– ¿En Londres tratan peor a los animales que aquí? -Emily trató de que su voz no expresara ofensa.
– No, en absoluto. Era miembro del Parlamento, y allí es donde se cambian las leyes.
– Ah, sí, por supuesto. -Pensó que debía acordarse de preguntarle a Jack si había oído hablar de Dick Humanidad. Pero ahora tenía que llevar la conversación de vuelta a lo que necesitaba saber-. Daniel sigue sin acordarse de nada. -Le pareció que estaba siendo abiertamente descortés, pero no se le ocurría una forma más sutil de plantearlo-: ¿Cree que el barco se dirigía a Galway? ¿De dónde supone que había venido?
– Se refiere a que debemos pensar qué podemos hacer para ayudarle -dijo Maggie pensativa-. La cuestión es que podía haber zarpado de cualquier sitio: Sligo, Donegal o incluso más lejos.
– ¿Su acento le dice algo? -preguntó Emily-. Yo no conozco Irlanda, pero si estuviera en casa puede que tuviera alguna idea. Como mínimo habría distinguido entre Lancashire y Northumberland.
– ¿Y eso habría ayudado? -dijo Maggie con interés-. Tenía entendido que Inglaterra era un lugar muy grande, con millones de personas.
Emily suspiró.
– Sí, tiene razón, naturalmente. No serviría de mucho.
Pero en Irlanda hay muchas menos, ¿verdad? -Era una pregunta cortés, ya sabía la respuesta.
– Sí, pero en el caso de un marinero es distinto. Ellos adoptan expresiones de todas partes, y a veces también acentos. Yo no soy buena en eso. Me doy cuenta de que no procede de esta zona de la costa, pero eso tampoco quiere decir que venga del norte, ¿no cree? Puede ser de cualquier parte. Cork, o Killarny, o incluso Dublín.
Emily se inclinó y recogió el polvo que había con la pala. No es que hubiera mucho, más que un verdadero trabajo, era un gesto.
– No, tiene usted razón. Puede ser de cualquier parte. ¿La mayoría de la gente del pueblo nació aquí?
– Casi todos. El señor Yorke es de Galway, creo, pero diría que su familia es de un pueblo de por aquí. Está muy arraigado en este lugar. Si quiere usted conocer la historia, debe preguntarle a él. No solo le contará las leyendas, sino también el significado que tienen. -Sonrió sin muchas ganas-. Todas las viejas disputas entre los Flaherty y los Conneeley, las buenas obras de los Ross y los Martin, y las malas también, y las historias de amor y las batallas de la época de los reyes de Irlanda en tiempos de la prehistoria.
– ¿De veras? Entonces debo intentar que me lo cuente. -Emily aceptó la sugerencia, aunque no era el pasado remoto lo que ella buscaba. Intentó que la conversación volviera de nuevo al presente-. Los Flaherty me parecen interesantes. ¿Cómo era Seamus Flaherty? Tengo entendido que Brendan se le parece mucho.
Maggie apartó los ojos y empezó a mirar lo que estaba haciendo con mucha atención.
– Oh, supongo que sí-dijo con un tono despreocupado, pero tenso-. De un modo superficial. Desde luego físicamente se le parece. Los mismos ojos, la misma manera de andar, como si el mundo fuera suyo y tuvieras la suerte de que te permitiera compartirlo.
Emily sonrió.
– ¿Usted le apreciaba? -preguntó.
Maggie se quedó callada. Tenía la espalda rígida y empezó a mover las manos más despacio.
– Me refiero a Seamus -aclaró Emily.
– Oh, bastante, supongo. -Maggie volvió a moverse con energía-. Era bastante buena persona, mientras no le tomaras demasiado en serio.
– ¿Demasiado en serio?
– Bueno, no podías fiarte de él -concretó Maggie-. Sabía ganarse a la gente, y era capaz de hacerte morir de risa. Pero la mitad de las cosas que decía eran bobadas. Te embelesaba con la mirada, y bebiendo tumbaba a cualquiera.
– ¿Y tenía éxito con las mujeres? -preguntó Emily sin rodeos.
Maggie se ruborizó.
– Oh, desde luego. De eso puede estar segura. Eso, y un carácter peleón.
Emily no necesitó preguntar si la señora Flaherty le había amado; eso se lo había visto en la cara. Detrás de aquella sobreprotección hacia su hijo, y aquella sutil distancia que mantenía con los demás, había una profunda vulnerabilidad. Ahora la explicación era fácil de entender.
Pero Emily notó además en la voz de Maggie cierta turbación, cierta ternura no por el padre, sino por el hijo, que la traicionaba también a ella. ¿Era eso, también, una defensa de uno de los suyos, de un hombre que una forastera inglesa podía malinterpretar con demasiada facilidad? ¿O era algo más?
Se concentró en ayudar en las tareas domésticas. Maggie se ocupó de la plancha, un trabajo que requería bastante habilidad, pues había que calentar alternativamente las dos planchas de hierro sobre la cocina, y utilizarlas mientras tuvieran una temperatura bastante específica: no demasiado caliente para no quemar la ropa blanca, ni demasiado fría para planchar las arrugas.
Emily peló y cortó las verduras y las dejó en agua fría hasta que Maggie estuviera lista para preparar el guiso.
* * *
Por la tarde Emily fue paseando por la costa hasta la tienda. Necesitaban más té, azúcar y unas pocas cosas más. El viento era frío y cortante, pero no helado como hubiera sido en Londres. Seguía soplando del oeste, y en cada bocanada de aire notaba el sabor de la sal y las algas del océano. El mar estaba cubierto de nubes, pero allí el cielo era azul y despejado, con unos pocos nubarrones de tormenta de un blanco cegador, que se desplazaban lentamente.
La propia orilla estaba agitada, la arena arrasaba parte de la hierba seca y tramos salpicados de flores, las dunas se movían de un lado a otro, como si hubieran equivocado el sitio. Por todas partes había montones de maleza y algas negras, arrancadas de zonas profundas y desperdigadas sobre la arena. Emily no pudo evitar ver los extremos de los maderos rotos que sobresalían entre ellas, astillas del barco que se había hundido, como si el mar no pudiera digerirlos y los hubiera vuelto a expulsar. Era una especie de monumento a la osadía humana, y al dolor.
Se detuvo a observar uno de los pedazos más grandes, un trozo de madera clara y tosca que asomaba por la maraña de algas negras, y entonces se dio cuenta de que Padraic Yorke estaba justo detrás. Emily se volvió, le miró a los ojos, y vio el reflejo de la misma tristeza abrumadora que sentía ella, y del miedo que provoca la fuerza y la belleza del mar cuando uno convive con todos sus estados de ánimo.
– ¿Llegan restos de naufragios como este cada invierno? -preguntó ella.
– No solo en invierno -repuso él-. Pero tormentas tan dañinas como esta son muy poco frecuentes.
Tenía profundas ojeras y parecía deshecho de dolor, y Emily se preguntó si él también pensaba en aquella otra tormenta, la de siete años atrás. Y en el joven que había sido arrojado en la playa y que ya nunca se había ido.
– Daniel sigue sin recordar nada -dijo ella de forma impulsiva-. ¿Cree que podría ayudarle alguien de aquí?
– ¿Cómo? -Estaba confuso-. Nadie le conoce, si se refiere a eso. No tiene ningún familiar en el pueblo, ni en los alrededores. -Sonrió apenas-. Aquí todos están emparentados o saben quiénes son parientes. Este es un país primitivo, de gente muy arraigada. No les queda otro remedio. Ese chico no es del oeste de Connemara, señora Radley.
Parecía un comentario absurdo, una suposición sin motivo. Y aun así, ella le creyó.
– ¿Conoce usted esa tierra bastante para decir eso?
– Sí. -Se le iluminó la cara-. La conozco, conozco la tierra, y a toda la gente que vive aquí, y su historia.
Miró a su alrededor y entornó un poco los ojos, como si atisbara el viento que penetraba como un cuchillo, tirando, zarandeando y meciendo los pastizales que se extendían hasta las colinas que se recortaban en el horizonte. Los colores cambiaban en función de las sombras. A veces eran más claros y al momento quedaban en penumbra, y luego adquirían una ligera pátina dorada.
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