Anne Perry - Defensa O Traición

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Cuándo el general Thaddeus Carlyon, insigne veterano del Imperio de Su Majestad, muere en una elegante fiesta londinense, nadie sospecha que se trate de un asesinato. Sin embargo, la bella esposa del general, Alexandra, se confiesa autora del crimen, lo que causará una profunda conmoción en la aristocracia victoriana. El detective Wílliam Monk trabajará, incansablemente junto a Oliver Rathbone, su colaborador habitual y abogado defensor de Alexandra Carlyon, para conseguir salvar la vida de la acusada. Defensa o traición, es la tercera novela de la serie de misterio victoriano protagonizada. por el detective William Monk.

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Hester se relajó al percatarse de que su amiga bromeaba.

– Si encuentro a dos caballeros que nos convengan, te informaré de inmediato -afirmó en un alarde de generosidad.

– Será un placer.

– Entonces ¿qué puedo hacer por ti?

Se dispusieron a subir por la pequeña pendiente de la orilla más alejada.

– Me gustaría encontrar un trabajo interesante que me proporcionara unos pequeños ingresos a fin de conseguir mi independencia económica. Soy consciente -se apresuró a añadir Edith- de que tal vez no gane lo suficiente para sufragar todos mis gastos, pero si consiguiera aumentar mi asignación actual, disfrutaría de mayor libertad. De todos modos, no soporto pasarme el día en casa cosiendo bordados que nadie necesita, pintando cuadros que no tengo dónde colgar ni ganas de hacerlo y entablando interminables conversaciones triviales con las visitas de mamá. Tengo la sensación de que estoy desperdiciando mi vida.

Hester guardó silencio. Entendía perfectamente la situación y los sentimientos de su amiga, pues había ido a la guerra de Crimea porque deseaba contribuir al esfuerzo bélico y mitigar las condiciones infrahumanas de los hombres que pasaban frío, hambre y morían a causa de las heridas y las enfermedades en Sebastopol. Había regresado de forma apresurada al recibir la noticia de la muerte de sus padres en circunstancias trágicas. Al cabo de muy poco tiempo, descubrió que no heredaría ninguna suma considerable y, aunque aceptó la hospitalidad de su hermano y la esposa de éste durante un corto período de tiempo, no estaba dispuesta a vivir el resto de sus días de aquel modo. A ellos no les hubiera importado, pero a Hester le habría resultado intolerable. Debía labrarse su propio futuro y no suponer una carga más para la economía de su hermano, ya de por sí precaria. Había vuelto a Inglaterra con la intención de revolucionar la enfermería en su país, al igual que la señorita Nightingale había hecho en Crimea. De hecho la mayoría de las mujeres que había trabajado con ella había abrazado la misma causa, y con un fervor similar.

No obstante, su primer y único empleo en un hospital había acabado en despido. El establishment médico no estaba dispuesto a aceptar reformas, y menos si procedían de jóvenes con las ideas muy claras o, en cualquier caso, de mujeres. Además, puesto que ninguna mujer había cursado estudios de medicina, pues se consideraba inadmisible, todo aquello no era de extrañar. La mayoría de las enfermeras carecía de cualificación, se dedicaba a poner vendajes, traía y llevaba instrumentos, quitaba el polvo, barría, echaba leña al fuego, vaciaba orinales, daba ánimos y poseía una categoría moral sin fisuras.

– ¿Qué me dices? -preguntó Edith-. Supongo que no será imposible. -Había cierto desenfado en su voz, pero la expresión de sus ojos era seria; transmitían una mezcla de esperanza y temor. Hester advirtió que la cuestión le preocupaba de verdad.

– Por supuesto que no -repuso-, pero no es fácil. Muchas de las ocupaciones que se permite ejercer a las mujeres son de una naturaleza tal que te verías sujeta a un tipo de disciplina y condescendencia que te resultarían intolerables.

– Tú lo has soportado -puntualizó Edith. -No indefinidamente -la corrigió Hester-. Además, como tu subsistencia no depende de ello, no pondrás freno a tu lengua como hago yo. -Entonces ¿qué puedo hacer? Se encontraban en el sendero de gravilla que discurría entre las flores. Había un niño con un aro a unos diez metros a la izquierda y dos niñas vestidas de blanco a la derecha.

– No estoy segura, pero haré cuanto esté en mi mano para ayudarte -prometió Hester. Se detuvo y volvió la cabeza hacia el semblante pálido e inquieto de Edith-. Algo habrá. Eres habilidosa con las manos y me dijiste que sabes francés. Sí, lo recuerdo. Averiguaré lo que pueda y te pondré al corriente dentro de una semana, más o menos. No, mejor un poco más tarde; me gustaría recabar toda la información que me sea posible.

– ¿El sábado de la próxima semana? -le sugirió Edith-. Será el 2 de mayo. Ven a tomar el té a casa.

– ¿Estás segura?

– Sí, por supuesto. No recibimos a nadie, pero puedes venir en calidad de amiga. Eso está aceptado.

– Entonces iré. Gracias.

Edith abrió mucho los ojos por unos instantes, lo que otorgó luminosidad a su cara. Acto seguido estrechó con fuerza la mano de Hester, dio media vuelta y echó a andar con buen paso por el sendero que serpenteaba entre los narcisos en dirección a la casa del guarda.

* * *

Hester caminó durante media hora más con el fin de gozar del aire primaveral antes de regresar a la calle y requerir los servicios de otro coche de caballos que la llevara a casa del comandante Tiplady para reanudar sus obligaciones.

El comandante estaba sentado en un diván, lo que hacía a regañadientes, ya que lo consideraba una pieza de mobiliario afeminada. Sin embargo, le gustaba contemplar a los transeúntes por la ventana y le convenía tener levantada la pierna herida.

– Buenas -saludó en cuanto Hester entró-. ¿Ha disfrutado del paseo? ¿Qué tal está su amiga?

Hester alisó con un gesto automático la manta que lo cubría.

– ¡No me toque! -exclamó con aspereza-. No ha respondido. ¿Cómo está su amiga? Ha salido para reunirse con una amiga, ¿no?

– Sí, eso es. -Dio un golpecito al cojín para ahuecarlo, a pesar de que él le había llamado la atención. Era una de las bromas que se gastaban el uno al otro y con las que ambos disfrutaban. Provocarla se había convertido en el mejor pasatiempo del comandante desde que estaba recluido en una silla o en la cama y había llegado a apreciar sinceramente a la joven. Por lo general se mostraba un tanto nervioso en presencia de las mujeres, ya que había pasado la mayor parte de su vida en compañía de hombres y le habían enseñado que el bello sexo era distinto en todos los aspectos, pues requería que lo trataran de manera incomprensible para la mayoría de los varones, a excepción de los más sensibles. Le agradaba sobremanera la inteligencia de Hester, que además no era propensa a desmayarse ni a sentirse ofendida sin motivo, no deseaba alabanzas a cada momento, nunca reía por estupideces y, mejor aún, manifestaba un interés considerable por las tácticas militares, lo que para él constituía una especie de bendición difícil de creer.

– ¿Y qué tal está su amiga? -inquirió mientras la observaba. Tenía los ojos de color azul claro y un poblado bigote cano.

– Conmocionada -contestó Hester-. ¿Le apetece un té?

– ¿Porqué?

– Porque es la hora del té. ¿Y panecillos tostados?

– Sí. ¿Por qué estaba conmocionada? ¿Qué le ha dicho usted?

– Le he dado el pésame. -Hester sonrió tras dar media vuelta para llamar al servicio con la campanilla. Por suerte, cocinar no entraba dentro de sus obligaciones, ya que no se le daba demasiado bien.

– ¡No recurra a evasivas conmigo! -exclamó con vehemencia.

Hester agitó la campanilla, se volvió hacia él y adoptó una expresión de seriedad.

– Su hermano falleció anoche en un accidente -explicó-. Se cayó por un pasamanos y murió en el acto.

– ¡Cielo santo! ¿Está segura? -Su rostro, de aspecto pulcro e inocente y piel sonrosada, se tornó grave.

– Me temo que sí.

– ¿Era un hombre dado a la bebida?

– No creo. Por lo menos no hasta ese extremo.

La sirvienta acudió a la llamada y Hester pidió té y panecillos tostados con mantequilla. En cuanto la muchacha se hubo retirado siguió relatando la historia.

– Cayó sobre una armadura y tuvo la desgracia de que le atravesara la alabarda.

Tiplady la miró de hito en hito sin saber con certeza si era víctima de un extraño sentido del humor femenino. No tardó en darse cuenta de que la seriedad de su rostro no era fingida.

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