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Anne Perry: Defensa O Traición

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Anne Perry Defensa O Traición

Defensa O Traición: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuándo el general Thaddeus Carlyon, insigne veterano del Imperio de Su Majestad, muere en una elegante fiesta londinense, nadie sospecha que se trate de un asesinato. Sin embargo, la bella esposa del general, Alexandra, se confiesa autora del crimen, lo que causará una profunda conmoción en la aristocracia victoriana. El detective Wílliam Monk trabajará, incansablemente junto a Oliver Rathbone, su colaborador habitual y abogado defensor de Alexandra Carlyon, para conseguir salvar la vida de la acusada. Defensa o traición, es la tercera novela de la serie de misterio victoriano protagonizada. por el detective William Monk.

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– Va usted muy… arreglada-comentó con un ligero rubor en las mejillas.

El mismo comentario en boca de otra persona la habría enfurecido. No quería parecer arreglada, pues así era como iban las criadas o las jovencitas. Incluso estaba permitido que las doncellas fueran hermosas; de hecho se les exigía que lo fueran. Sin embargo sabía que él lo decía con sinceridad y habría resultado de una crueldad gratuita ofenderse por el comentario, aunque habría preferido que la calificara de «distinguida» o «atractiva». «Hermosa» era esperar demasiado. Su cuñada, Imogen, sí era hermosa y atractiva. Hester se había dado cuenta a la fuerza cuando ese desastroso policía, Monk, se había obsesionado por ella el año anterior durante el caso de Mecklenburgh Square, pero éste no guardaba ninguna relación con las circunstancias de aquella tarde.

– Gracias, comandante Tiplady -dijo con la mayor cortesía posible-. Tenga cuidado mientras estoy fuera, por favor. Si desea algo, tiene la campanilla al alcance de la mano. No intente ponerse en pie sin llamar a Molly para que lo ayude. Si lo hace -añadió con semblante severo- y vuelve a caerse, tendrá que pasar otras seis semanas en cama. -La amenaza era mucho más temible que el dolor de otra herida, y ella lo sabía. Él hizo una mueca de dolor.

– Por supuesto que no -repuso en tono ofendido. -Así me gusta. -Tras estas palabras se marchó, convencida de que el comandante no se movería.

Subió a un coche de caballos, que recorrió Great Titchfield Street, dobló la esquina de Bolsover Street y circuló por Osnaburgh Street hasta llegar a Clarence Gardens, una distancia de casi dos kilómetros. Se apeó del vehículo poco antes de las cuatro en punto. Curiosamente, se sentía como si se dispusiera a participar por primera vez en una batalla. Era ridículo. Debía intentar tranquilizarse. Lo peor que podía sucederle era sentirse turbada. Tenía que superar esa sensación. Al fin y al cabo no se trataba más que de un profundo desasosiego mental. Era infinitamente mejor que un sentimiento de culpa o de pesar.

Respiró hondo, se irguió y subió por las escaleras delanteras. Accionó el tirador de la campanilla con excesiva fuerza y retrocedió un paso para no estar en el umbral cuando abrieran la puerta.

Una sirvienta vestida con elegancia acudió a su llamada casi de inmediato y la miró con expresión inquisitiva, sin que su bello rostro demostrara otra clase de emoción, tal como era de esperar en una persona de su condición.

– ¿Qué desea, señora?

– Soy la señorita Hester Latterly. Vengo a ver a la señora Sobell -respondió Hester-. Creo que me espera.

– Sí, por supuesto, señorita Latterly. Tenga la amabilidad de pasar. -La puerta se abrió de par en par y la sirvienta se apartó hacia un lado para franquearle la entrada. Tomó el sombrero y la capa de Hester.

El vestíbulo era tan impresionante como había imaginado, revestido con paneles de roble hasta una altura de casi dos metros y medio, de donde colgaban cuadros oscuros con marcos dorados y decorados con hojas de acanto y arabescos. Resplandecía con el brillo de la araña, que ya estaba encendida porque la madera oscurecía la estancia a pesar de la luz natural procedente del exterior.

– Acompáñeme, por favor -indicó la sirvienta, que se adelantó a ella-. La señorita Edith se encuentra en el tocador. El té se servirá dentro de treinta minutos. -A continuación la condujo por las escaleras hasta el primer rellano, donde se hallaba el salón de la primera planta, de uso exclusivo para las señoras de la casa y, por consiguiente, denominado «tocador». Abrió la puerta e informó de la llegada de Hester.

Edith, que miraba por la ventana que daba a la plaza, se volvió con expresión complacida en cuanto supo de la presencia de Hester. Lucía un vestido de color ciruela con ribetes negros. El miriñaque era tan pequeño que casi pasaba inadvertido, y Hester pensó al instante que resultaba muy favorecedor, aparte de que era mucho más práctico que tener que mover tanta tela y tantos aros rígidos. No tuvo demasiado tiempo para observar la estancia; sólo se percató de que predominaban los tonos rosas y dorados y que había un hermoso escritorio de palisandro contra la pared del fondo.

– ¡Cuánto me alegra que hayas venido! -exclamó Edith-. Aparte de las noticias que puedas traerme, necesito desesperadamente hablar de asuntos mundanos con alguien que no pertenezca a la familia.

– ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? -Hester adivinó que algo había sucedido, pues notó a su amiga aún más tensa que en su cita anterior. Tenía el cuerpo rígido y se movía con una torpeza inusual incluso teniendo en cuenta que era una mujer grácil. No obstante, lo más revelador eran la fatiga y la ausencia total de su característica alegría.

Edith cerró los ojos y luego los abrió sobremanera.

– La muerte de Thaddeus es infinitamente peor de lo que habíamos supuesto en un principio -informó con voz queda.

– ¿Ah, sí? -Hester estaba perpleja. ¿Qué podía haber peor que la muerte?

– No lo entiendes. -Edith permanecía inmóvil-. Por supuesto que no. No me he explicado lo suficiente, tomo aire-. Ahora dicen que no fue un accidente.

– ¿Dicen? -Hester estaba atónita-. ¿Quiénes?

– La policía, claro está. -Edith parpadeó; estaba pálida-. ¡Dicen que Thaddeus fue asesinado!

Hester se sintió un poco aturdida por unos segundos, como si la confortable sala se hubiera alejado de pronto y ella la contemplara desde la distancia. La cara de Edith se le aparecía bien definida en el centro e indeleble en su mente.

– ¡Oh, querida! ¡Qué horror! ¿Tienen idea de quién fue?

– Eso es lo peor -contestó Edith, que por fin se movió para sentarse en un mullido sofá de color rosa.

Hester se acomodó frente a ella en un sillón.

– Había muy pocos invitados en la cena y no entró nadie del exterior-explicó Edith-, de modo que tuvo que ser uno de ellos. Aparte del señor y la señora Furnival, los anfitriones, los únicos que no pertenecían a mi familia eran el doctor Hargrave y su esposa. -Tragó saliva e intentó sonreír-. Fue espantoso. Sólo estaban Thaddeus y Alexandra; su hija Sabella y su esposo, Fenton Pole, y mi hermana, Damaris, con mi cuñado, Peverell Erskine. No había nadie más.

– ¿Y el servicio? -inquirió Hester con nerviosismo-. Supongo que no cabe la posibilidad de que fuera uno de ellos.

– ¿Con qué objetivo? ¿Por qué iba a matar a Thaddeus uno de los sirvientes?

Los pensamientos se agolpaban a la vez en la mente de Hester.

– ¿Y si sorprendió a alguien robando?

– ¿En el rellano del primer piso? Recuerda que cayó por encima del pasamanos del primer rellano. A esas horas de la noche los sirvientes debían de estar en la planta baja, a excepción quizá de una doncella.

– ¿Joyas?

– ¿Cómo iba él a saber que estaban robando? Si el ladrón hubiera estado en un dormitorio, él no se habría enterado y, en caso de que lo hubiera visto salir, habría supuesto que estaba cumpliendo con sus obligaciones.

La explicación sonaba perfectamente lógica. Hester carecía de otros argumentos. Buscó en su mente, pero no sabía qué decir para confortarla.

– ¿Y el médico? -tanteó.

Edith esbozó una tímida sonrisa para demostrarle que apreciaba sus esfuerzos.

– ¿El doctor Hargrave? No lo creo posible. Damaris me contó lo que ocurrió aquella noche pero no se explicó con demasiada claridad. De hecho estaba deshecha de dolor y no se expresaba de forma congruente.

– Bueno, ¿dónde estaban? -Hester ya había vivido dos asesinatos de cerca, el primero debido a la muerte de sus progenitores, y el segundo a raíz de su amistad con el agente William Monk, que en aquellos momentos trabajaba de detective para quienes desearan localizar a familiares, resolver robos con discreción y asuntos de esa índole en privado, para los casos en los que se prefería no recurrir a las fuerzas del orden o cuando no se había producido delito alguno. Seguro que si empleaba su inteligencia y un poco de lógica podría resultar de alguna ayuda a su amiga.

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