Giorgio Scerbanenco - Muerte en la escuela

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La señorita Matilde Crescenzaghi, maestra de la escuela nocturna Andrea y Maria Fustagni, ha sido brutalmente violada y asesinada. En el momento de los hechos, los once alumnos de la clase se encontraban en el aula, pero una férrea ley del silencio sume en el desconcierto a los investigadores. Duca Lamberti tendrá que enfrentarse en esta nueva entrega a un mundo de marginación, miserias y venganzas si quiere encontrar la verdad.

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– Tranquilízate, que te sacaré del apuro – dijo a Carolino, volviendo a la salita. Se dirigió a la cocina y se sirvió medio vaso de coñac-. ¿Quieres? -preguntó al chico, que la había seguido. Carolino dijo que no y ella tosió y bebió otro sorbo-. Sal inmediatamente fuera de aquí por los tejados. Recuérdalo, porque lo hiciste otra vez.

Carolino asintió, lo recordaba. Por la terraza de aquella buhardilla se saltaba fácilmente a otra terraza vecina, y de ésta a otra y otra, y luego había que forzar una portezuela desquiciada que daba a una escalera y al fondo de la escalera había un patio que daba a Vía Borghetto, al otro lado de la manzana.

– Pero la otra vez estaba oscuro y ahora es de día y pueden verme por las ventanas – objetó.

– Es posible – repuso ella -, pero si te ven, no trates de escapar, porque si lo haces se fastidió todo. Dices que vives en Via Borghetto y que apostaste con un amigo a que pasabas por todas las terrazas. Eres un niño y te creerán.

Evidentemente, era una buena excusa, pensó Carolino. Marisella era astuta y con ella podía considerarse seguro.

Sonrieron los dos, ella a causa de la acción de la pastilla, y él por ingenuidad.

– Mientras tanto, yo saldré normalmente por el portal y tomaré el coche. Esos dos marranos me verán, pero soy una de las muchas personas que entran y salen por esa puerta. No saben que tú has venido a verme porque ignoran que seamos amigos. Te esperan a ti, no a mí. – Le gustaba que el chico asintiese; tenía la impresión de que el plan era perfecto -. Iré con el coche a esperarte en la esquina del Viale Majno; te metes en él apenas salgas de la casa de Via Borghetto y nos largamos.

Carolino asintió de nuevo, pero todavía tenía un poco de miedo.

– Vamos, narizotas; será mejor que empieces a moverte – dijo ella. Volvieron a la salita y le abrió la ventana -. Vamos.

Carolino vaciló.

– ¿Estarás de veras en el Viale Majno?

– ¿Por qué no había de estar? – dijo ella-. Si te echan a ti el guante, me lo echan también a mí, ya lo sabes.

Se dio cuenta de que lo había tranquilizado y vio cómo el chico se deslizaba a la terraza de abajo, que era un simple tejado sin buharda. Lo vio luego pelear con el alambre de espino para pasar a la otra terraza en la cual sí había una buhardilla, pero era un trabajo fácil. Ahora tenía que irse ella. Cerró todos los postigos, apagó la estufa, comprobó que no se dejaba nada comprometedor – no, realmente ya no había nada que pudiera comprometerla -, salió al rellano, cerró la puerta, bajó las escaleras que desembocaban en el rellano del ascensor y momentos después salía por el portal que daba a la plaza Duse. Observó que los policías que estaban junto al 1100 la miraban e imprimían su imagen en su memoria; no le importó y se dirigió tranquilamente a su 600 aparcado en Via Salvini, abrió, subió a él, lo puso en marcha, salió de Via Salvini, se mezcló con los demás coches del Corso Venezia, giró a la derecha y se metió en el Viale Majno.

Dejada atrás Via Borghetto, se detuvo en la esquina. Miró el reloj, encendió un cigarrillo y, al abrir el bolso, comprobó que llevaba la navaja, aspiró unas bocanadas y volvió a mirar el reloj. Había transcurrido un minuto y algo más. Tenía que esperar casi diez minutos. Temía ya que Carolino hubiese cometido algún error, pero lo vio venir por el fondo de Via Borghetto. Caminaba de prisa, casi corría. Ella pensó que parecía como si quisiera avisar a la gente de que estaba huyendo. Un estúpido. Abrió la portezuela y el chico entró, precisamente como un perseguido.

– ¿Ha pasado algo? ¿Qué has hecho en todo este tiempo? – preguntó ella.

– No lo sé… – Carolino jadeaba -…Me vio una vieja cuando salté a su terraza. Estaba precisamente allí, mirando… Abrió la ventana y gritó "¡Al ladrón!", y eché a correr.

Ella pensó que era un estúpido. Demasiado estúpido para vivir. Y puso en marcha el coche nerviosamente.

CAPÍTULO V

¿ De qu é sirve detener a un monstruo? ¿ De qu é sirve castigarlo? ¿ De qu é sirve matarlo? ¿ Y de qu é sirve que viva?

1

Livia miró su reloj. Casi las dos. Luego miró el pequeño tablero de ajedrez entre ella y Duca. Tenían que pasar el tiempo esperando que Carolino volviese de comprar los cigarrillos. Y jugaban al ajedrez.

– Estáte en lo que haces – dijo Duca.

Él no miró el reloj.

Livia movió. Pensaba en Carolino. Había salido hacía casi una hora. Le gustaba mucho jugar al ajedrez con Duca, pero tenía en el pensamiento la cara de Carolino, flaca, huesuda, la gruesa nariz aquilina, los ojos claros y saltones, con una expresión insegura, de miedo y también de desafío.

– Es una extraña defensa. ¿La inventaste tú? – preguntó Duca con sarcástica sonrisa, apenas ella hubo movido la pieza.

– No te lo tomes a broma – replicó ella -, es la moderna defensa Benoni, tú…

El teléfono la interrumpió. Lorenza, que estaba en el recibidor, dijo:

– Contestaré yo – y un instante después volvió a la cocina -. Es Mascaranti.

Duca se levantó, fue al aparato y escuchó. Dijo:

– Comprendo – y añadió: – Voy en seguida.

Volvió a la cocina. Miró a Livia con un matiz de tristeza.

– Carolino ha huido. Mascaranti lo ha seguido y le ha visto entrar en un edificio de la plaza Duse. Ahora está vigilando y el muchacho no ha salido aún. Hemos de ir en seguida, antes de que salga. – Mientras hablaba había colocado en su cajita las pequeñas piezas de ajedrez. – Has perdido la apuesta – y tendió la mano.

Ella fue a buscar el bolso y le dio mil liras.

– No creí que Carolino huyera – su voz se había entristecido -. Me pareció un buen chico.

– Es un buen chico – dijo Duca -. Pero tú no has estado en un reformatorio, en una cárcel o en un orfanato, y no puedes comprender lo que significa la libertad para un muchacho como ése. Hasta son capaces de matar a alguien por estar libres.

En pocos minutos llegaron con el coche a la plaza Duse. Apenas habían dado las dos de la tarde. Mascaranti dijo:

– Aún no ha salido.

– Tenemos que esperar – respondió Duca -, al menos hasta que cierren el portal – es decir, hasta las nueve -. Mientras tanto yo iré a ver a la portera.

Dijo a Livia que lo esperase y entró por el mismo portón por donde poco menos de una hora antes había entrado Carolino. La portera, al oír el timbre de la media verja, sacó la cabeza por la puerta de su apartamiento que daba a la terracita. Duca subió los tres escalones y entró en la terraza. Mostró la credencial y la mujer dijo en seguida que estaba terminando de fregar los platos y que la disculpase. Era joven, parlanchina y todavía llevaba en la mano izquierda el largo guante de goma amarillo para los quehaceres de la casa.

– El registro de los inquilinos – pidió Duca.

La mujer volvió a su apartamiento y momentos después regresó con el registro. Se había quitado también el otro guante y el mojado delantal y se mostró en toda la sinuosidad de líneas, subrayadas por un pullover muy ajustado.

Mientras comenzaba a leer el registro con la cabeza baja, Duca preguntó:

– ¿Vio pasar hace cosa de una hora a un muchacho alto, flaco, con una gran nariz aquilina?

La joven aparentó pensar intensamente.

– No… Estaba a la mesa, ¿sabe?, porque también los porteros comen, y dejo abierta la puerta que da aquí a la garita, pero, ¿sabe?, no siempre estoy con el ojo puesto en ella. Podría haber entrado sin que lo hubiera visto, aunque hubiese tenido que oír el timbre, porque ya lo tengo tan metido en los oídos que hasta lo sueño por la noche.

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