como siempre, como siempre -repuso con mirada pícara.

El viejo cabrón le obligaría a preguntárselo.

– ¿Quién es ese tío?

Tommy rio.

– Es investigador jefe de incendios, y le preocupaba que tomases la comisaría por asalto. Le he explicado que eres de los nuestros… e incapaz de matar una mosca. -Su sonrisa adquirió un matiz perverso.

Mia volvió a poner los ojos en blanco.

– Tommy, gracias por la información -replicó secamente.

– Haré lo que sea por la hija de Bobby. -Tommy dejó de sonreír y le dio un repaso de la cabeza a los pies-. Niña, ¿cómo va el hombro?

Mia lo movió sin quitarse la chaqueta de piel.

– Solo ha sido un rasguño. El doctor dice que estoy como nueva.

En realidad, no había sido únicamente un rasguño y el médico había insistido en que necesitaba otra semana de baja, pero al oírla protestar se desentendió y firmó el alta.

– ¿Y Abe?

– Mejora.

Eso decía la enfermera de noche, cada vez que Mia llamaba anónimamente a las tres de la madrugada.

Tommy apretó los dientes y aseguró:

– Mia, no te preocupes, cogeremos al capullo que lo hizo.

Dos semanas después, el desgraciado cabrón que le había disparado a su compañero seguía libre y sin duda se jactaba de haber abatido a un poli que lo doblaba en tamaño. Experimentó un ramalazo de ira, pero lo reprimió.

– Lo sé y te lo agradezco.

– Dile a Abe que le envío recuerdos.

– Se lo diré -mintió sin inmutarse-. Tengo que irme. No quiero llegar tarde el primer día después de la baja.

– Mia, lamento lo de tu padre. -Tommy titubeó-. Era un buen policía.

«Vaya con el buen policía». Mia se mordisqueó los carrillos. Lo lamentable es que Bobby Mitchell no hubiera sido un hombre mejor.

– Gracias, Tommy. Mi madre agradece la cesta.

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