Giorgio Scerbanenco - Muerte en la escuela

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La señorita Matilde Crescenzaghi, maestra de la escuela nocturna Andrea y Maria Fustagni, ha sido brutalmente violada y asesinada. En el momento de los hechos, los once alumnos de la clase se encontraban en el aula, pero una férrea ley del silencio sume en el desconcierto a los investigadores. Duca Lamberti tendrá que enfrentarse en esta nueva entrega a un mundo de marginación, miserias y venganzas si quiere encontrar la verdad.

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Por último, directísimamente relacionada con el señor Oreste Domenici, llamado Francone, figuraba la noticia de que había muerto de pulmonía en la cárcel de San Vittore en Milán el día 30 de enero de 1968. Hallábase en la cárcel por motivo, frecuente en los últimos años, de contrabando y venta de estupefacientes.

De todo se había tomado nota; allí estaban las fechas, los nombres, las direcciones, la edad, pero todo esto no decía mucho; decía sólo que Oreste Domenici era un mal sujeto, del mismo modo que la ficha de Marisella, su mujer, decía sólo que era una prostituta. Esas fichas eran como balances; en ellas estaba escrito todo, hasta el último céntimo, pero pocos saben que en el apartado "gastos generales", están comprendidas las trescientas mil liras mensuales que entregar a cierta señora X que muy pocos sabían era la amiga de un director general.

Duca tomó aún algunos apuntes de los puntillosos cartoncitos, luego llamó a un guardia y se los dio para que los devolviese al archivo. Se levantó. Ya casi no había niebla; el viento acababa de arrastrar los últimos jirones. No podía interrogar a Oreste Domenici porque estaba muerto. No podía interrogar a Marisella, porque era mejor esperar que junto con Carolino intentase algo, porque era evidente que Carolino había ido a ver a Marisella, y si había ido a verla quería decir que la conocía, y que tenía un motivo para huir y ampararse en ella.

Además, no sería de ninguna utilidad volver al reformatorio e interrogar de nuevo al hijo de Marisella, Ettore Domenici. Todos aquellos muchachos habían dicho que no sabían nada, incluso Carolino, y hubiesen continuado diciéndolo, incluido Ettore Domenici. ¿Con quién podía hablar para vestir y dar color a las desnudas y pálidas informaciones proporcionadas por aquellas fichas?

Momentos después la respuesta llegó precisa y clara. Controló los apuntes que había tomado y vio que había una dirección: Padua 96.

– Llévame a Padua noventa y seis – le dijo a Livia, subiendo al coche junto con ella.

Le puso una mano sobre la rodilla y apretó un poco, acordándose de ella por un instante.

– Por favor – dijo ella -. Te deseo demasiado para soportarlo. Desde hace muchos días. Pero tú, hasta que no hayas terminado con tus investigaciones no te acordarás de mí.

Ella, la señorita Livia Ussaro, era muy explícita, no usaba nunca el understatement de los ingleses; lo decía todo y muy claramente.

– Perdóname – le, dijo, retirando la mano, avergonzado de su ademán: la había atormentado sin saberlo.

2

En la calle Padua 96 vivía la señora Faluggi, viuda de Novarca, que era una mujer de baja estatura, seca, de cabellos todavía casi negros, irreprensible en su traje gris con topos blancos, y sobre el pecho una cadenita que sostenía un medallón en el que, sin posibilidad alguna de error, debía estar la fotografía de su difunto marido, el señor Novarca. Esta mujer era la hermana de Marisella.

– Ya estoy acostumbrada a la policía – dijo la señora Faluggi -. Hace años, desde que el tribunal me confió la custodia de Ettore, vienen aquí policías. Yo no quiero follones; que otros custodien a estos chicos. De acuerdo, soy la tía del muchacho, la hermana de su madre, la única y última pariente, pero ¿qué tiene que ver esto?

Duca escuchaba sentado muy circunspecto en la dura butaca, en el anticuado saloncito de la viuda Novarca, mientras ella hablaba sin descanso con dulce entonación milanesa, y más que entonación, con las palabras que eran una mezcla de milanés y de italiano, y también la sintaxis era mixta.

– Soy hermana de esa pobrecilla, pero, quién sabe por qué, somos más diferentes que una tortuga y una jirafa. Pero esas mujeres de la asistenta social insistieron mucho: "Tome en custodia al pobre muchacho; usted, además, está sola, es viuda; verá cuánta compañía le hace, y podrá educarlo y apartarlo del mal camino…". Y yo soy un poco una vieja chocha; me dejé conmover y acepté la custodia del muchacho. ¡Dios mío! Desde entonces no me he quitado a la policía de casa; venían a llevarse a Ettorino al Beccaria porque había hecho alguna, o venían a traérmelo cuando había terminado sus vacaciones en el reformatorio. O bien venían a preguntarme dónde estaba Ettorino, porque tenían que tirarle de las orejas; pero yo no sabía dónde estaba porque hacía dos o tres días que no venía por casa y yo no podía ir a buscarlo. Y usted, señor brigadier, ¿qué desea saber? Diga, no haga cumplidos; yo con la policía sont pan e but è r, soy pan y mantequilla, digo en broma, pero aunque bromee no tengo malditas las ganas. Si supiera las amarguras que he pasado por causa de ese muchacho y de la desgraciada de su madre… He hecho todo lo que he podido para que ese desdichado se enderezase, pero es tanto como pretender convertir el aceite en vinagre, y no lo he conseguido.

Duca escuchó todo lo que ella espontáneamente y de corazón y en desorden le estaba contando, pero cuando se calló como cansada, como agotada, y sin embargo con una sonrisa en aquel rostro juvenil lleno de arrugas, no supo mucho más de lo que sabía antes de que ella hubiese hablado.

– El chico, de acuerdo con la ley, ¿vivía con usted? – comenzó entonces a interrogarla.

– Sí, ciertamente, de acuerdo con la ley tenía que vivir aquí – respondió ella, baja y seca, con seca precisión -. No podía salir después de las nueve de la noche; de día tenía que ir a trabajar como mozo del charcutero de la plaza, que es uno de los mejores charcuteros de Milán, y por la noche había de ir a la escuela nocturna. Pero la ley es cosa de risa.

Como funcionario público, Duca no podía compartir oficialmente aquella teoría, pero la compartía oficiosamente. Las leyes deben ser respetadas; de otro modo son cosa de risa, como decía la mujercita que tenía delante, la señora Faluggi viuda de Novarca.

– Mi sobrino, de vez en cuando, se portaba bien – continuó ella tranquila y amarga-: hacía los encargos del charcutero, de día me ayudaba un poco en la casa, y por la noche iba a la escuela nocturna… y yo creía que se estaba corrigiendo, y le decía que si era bueno todo iría mejor. Pero era perder el tiempo.

– ¿Por qué?

– Porque luego daba la vuelta. Desaparecía de casa noche y día; no iba a la escuela nocturna; yo avisaba a la policía (porque tengo la obligación de hacerlo, puesto que Ettorino está bajo mi tutela) y el policía, al teléfono, me decía: "Sí, señora; tomamos nota", y colgaba. Con todos los delincuentes que tienen entre mano y ojo, a ver si van a tener tiempo para preocuparse por un menor de edad confiado a su tía. Pero de vez en cuando llegaba un policía: "¿Todavía no ha dado señales de vida el sobrino?". O bien llegaba la asistenta social…

– ¿Alberta Romani? – preguntó Duca.

– Sí, Alberta Romani es la asistenta social de la zona

– dijo la pequeña señora -, y me preguntaba si el chico, es decir, mi sobrino, había regresado, y yo le respondía que no, y ella me decía entonces: "No se lo diga a la policía porque lo meterán en el reformatorio". Era muy buena esa mujer, pero con los delincuentes la bondad es inútil. Upa vez hasta vino la maestra de la escuela nocturna.

– ¿La señorita Crescenzaghi? – preguntó Duca. -Sí, la señorita Matilde.

– ¿La que fue encontrada muerta en el aula de la escuela? – insistió Duca.

Los ojos de la viejecita de cabellos todavía negros se encendieron de ira.

– Sí, la que ha sido asesinada por aquella pandilla de malvados – especificó.

También Duca era del mismo parecer, pero no deseaba expresarse tan drásticamente.

– ¿Y qué dijo la señorita Matilde Crescenzaghi? – preguntó.

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