Anne Perry - Defensa O Traición

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Cuándo el general Thaddeus Carlyon, insigne veterano del Imperio de Su Majestad, muere en una elegante fiesta londinense, nadie sospecha que se trate de un asesinato. Sin embargo, la bella esposa del general, Alexandra, se confiesa autora del crimen, lo que causará una profunda conmoción en la aristocracia victoriana. El detective Wílliam Monk trabajará, incansablemente junto a Oliver Rathbone, su colaborador habitual y abogado defensor de Alexandra Carlyon, para conseguir salvar la vida de la acusada. Defensa o traición, es la tercera novela de la serie de misterio victoriano protagonizada. por el detective William Monk.

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La tensión se respiraba en el ambiente. Los miembros del jurado tenían expresión de verdugos. Charles Hargrave parecía encontrarse mal. Sarah Hargrave se hallaba a su lado, pero saltaba a la vista que sus pensamientos estaban en otro lugar. Edith y Damaris estaban sentadas junto a Peverell.

Felicia tensó el rostro.

– Los muchachos se alistan en el ejército cuando son muy jóvenes, señor Rathbone. ¿Acaso no lo sabía?

– ¿Qué hizo entonces su esposo, señora Carlyon? ¿No temió usted que hiciera lo mismo que luego hizo Thaddeus, es decir, abusar del hijo de un amigo?

Felicia lo miraba de hito en hito, sin despegar los labios.

– ¿O le buscó otro niño para satisfacerlo? ¿Un limpiabotas tal vez? -prosiguió Rathbone sin piedad-. Alguien que no pudiera vengarse… con lo que se evitaba cualquier escándalo… y… -Rathbone se interrumpió al ver que la testigo había palidecido tanto que parecía a punto de desmayarse. Felicia se agarró a la barandilla y todo su cuerpo se tambaleó. Alguien silbó desde el público; era un sonido desagradable y cargado de odio.

Lovat-Smith se puso en pie.

Randolf Carlyon profirió un grito al tiempo que su rostro adquiría un color purpúreo. Jadeó en un intentó por respirar, y las personas que lo rodeaban se alejaron de su lado con horror y sin compasión alguna. Un alguacil se acercó a él y le aflojó la pajarita.

Rathbone sabía que no debía dejar escapar la oportunidad.

– Eso fue lo que hizo, ¿no es cierto, señora Carlyon? -insistió-. Le buscó otro niño a su esposo… luego otro y otro… hasta que consideró que era demasiado mayor para causar más problemas. Sin embargo no protegió a su nieto. Permitió que abusaran de él. ¿Por qué, señora Carlyon? ¿Por qué? ¿Acaso valían la pena todos esos sacrificios, humillar a tantos pequeños, para no empañar su reputación?

Felicia se inclinó con expresión de odio.

– ¡Sí! Sí, señor Rathbone, valía la pena. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Traicionarlo y avergonzarlo en público? Habría arruinado una gran carrera; un hombre que demostraba su valor ante el enemigo y participaba en las contiendas sin arredrarse y sin que le importaran las adversidades; un hombre que fomentaba la valentía de los demás… ¿Por qué habría de traicionarlo? ¿Por sus apetitos? Los hombres tienen apetitos, siempre los han tenido. ¿Qué podía hacer…? ¿Revelar lo que hacía? -Sus palabras estaban llenas de desdén. No parecían importarle los silbidos y protestas del público-. ¿A quién se lo podía contar? ¿Quién me hubiera creído? ¿A quién podía acudir? Una mujer carece de derechos sobre sus hijos, señor Rathbone, y tampoco tiene dinero. Pertenecemos a nuestros esposos. No podemos abandonar el hogar sin su consentimiento, y mi marido nunca me lo hubiera permitido, como tampoco habría consentido que me llevara a mi hijo.

El juez dio golpes con el mazo para pedir silencio.

La estridente voz de Felicia destilaba ira y amargura.

– ¿O acaso hubiera preferido que lo asesinase… como ha hecho Alexandra? ¿Es eso lo que usted considera correcto? ¿Acaso las mujeres deberían asesinar a sus esposos si éstos las engañan, o si lastiman, desprecian o humillan a sus hijos? -Felicia se inclinó sobre la barandilla con el rostro desencajado-. Créame, existen muchas otras crueldades. Mi esposo trataba bien a su hijo, pasaba mucho tiempo con él, nunca le pegó ni lo envió a la cama sin cenar. Le proporcionó una excelente educación y lo ayudó a labrarse un buen futuro. Era un hombre considerado y cariñoso. ¿Acaso tendría que haber renunciado a todo eso y formular una vil acusación en la que nadie habría creído, o acabar en el banquillo de los acusados y luego en la horca… como ella?

– ¿Considera que no tenía alternativa? -inquirió Rathbone con suavidad-. ¿Cree que existía una opción intermedia… que no fuese ni consentir el abuso ni cometer el asesinato?

Felicia permaneció en silencio, con el rostro demacrado y aspecto envejecido.

– Gracias -dijo el abogado con una sonrisa de tristeza-. Ésa era también mi conclusión. ¿Señor Lovat-Smith?

En la sala se oyeron suspiros.

Los miembros del jurado parecían exhaustos.

Lovat-Smith se puso en pie con extrema lentitud, como si estuviera demasiado cansado para continuar. Se aproximó al estrado, observó a Felicia por unos instantes y luego bajó la mirada.

– No deseo preguntar nada a esta testigo, Su Señoría.

– Puede retirarse, señora Carlyon -indicó el juez con frialdad. Pareció a punto de añadir algo, pero no lo hizo.

Felicia descendió por los escalones con torpeza, como una anciana, y se dirigió hacia la puerta. En la estancia reinaba un silencio de condena absoluto.

El juez miró a Rathbone.

– ¿Desea llamar a algún otro testigo, señor Rathbone?

– Con la venia de Su Señoría, quisiera llamar de nuevo a Cassian Carlyon.

– ¿Lo considera necesario, señor Rathbone? Ya ha demostrado usted lo que quería.

– No del todo, Su Señoría. De este niño han abusado su padre, su abuelo y una tercera persona. Creo que es nuestro deber descubrir la identidad del tercer hombre.

– Si considera que puede conseguirlo, adelante señor Rathbone, pero no permitiré que cause un dolor innecesario al niño. ¿Me he explicado con claridad?

– Sí, Su Señoría, con absoluta claridad.

Cassian apareció de nuevo, diminuto y pálido, pero sereno.

Rathbone se aproximó al estrado.

– Cassian… su abuela acaba de declarar que su abuelo también abusaba de usted. No necesitamos hacerle preguntas al respecto. Sin embargo, había una tercera persona y debemos averiguar quién es.

– No, señor; no puedo decírselo.

– Entiendo sus razones. -Rathbone introdujo la mano en el bolsillo y extrajo una navaja para plumas con la empuñadura negra esmaltada. La sostuvo en alto-. ¿Tiene usted una navaja para plumas parecida a ésta?

Cassian se ruborizó al observarla.

Hester dirigió la mirada hacia la galería y reparó en la perplejidad de Peverell.

– Recuerde que debe decir la verdad -le advirtió Rathbone-. ¿Tiene una navaja como ésta?

– Sí, señor -respondió Cassian con indecisión.

– ¿Tiene también un reloj de bolsillo? ¿Un reloj de oro con la balanza que representa la Justicia grabada?

Cassian tragó saliva.

– Sí, señor.

Rathbone sacó del bolsillo un pañuelo de seda.

– ¿Y un pañuelo de seda?

Cassian estaba muy pálido.

– Sí, señor.

– ¿Dónde ha obtenido esos objetos, Cassian?

– Yo… -El chiquillo cerró los ojos.

– ¿Puedo ayudarlo? ¿Se los regaló su tío Peverell Erskine?

Peverell se incorporó y Damaris lo agarró con tanta fuerza que lo hizo tambalear.

Cassian no contestó.

– Se los regaló Peverell… ¿no es cierto? -insistió el abogado-. ¿Le obligó a prometer que no se lo diría a nadie?

Las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas del niño.

– Cassian… ¿es Peverell el otro hombre que abusaba de usted?

De repente se oyó un grito sofocado procedente de la galería.

– ¡No! -exclamó Cassian con desesperación y dolor-. ¡No! No es él. Yo robé esos objetos porque… los quería.

Alexandra lloraba en el banquillo de los acusados, y la celadora que estaba a su lado la rodeó con el brazo con una extraña y súbita ternura.

– ¿Los robó porque le gustaban? -preguntó Rathbone.

– No. No. -La voz de Cassian reflejaba una profunda angustia-. Él era amable conmigo -añadió a voz en cuello-. Era el único que… que no me hacía eso. ¡Era… mi amigo! Yo… -Sollozó con impotencia-. Era mi amigo.

– ¿Oh? -Rathbone no acababa de creer al pequeño-. Entonces, si no era Peverell Erskine, ¿quién era? ¡Dígamelo y le creeré!

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