Qiu Xiaolong - Seda Roja

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Un asesino en serie acecha a las jóvenes de Shanghai. Sus crímenes han creado gran expectación y alarma en la prensa y entre los ciudadanos, sobre todo porque suele abandonar a los cadáveres enfundados en un vestido muy llamativo, rojo y de estilo mandarín. Cuando el caso comienza a complicarse, el inspector jefe Chen Cao está de permiso: acaba de matricularse en un máster sobre literatura clásica china en la Universidad de Shanghai. Pero en el momento en que el asesino ataca directamente al equipo de investigadores del Departamento, a Chen no le queda más remedio que volver al trabajo y ponerse al frente de la investigación. Mientras intenta dar con el asesino antes de que se cobre nuevas víctimas, irá descubriendo que la raíz de estos asesinatos se remonta al trágico y tumultuoso pasado reciente del país.

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Las cosas también estaban cambiando aquí. Un nuevo rascacielos se elevaba por detrás del Jardín Yu, que originalmente fue el jardín del alcalde de Shanghai en la antigua dinastía Qing. El edificio estaba construido al estilo tradicional del sur, con grutas y pabellones antiguos. Durante la infancia de Chen sus padres solían llevarlo a ese jardín porque no podían pagar el viaje a Suzhou y Hangzhou.

Dejando atrás el jardín, Chen se dirigió a buen paso hasta el Puente de las Nueve Curvas. Supuestamente, estas nueve curvas impedían que los espíritus malignos pudieran encontrar su camino. Una pareja de ancianos lanzaba migas desde el puente a las carpas doradas, invisibles en el estanque. Los ancianos lo saludaron con la cabeza. Hacía demasiado frío para que los peces salieran a la superficie, pero los ancianos permanecían allí de pie, esperando. La última curva del puente lo condujo al restaurante Bollo de Sopa de Nanxiang.

La primera planta del restaurante no parecía haber cambiado demasiado: una larga hilera de clientes esperaban su turno para entrar. Durante la espera, observaban a través de la gran ventana de la cocina una escena que siempre resultaba entretenida. Los ayudantes de cocina extraían la carne de cangrejo con habilidad y la colocaban sobre una larga mesa de madera para mezclarla con carne picada de cerdo. Chen subió por las serpenteantes escaleras hasta la segunda planta, que estaba muy llena pese a que allí todo costaba el doble. Así que subió otro tramo de escaleras hasta la tercera planta, que cobraba el triple por los mismos bollos de sopa. Las mesas y las sillas eran de caoba de imitación y no demasiado cómodas, pero al menos no había demasiada gente. Chen se sentó a una mesa con vistas al lago.

Mientras se acercaba un camarero para servirle una taza de té, Chen vio a Nube Blanca subiendo por las escaleras. La joven, alta y esbelta, llevaba un abrigo blanco de piel sintética y zapatos de tacón. Al ayudarla a sacarse el abrigo, Chen vio que se había puesto un vestido mandarín rosa modificado que dejaba la espalda al descubierto. El vestido le quedaba muy bien y acentuaba sus curvas. De nuevo recordó la famosa frase de Confucio: «Una mujer se embellece para el hombre que sabe apreciarla».

– Apareces flotando como una nube matutina -comentó Chen antes de pedir cuatro vaporeras con bollos de sopa rellenos de carne picada de cangrejo y de cerdo. El camarero le tomó nota mientras miraba de reojo a Nube Blanca.

– Hoy tienes bastante apetito -dijo ella, colocando sobre la mesa un bolso de seda rosa que hacía juego con el color de su vestido.

– «Una beldad tan deliciosa que la gente quiere devorarla» -respondió Chen, citando a Confucio.

– Estás muy romántico.

Nube Blanca abrió un paquetito con una bola de algodón empapada en alcohol que llevaba en el bolso. Primero limpió los palillos del inspector, y después los suyos. El Nanxiang era uno de los pocos restaurantes de Shanghai que aún se resistían a usar palillos desechables.

– Nostálgico, quizá -respondió Chen, sumergiendo las rodajas de jengibre en platillos con vinagre. Uno de los platillos, mellado como en los viejos tiempos, le recordó aquella tarde que pasó con su primo Peishan.

A principios de la década de los setenta, Peishan fue uno de los primeros jóvenes con estudios que «viajaron al campo para ser reeducados por los campesinos pobres y de clase media baja». Antes de irse de Shanghai Peishan trajo a Chen a este restaurante, al que, como otros restaurantes de la época, en principio sólo acudía gente trabajadora «de acuerdo con la gloriosa tradición del Partido de vivir de forma simple y de trabajar sin descanso». El disfrute culinario estaba considerado una extravagancia burguesa decadente: la gente debía comer platos sencillos para contribuir a la revolución. Varios restaurantes de lujo tuvieron que cerrar. El Bollo de Sopa de Nanxiang sobrevivió como afortunada excepción gracias a sus precios increíblemente bajos: una vaporera de bambú sólo costaba veinticuatro céntimos, cantidad que cualquier obrero podía permitirse. Aquella tarde, Peishan y Chen esperaron pacientemente casi tres horas a que llegara su turno. Estaban tan hambrientos que no dudaron en pedir una gran cantidad de comida: cuatro vaporeras de bambú para cada uno, después de la larga espera y del comentario sentimental de Peishan: «¿Cuándo, cuándo podré volver a Shanghai? ¿Cuándo volveré a probar los deliciosos bollos rellenos de sopa?».

El primo Peishan no volvió. Mientras estaba en el campo, muy lejos de Shanghai, sufrió una crisis nerviosa y se tiró a un pozo sin agua. Tal vez murió de hambre en su interior.

Han pasado veinte años como en un sueño.

¡Qué sorpresa que aún esté aquí hoy!

Chen decidió no contarle a Nube Blanca este episodio de la Revolución Cultural, que él había recordado con nostalgia teñida de amargura. Nube Blanca pertenecía a otra generación y probablemente no lo entendería.

Pero los bollos de sopa aparecieron y sabían igual que antes: recién hechos, muy calientes en las vaporeras de bambú dorado, con su intensa combinación de sabores de tierra y de río, el óvalo de cangrejo escarlata tan apetecible a la luz de la tarde. El bollo se abrió cuando Chen lo rozó con los labios, y de su interior salió la sopa borboteante, con el delicioso sabor que tanto recordaba.

– Según un libro de gastronomía, la sopa que hay dentro del bollo es en realidad la gelatina de la piel de cerdo mezclada con el relleno. Al colocar la vaporera sobre los fogones, la gelatina se convierte en líquido caliente. Tienes que morder con cuidado, o la sopa saldrá de golpe y te quemará la lengua.

– Ya me lo has contado otras veces -dijo ella sonriendo, mientras mordisqueaba con cuidado antes de sorber la sopa.

– Ah, sí, me trajiste una bolsa llena de bollos durante el proyecto del Nuevo Mundo.

– Fue un placer ser tu pequeña secretaria.

– Hoy tengo que pedirte otro favor -dijo Chen-. Sé que eres experta en informática. ¿Podrías buscarme algo en Internet?

– Claro. Si quieres, también puedo llevar a tu casa el portátil de la señora Gu.

– No, no creo que tenga tiempo -replicó Chen-. Habrás oído hablar sobre el caso del vestido mandarín rojo. ¿Podrías hacer una búsqueda sobre el vestido? Una búsqueda exhaustiva sobre su historia, su evolución y su estilo a lo largo de distintas épocas. Cualquier cosa relacionada directa o indirectamente con un vestido así, no sólo en la actualidad, sino también en los años cincuenta o sesenta.

– Lo haré, no te preocupes -aseguró ella-, pero ¿a qué te refieres con cualquier cosa relacionada directa o indirectamente con el vestido?

– Ojalá pudiera ser más específico, pero digamos que podrías buscar cualquier película o cualquier libro en los que un vestido mandarín desempeñe un papel importante, o a alguna persona conocida por llevarlo o por confeccionarlo, o cualquier comentario o crítica sobre el vestido que resulte relevante. Y, por supuesto, cualquier vestido mandarín que se parezca al que llevaban las víctimas. Y quizá necesite también que me hagas un par de recados.

– Cualquier cosa que me pidas, jefe.

– No te preocupes por los gastos. Este año aún no he gastado una parte del fondo del que puedo disponer como inspector jefe. Si no lo gasto pronto, el Departamento lo reducirá el año que viene.

– ¿Entonces no vas a dimitir, inspector jefe Chen?

– Bueno… -Chen no pudo acabar la frase, porque un chorro de sopa atravesó la delgada corteza del bollo pese a sus precauciones. Nube Blanca, siempre tan perspicaz, le dio una servilleta de papel rosa. Ser inspector jefe no estaba tan mal, después de todo. Tenía una «pequeña secretaria» sentada a su lado, como una flor comprensiva.

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