Anne Perry - El pasado vuelve a Connemara

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El pasado vuelve a Connemara: краткое содержание, описание и аннотация

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Los planes de Emily Radley para Navidad quedan en nada cuando se entera de que su tía Susannah se está muriendo. A pesar de que no tenían mucha relación, Emily decide ir hasta Irlanda para acompañarla en sus últimos días. A su vez, Daniel, el único superviviente de un naufragio a causa de una tormenta, busca cobijo en el hogar de Susannah. Emily acabará irremediablemente envuelta en la investigación de la muerte sin resolver de Connor, otra víctima de un naufragio, varios años atrás, y lo que descubrirá es que algunas personas serán capaces de hacer cualquier cosa para mantener a salvo sus secretos.

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– Claro que no.

Pero más tarde, mientras paseaba frente al mar en dirección al pueblo, Emily se preguntó por qué Susannah había pensado que el joven se quedaría. Seguro que en cuanto hubiera descansado lo suficiente, querría seguir su camino hacia Galway, para ponerse en contacto con su familia y con los propietarios de su barco. En cuanto descansara un poco más, recuperaría la memoria y estaría ansioso por irse.

Llegó a la leve pendiente que bajaba hasta la playa y contempló el mar agitado, salpicado por restos de espuma blanca. Ahora que había amainado el viento, las olas ya no tenían cresta, pero seguían escarpadas, rugían sobre la orilla y la hierba con una velocidad terrorífica, horadando la arena y consumiéndola en su interior. Tenía un tono gris sin matices parecido a la lava, e igual de sólido.

En la tienda se encontró con Mary O'Donnell y con la mujer que se había presentado como Katheleen. Ambas dejaron de hablar cuando Emily entró.

– Vaya, ¿cómo está usted? -preguntó Katheleen con una sonrisa, como si Emily formara parte del pueblo, ahora que había soportado la tormenta.

Mary le echó un vistazo con cierta cautela, y después se dirigió también a Emily, como si aquello hubiera sido solo un efecto de la luz.

– Debe de estar cansada después de lo de anoche. ¿Cómo está ese joven marinero? Pobrecito…

– Exhausto -repuso Emily-. Pero ha desayunado un poco, y confío en que mañana ya estará más recuperado. Al menos físicamente, claro. Pasará mucho tiempo antes de que olvide el miedo y la tristeza.

– ¿Así que no tiene heridas graves? -preguntó Katheleen.

– Solo magulladuras, por lo que yo sé -le dijo Emily.

– ¿Y quién es?-dijo Mary en voz baja.

En la tienda se produjo un silencio repentino. El señor Yorke estaba en la entrada, pero se quedó inmóvil. Miró a Katheleen, después a Mary. Ninguna de las dos le miró a él.

– Daniel -contestó Emily-. Por lo visto no recuerda nada más, de momento.

El tarro de encurtidos que Mary O'Donnell tenía en las manos se le escurrió, cayó al suelo y el cristal estalló en pedazos. Nadie se movió.

El señor Yorke franqueó la entrada, se acercó y preguntó:

– ¿Puedo ayudarla?

Mary recuperó el sentido.

– ¡Oh!, qué tonta. Lo siento mucho. -Se dispuso a ayudar al señor Yorke y en su azoramiento chocó contra él-. ¡Qué desastre!

Emily esperó; no podía hacer nada para ayudar. Cuando terminaron de recoger y de barrer toda la suciedad, tiraron los encurtidos y los vidrios rotos en el cubo de la basura, y ya no quedó ningún resto del accidente, salvo una mancha de humedad en el suelo y olor a vinagre en el aire. Mary proporcionó a Emily todo lo que había en la lista y lo metió en la bolsa. Nadie volvió a mencionar al joven que había llegado del mar. Emily les dio las gracias y se enfrentó de nuevo al viento. Volvió la vista una vez, y los vio juntos, de pie, observándola, con las caras pálidas.

Volvió paseando por la orilla. La marea estaba bajando y había una franja de arena firme y húmeda, y algas esparcidas que las olas habían arrancado del fondo del océano y habían arrojado allí. Vio pedazos de madera rotos, mellados, y sintió frío en las entrañas. No sabía si eran del barco que había naufragado, pero procedían de algo construido por el hombre que había quedado destrozado y hundido. Supo que no había más cadáveres. O bien se los había llevado el mar y se habían perdido para siempre, o tal vez en aquel momento yacían sobre alguna otra playa, o arrojados contra las rocas más allá del promontorio. Le resultó insoportable imaginarlos allí maltrechos, destrozados y expuestos.

A pesar del aire, agreste y limpio, y de los rayos sesgados del sol que atravesaban las nubes, le sobrevino una sensación de desolación, como de frío en los huesos.

No oyó los pasos que tenía detrás. La arena era blanda y el sonido de las olas silenciaba todo lo demás.

– Buenos días, señora Radley.

Ella se detuvo y dio media vuelta, apretando la bolsa contra sí. El padre Tyndale estaba apenas a un par de metros, con la cabeza descubierta. El viento soplaba sobre su cabello y hacía que los faldones de su chaqueta oscura parecieran las alas de un cuervo herido.

– Buenos días, padre -dijo ella con una sensación de alivio que la sorprendió. ¿Quién había imaginado que sería?-. Ustedes… no, no han encontrado a nadie más, ¿verdad?

– No, me temo que no. -Tenía la cara triste, como si también estuviera herido.

– ¿Cree que pueden haber sobrevivido? ¿Es posible que el barco no se haya hundido? ¿Es posible que el mar lanzara a Daniel por la borda? -sugirió ella.

– Es posible. -No había convencimiento en su voz-. ¿Me permite que le lleve la compra? -Se acercó a cogerla, y como pesaba, ella estuvo encantada de cedérsela.

– ¿Cómo se encuentra Susannah esta mañana? -preguntó él. Su cara expresaba algo más que preocupación… expresaba miedo-. Y Maggie O'Bannion… ¿está bien?

– Sí, claro que sí. Todas estamos cansadas y tristes por la pérdida de vidas humanas, pero aparte de eso nadie está peor.

Él no contestó; de hecho ni siquiera demostró que la hubiera oído.

Ella estaba a punto de repetirlo con más vehemencia, y entonces se dio cuenta de que él le estaba planteando con profunda ansiedad el trasfondo de aquello que ella había captado de forma progresiva desde que el viento había empezado a soplar. No preguntaba por la salud o la fatiga, estaba buscando algo en el corazón que luchaba contra el miedo.

– ¿Conoce usted al joven que llegó a la orilla, padre Tyndale? -preguntó.

Él se detuvo en seco.

– Se llama Daniel -añadió ella-. Por lo visto no recuerda nada más. ¿Le conoce?

Él se la quedó mirando, zarandeado por el viento, con la infelicidad impresa en la cara.

– No, señora Radley. No tengo ni idea de quién es, ni por qué ha venido aquí -contestó sin mirarla.

– No vino aquí, padre -le corrigió ella-. Lo trajo la tormenta. ¿Quién es?

– Ya se lo he dicho. No tengo ni idea -repitió él.

Era una elección de palabras peculiar, una negación total, no la mera declaración de desconocimiento que ella había esperado. En el pueblo pasaba algo malo. Se moría, más allá de las cifras. Había un miedo en el ambiente que no tenía nada que ver con la tormenta. Esta había llegado y había pasado ya, pero la oscuridad permanecía.

– Quizá debería preguntarle qué significa Daniel para esta gente, padre -dijo Emily de pronto-. Yo soy la forastera aquí. Se diría que todo el mundo sabe algo, menos yo.

– ¿Daniel, se llama así? -reflexionó él, y pareció que había levantado la voz, debido a una tregua del viento.

– Eso dice. Parece usted sorprendido. ¿Le conoce usted con otro nombre? -Emily oyó la dureza de su propia voz, que expresaba un cierto matiz de temor.

– No le conozco de nada, señora Radley -repitió él, pero no la miró, y la tristeza de su bondadoso rostro se intensificó.

Ella le puso una mano en el brazo y le agarró con fuerza obligándole o bien a detenerse o a desembarazarse de ella con energía, y él era demasiado educado para hacer eso. Se detuvo frente a ella.

– ¿Qué pasa, padre Tyndale? Es por la tormenta y por Daniel y por algo más. Todo el mundo tiene miedo, como si supieran que iba a naufragar un barco. ¿Qué problema hay en el pueblo? ¿Para qué me quiere aquí Susannah, realmente? Y no me diga que para pasar la Navidad con un familiar. Susannah se distanció de la familia. Para ella el amor era Hugo Ross, y tal vez este lugar y su gente. Aquí es donde fue más feliz en la vida. Ella me quiere aquí por algo más. ¿Qué es?

La cara del sacerdote rebosaba compasión.

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