Anne Perry - Defensa O Traición

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Cuándo el general Thaddeus Carlyon, insigne veterano del Imperio de Su Majestad, muere en una elegante fiesta londinense, nadie sospecha que se trate de un asesinato. Sin embargo, la bella esposa del general, Alexandra, se confiesa autora del crimen, lo que causará una profunda conmoción en la aristocracia victoriana. El detective Wílliam Monk trabajará, incansablemente junto a Oliver Rathbone, su colaborador habitual y abogado defensor de Alexandra Carlyon, para conseguir salvar la vida de la acusada. Defensa o traición, es la tercera novela de la serie de misterio victoriano protagonizada. por el detective William Monk.

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Hester sintió lástima aun a su pesar; resultaba más fácil compadecer a Sarah que a Hargrave, pues en el caso de éste el asombro se unía a la ira.

El juez formuló varias preguntas a Valentine con el fin de asegurarse de que comprendía el significado del juramento antes de volverse hacia Rathbone e indicarle que podía empezar.

– ¿Conocía al general Thaddeus Carlyon, Valentine? -preguntó en tono familiar, como si se hallaran en una sala de estar, no entre las lustrosas paredes de madera de un tribunal, ante cientos de espectadores que permanecían atentos para no perderse ni una sola palabra.

Valentine tragó saliva.

– Sí.

– ¿Lo conocía bien?

– Sí-contestó tras vacilar unos segundos.

– ¿Desde hacía mucho tiempo? ¿Sabe cuánto?

– Sí, desde que tenía unos seis años; es decir, hacía más de siete.

– Así pues, ya lo conocía cuando se hirió en la pierna con la daga. Me refiero al accidente que se produjo en su casa.

Ni uno solo de los presentes se movió ni habló. En la sala reinaba un silencio absoluto.

– Sí.

Rathbone dio un paso hacia él.

– ¿Cómo ocurrió, Valentine? O tal vez debería preguntar ¿por qué?

Valentine lo observó. Había enmudecido y estaba tan pálido que, al verlo, Monk temió que se desmayara.

En la galería, Damaris se inclinó hacia la barandilla con visible desesperación. Peverell cubrió su mano con la suya.

– Si cuenta la verdad -añadió Rathbone con ternura-, no tiene por qué temer. La justicia lo protegerá.

El juez dejó escapar un suspiro, como si estuviera a punto de protestar, pero no lo hizo.

Lovat-Smith no despegó los labios.

Los miembros del jurado estaban muy quietos.

– Yo le apuñalé -susurró Valentine.

Maxim Furnival, sentado en la segunda fila, se tapó el rostro con las manos, en tanto que, a su lado, Louisa se mordía los nudillos. Alexandra se llevó las manos a la boca como si quisiera ahogar un grito.

– Debió de tener un buen motivo para hacer algo así -aventuró Rathbone-. Era una herida profunda. Podría haberse desangrado si le hubiera cortado una arteria.

– Yo… -Valentine se interrumpió.

Rathbone se había equivocado. De inmediato se percató de que lo había asustado demasiado.

– Sin embargo, no sucedió nada-se apresuró a decir-. No fue más que una herida molesta… y supongo que dolorosa.

Valentine estaba desolado.

– ¿Por qué lo hizo, Valentine? -preguntó Rathbone con mucho tacto-. Debió de tener un buen motivo, una razón que justificara un ataque violento.

Valentine estaba a punto de echarse a llorar y tardó varios minutos en serenarse.

Monk sufría por él.

Recordaba su propia adolescencia, la desesperante dignidad de los trece años, la hombría, que está tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.

– La vida de la señora Carlyon puede depender de lo que usted declare -le recordó Rathbone.

Por una vez ni Lovat-Smith ni el juez le recriminaron aquella transgresión de las normas.

– No lo soportaba más -afirmó Valentine con un hilo de voz, de modo que el jurado tuvo que aguzar el oído para captar sus palabras-. ¡Se lo supliqué, pero no sirvió de nada!

– Así pues, ¿se defendió porque estaba desesperado? -inquirió Rathbone. Su voz, clara y precisa, resonó en la sala silenciosa, aunque habló con tono tan bajo como el que habría empleado si estuvieran solos en una pequeña habitación.

– Sí.

– ¿Qué era exactamente lo que no soportaba?

Valentine se ruborizó en el acto.

– Si le resulta demasiado doloroso explicarlo, ¿le importa que lo diga por usted? -propuso Rathbone-. ¿El general lo sodomizaba?

Valentine asintió levemente con la cabeza.

Maxim Furnival soltó un gemido ahogado.

El juez se dirigió a Valentine.

– Debe hablar para que no se le interprete mal -explicó con gran ternura-. Basta con que diga sí o no. ¿Está en lo cierto el señor Rathbone?

– Sí, señor -susurró Valentine.

– Entiendo. Gracias. Le aseguro que no se emprenderá ninguna acción legal contra usted por la herida que infligió al general Carlyon. Fue en defensa propia y no constituye delito. Toda persona tiene derecho a defender su vida o su virtud sin que se la condene. Goza usted de la comprensión de todos los presentes. Nos sentimos indignados por lo que ha sufrido.

– ¿Cuántos años tenía cuando empezó todo esto? -prosiguió Rathbone tras lanzar una breve mirada al juez y recibir su autorización.

– Seis años, creo -respondió Valentine.

Se oyeron suspiros en la sala, y pareció percibirse un escalofrío de rabia. Damaris sollozaba entre los brazos de Peverell. Los murmullos de furia resultaban cada vez más audibles, y un miembro del jurado lanzó un gemido. Rathbone permaneció en silencio por unos momentos; la consternación le impedía continuar.

– Seis años -repitió al cabo de unos segundos por si alguien no lo había oído-. ¿Y siguió haciéndolo después de que lo apuñalara?

– No, no, entonces dejó de hacerlo.

– En esa época el hijo del general debía de tener… ¿cuántos años?

– ¿Cassian? -Valentine se tambaleó y se agarró a la barandilla. Estaba lívido.

– ¿Unos seis años? -aventuró Rathbone con voz ronca.

Valentine asintió.

En esta ocasión nadie le pidió que hablara. Incluso el juez había palidecido.

Rathbone dio media vuelta y avanzó un par de pasos con las manos en los bolsillos antes de volverse de nuevo hacia el testigo.

– Dígame, Valentine, ¿por qué no recurrió a sus padres para acabar con esos terribles abusos? ¿Por qué no se lo dijo a su madre? Supongo que ésa es la reacción natural de los niños cuando se sienten heridos y asustados. ¿Por qué no lo contó, en lugar de sufrir durante todos esos años?

Valentine bajó la mirada; sus ojos reflejaban un hondo sufrimiento.

– ¿Acaso su madre no lo habría ayudado? -insistió Rathbone-. Al fin y al cabo, el general no era su padre. Les habría costado su amistad, pero ¿qué es eso comparado con usted, su hijo? Ella podría haberle prohibido la entrada en la casa. Sin duda su padre habría fustigado a cualquier hombre que se hubiera atrevido a hacerle eso.

Valentine alzó la vista hacia el juez con los ojos inundados de lágrimas.

– Debe responder -indicó el juez con solemnidad-. ¿Su padre también abusaba de usted?

– ¡No! -La sorpresa y la sinceridad de la exclamación de Valentine no dejaban lugar a dudas-. ¡No! ¡Nunca!

El magistrado respiró hondo y se reclinó en su asiento con un atisbo de sonrisa en los labios.

– Entonces ¿por qué no se lo dijo? ¿Por qué no le pidió que lo protegiera? O a su madre. Seguro que ella lo habría protegido.

Valentine no pudo contenerse más y las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas.

– Ella lo sabía. -Se atragantó y respiró con dificultad-. Me dijo que no se lo contara a nadie, y menos a papá. Dijo que le… pondría en una situación embarazosa y que perdería su posición.

Los asistentes manifestaron su ira y algunos exclamaron: «¡Que la cuelguen!» El juez llamó al orden, recurrió al mazo, pero transcurrieron varios minutos antes de que se hiciera el silencio.

– ¿Su posición? -Frunció el entrecejo mientras miraba a Rathbone, sin entender-. ¿Qué posición?

– Gana mucho dinero con los contratos del ejército -explicó Valentine.

– ¿Contratos que le proporcionaba el general Carlyon?

– Sí, señor.

– ¿Le dijo eso su madre? Hable con claridad, por favor, Valentine.

– Sí, ella me lo dijo.

– ¿Está usted seguro de que su madre sabía exactamente lo que el general le hacía? ¿Le contó toda la verdad?

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