El Departamento de Policía de Las Vegas, más conocido como la Metro, estaba situado en Stewart Street, en el centro de la ciudad. Bosch se dirigió a recepción y explicó que era un investigador de Los Ángeles que venía a realizar una visita de cortesía a la brigada de homicidios. Desde allí lo enviaron al tercer piso, donde un agente lo condujo por la desierta oficina de detectives hasta el despacho del oficial al mando.
El capitán John Felton era un hombre de unos cincuenta años, tez bronceada y cuello grueso. Bosch se imaginó que, en el último mes, habría soltado su discursito de bienvenida a un mínimo de cien policías de todo el país. Así era Las Vegas.
– Detective Bosch, bienvenido a Las Vegas - le dijo tras ofrecerle asiento - . Suerte que he venido a sacarme un poco de papeleo de encima, porque si no, se habría encontrado todo vacío. Por el puente, se entiende. Bueno, espero que tenga una estancia agradable y fructífera. Si necesita algo, no dude en llamarme. No puedo prometerle nada, pero si es algo que esté en mi poder, estaré encantado de ayudarlo. Bueno, ahora que ya lo sabe, ¿por qué no me cuenta qué le trae por aquí?
Bosch le hizo un breve resumen del caso. Felton tomó nota del nombre de la víctima y de las fechas y motivos de su estancia en Las Vegas.
– Estoy intentando averiguar qué hizo Aliso en esta ciudad.
– ¿Cree que lo siguieron desde aquí y se lo cargaron en Los Ángeles?
– De momento no creo nada. No tenemos ningún dato que corrobore esa teoría.
– Y espero que no lo encuentre. Ésa es justamente la imagen que no queremos dar al mundo. ¿Qué más tiene?
Bosch se colocó el maletín sobre el regazo y lo abrió.
– Dos huellas tomadas del cadáver. Las…
– ¿Del cadáver?
– Sí. La víctima llevaba una cazadora de piel tratada y obtuvimos las huellas con el láser. Después las pasamos por el SAID, el Centro Nacional de Información sobre Delitos, el Departamento de justicia de California y todo lo demás, pero no encontramos nada. He pensado que tal vez usted podría probar en su ordenador.
El SAID - Sistema Automatizado de Identificación Dactilar - usado por la policía de Los Ángeles era una red de ámbito nacional. Sin embargo, la red no incluía todas las bases de datos, ya que la mayoría de departamentos de policía contaba con información privada. En Las Vegas, por ejemplo, tenían las huellas de todo aquel que solicitaba trabajar para el ayuntamiento o en los casinos. También disponían de una lista de dudosa legalidad de huellas de individuos que se hallaban bajo sospecha, pero que nunca habían sido detenidos. Ésa era la base de datos con la que Bosch esperaba que Felton comparase las huellas del caso Aliso.
– Bueno, lo intentaremos - acordó Felton - . No puedo prometer nada. Seguramente tenemos algunas huellas más que no salen en la red nacional, pero sería mucha casualidad.
Bosch le entregó las tarjetas con las huellas que Art Donovan le había preparado.
– Entonces, ¿va a empezar con el Mirage? - preguntó el capitán después de dejar las tarjetas a un lado.
– Sí. Les enseñaré la foto de Aliso, haré las preguntas de rutina y a ver qué pasa.
– Me está contando todo lo que sabe, ¿no?
– Pues claro - mintió Bosch.
– De acuerdo. - Felton abrió el cajón de su mesa y sacó una tarjeta de visita que le entregó a Bosch - . Aquí tiene el número de mi despacho y el del busca, que siempre llevo encima. Llámeme si descubre algo. Yo mañana le diré algo sobre las huellas.
Bosch le dio las gracias y se marchó. En el vestíbulo de la comisaría, telefoneó a la División de Investigaciones Científicas para preguntarle a Donovan si había tenido tiempo de analizar las pequeñas partículas doradas que habían encontrado en las vueltas de los pantalones de Aliso.
– Sí, pero no creo que te sirva de mucho - contestó Donovan - . Sólo es purpurina, trocitos de aluminio pintado, de ésa que usan en disfraces y celebraciones. Seguramente el tío fue a una fiesta o a un sitio donde tiraron esa mierda y se le pegó a la ropa. Después debió de limpiarse, pero se le quedaron unas motas en las vueltas de los pantalones.
– Vale. ¿Algo más?
– No, nada, al menos en cuanto a las pruebas.
– ¿Qué pasa?
– ¿Sabes el tío de Crimen Organizado con quien hablaste ayer por la noche?
– ¿Carbone?
– Sí, Dominic Carbone. Pues hoy se ha presentado en el laboratorio y ha estado haciendo preguntas sobre lo que encontramos ayer.
El rostro de Bosch se ensombreció, pero no dijo nada.
– Dijo que había venido para otro asunto y le había picado la curiosidad. Pero no sé, Harry, parecía algo más.
– Ya. ¿Cuánto le contaste?
– Bueno, antes de empezar a sospechar, se me escapó que habíamos sacado las huellas de la cazadora. Perdona, Harry, pero es que estaba muy orgulloso. Es muy raro sacar huellas útiles de un cadáver y me chuleé un poco.
– No pasa nada. ¿Le dijiste que las huellas no nos habían servido de nada?
– Sí, le conté que no las habíamos localizado. Entonces… entonces me pidió una copia y me dijo que tal vez él podría hacer algo con ellas. No sé qué.
– ¿Y qué hiciste?
– ¿Tú qué crees? Se las di.
– ¿Que hiciste qué?
– No, hombre no. Le dije que te llamara a ti si quería una copia.
– Muy bien. ¿Qué más le contaste?
– Nada más, Harry.
– Vale, Art. Tranquilo. Ya hablaremos.
– Adiós. Oye, por cierto, ¿dónde estás?
– En Las Vegas.
– ¡No jodas! Oye, ¿me puedes apostar cinco dólares al número siete? A la ruleta. Te pago cuando vuelvas. A no ser que gane; entonces te tocará pagar a ti.
Bosch regresó a su habitación cuarenta y cinco minutos antes de su cita con Hank Meyer, así que empleó el tiempo en ducharse, afeitarse y ponerse una camisa limpia. Eso le bastó para sentirse fresco y listo para volver al calor del desierto.
Meyer había pedido a los corredores de apuestas y a los crupieres que habían trabajado en las seis mesas de póquer el jueves y viernes por la noche que pasaran por su despacho para entrevistarlos uno por uno. Había seis hombres y tres mujeres: ocho crupieres y la mujer a quien Aliso siempre confiaba sus apuestas deportivas. Los crupieres se turnaban cada veinte minutos, lo cual significaba que los ocho barajaron cartas para Aliso durante su última visita a Las Vegas. Debido a aquel sistema y a la frecuencia de sus visitas, todos lo reconocieron en seguida.
En menos de una hora, Bosch terminó las entrevistas con los crupieres, ante la mirada atenta de Meyer. Aquello le permitió establecer que Aliso solía jugar en la mesa «cinco a diez», llamada así porque se apostaban cinco dólares antes de repartirse las cartas y luego de cinco a diez por jugada. En una partida se podían subir las apuestas tres veces y había cinco jugadas por partida. Bosch en seguida comprendió que si los ocho asientos de la mesa estaban ocupados podían acumularse fácilmente varios cientos de dólares en cada mano. Claramente el nivel era distinto del de las timbas de los viernes entre Bosch y sus compañeros.
Según los crupieres, Aliso había jugado unas tres horas el jueves por la noche sin perder ni ganar demasiado. El viernes por la tarde se pasó dos horas en las mesas y, según sus cálculos, cuando se marchó, había perdido un par de miles de dólares. Ninguno de ellos recordaba que Aliso hubiera sido un gran ganador o perdedor en visitas anteriores; siempre se marchaba con unos pocos miles de más o de menos. Al parecer, sabía cuándo parar.
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