Un bicho de largas patas aterrizó de repente sobre su oreja. Una araña somnolienta. La apartó rápidamente con la mano.
Empezó a sentirse encerrado y salió de la cueva arrastrándose despacio. La mochila se le atascó en el techo, pero se puso de lado y se deslizó hasta el suelo congelado.
Aspiró el aire fresco de invierno.
Se puso en pie y caminó, alejándose de las luces que brillaban en la casa parroquial entre los árboles. Cuando llegó al muro del cementerio, supo que estaba en el camino correcto.
De repente, oyó cómo se cerraba la puerta de un coche. Escuchó.
Un motor arrancaba a lo lejos, en la oscuridad.
Aceleró el paso entre los árboles, salió a un ancho sendero y echó a correr. Los árboles se despejaron y divisó la furgoneta de los hermanos Serelius que salía al camino marcha atrás.
Se apresuró hacia ella y abrió la puerta lateral.
Freddy y Tommy volvieron enseguida la cabeza, antes de reconocerlo.
– ¡Conduce!
Henrik entró y cerró la puerta. Resopló cuando el vehículo comenzó a rodar, y se recostó con el corazón desbocado.
– ¿Dónde diablos te habías metido? -le preguntó Tommy por encima del hombro.
Respiró hondo y sujetó el volante con fuerza. La tensión de la cólera agarrotaba sus hombros.
– Me he perdido -respondió Henrik, y se quitó la mochila-. He tropezado con la raíz de un árbol.
Freddy se rió para sí.
– ¡Yo he tenido que saltar por una ventana! -explicó-. He caído entre unos arbustos.
– Por lo menos, el botín ha valido la pena -dijo Tommy.
Henrik asintió, apretando los dientes. ¿Qué pasaría con el anciano al que Tommy había golpeado? No quería pensar en eso ahora.
– Conduce por la carretera del este -dijo-. Vamos al cobertizo.
– ¿Por qué?
– La policía pasará por aquí esta noche -contestó-. Cuando atacan a alguien, vienen volando de Kalmar… No quiero encontrármelos en la carretera nacional.
Tommy suspiró, aunque tomó la salida hacia la carretera de la costa.
Descargar el botín y esconderlo en el cobertizo les llevó apenas media hora, aunque la emoción había valido la pena. Al regresar a la furgoneta, en la mochila de Henrik ya solo quedaban los billetes y la vieja lámpara.
Dieron un rodeo por la carretera de la costa para regresar a Borgholm, pero no se cruzaron con ningún policía. A las afueras de la ciudad, Tommy atropelló un gato o un conejo, pero en esa ocasión estaba demasiado cansado para alegrarse.
– Paremos por hoy -dijo Tommy cuando entraron en las calles iluminadas de la ciudad-. Nos merecemos un descanso.
Llegaron al barrio de Henrik. Eran las tres y cuarto.
– De acuerdo -dijo este lacónico, y abrió la puerta-. Además tenemos que contar el dinero.
No iba a olvidar que los hermanos Serelius habían estado a punto de abandonarlo en el bosque.
– Te llamaremos -dijo Tommy a través de la ventanilla bajada.
Él asintió y se dirigió a su casa.
Una vez allí se miró y se dio cuenta de lo sucio que estaba. El anorak y los vaqueros tenían manchas negras de tierra. Los tiró al cesto de la ropa sucia y bebió un vaso de leche mirando ausente a través de la ventana.
Sus recuerdos de la casa parroquial eran borrosos y no deseaba avivarlos. Por desgracia, la imagen más nítida era la mano del anciano que él había aplastado con la bota. No lo había hecho a propósito, pero…
Apagó la luz y se acostó.
Le resultó difícil conciliar el sueño; le dolía la frente y tenía los nervios de punta, pero finalmente se sumió en la bruma en algún momento cerca de las cuatro.
Un débil golpeteo le despertó un par de horas más tarde.
Oía repicar contra cristal. Luego silencio.
Levantó la cabeza de la almohada y, desconcertado, escrutó la habitación en penumbra.
Oyó de nuevo el vago repiqueteo. El ruido parecía proceder del recibidor.
Abandonó el calor de la cama y se adentró en las sombras tambaleándose y aplicando el oído.
El sonido provenía de la mochila. Tres golpecitos y silencio. Luego otro par de golpes.
Se agachó y abrió la cremallera de la mochila. Dentro tenía la vieja lámpara de la casa parroquial, aún envuelta en el mantel.
Henrik la sacó.
Supuso que la madera se habría enfriado en la furgoneta, y que ahora se calentaba de nuevo. Esa era la razón del ruido y los crujidos.
Colocó la lámpara sobre la mesa de la cocina, cerró la puerta y se acostó de nuevo.
De vez en cuando, le llegaban débiles golpecitos desde la cocina. Resultaban tan irritantes como el goteo de un grifo, pero Henrik estaba tan cansado que aun así acabó durmiéndose.
Lo más importante era no olvidar nunca a Katrine.
Cada vez que Joakim lo hacía, aunque fuera solo un instante, el dolor regresaba inexorable cuando de repente recordaba que ella ya no existía. Por esa razón, intentaba tenerla constantemente en sus pensamientos: justo antes de cruzar la frontera de la pena, pero siempre presente.
El domingo de la tercera semana después del accidente, salió de excursión con los niños por los alrededores de la casa. Se dirigieron al oeste, hacia el interior. Joakim sintió la presencia de ludden tras sí e imaginó que Katrine se había quedado allí para colocar unas tiras de papel pintado. Enseguida saldría al campo y los alcanzaría.
Era un día de noviembre ventoso pero soleado, llevaban bollos y chocolate caliente. La mochila de Joakim tenía acoplada una sillita en la que Gabriel se podía sentar si se cansaba, pero la mayor parte del tiempo el niño corrió con Livia por la pradera.
Al llegar a la carretera nacional, les gritó que se detuvieran, y luego cruzaron juntos, después de mirar a ambos lados, como les habían enseñado a hacer a los niños.
Las últimas noches, Livia había dormido más tranquila y no parecía en absoluto cansada, a diferencia de Joakim, a quien la constante falta de sueño le provocaba una pesada hinchazón detrás de los ojos. Ahora que trabajaba de nuevo en la casa, se sentía algo mejor durante el día, pero las noches todavía le resultaban difíciles. Aun cuando Livia dormía profundamente, él permanecía despierto en la oscuridad, esperando. Escuchando.
A la niña no parecía afectarle hablar en sueños, más bien al contrario.
Había empezado a llevar a casa dibujos hechos en la guardería. Muchos de ellos mostraban a una mujer de pelo rubio que unas veces estaba frente al mar y otras delante de una gran casa roja. En la parte superior solía escribir «MAMÁ» con letras rudimentarias.
Livia seguía preguntando cada mañana y cada noche cuándo iba a volver Katrine a casa, y Joakim siempre daba la misma respuesta: «No lo sé».
Al otro lado de la carretera nacional se extendía un viejo muro de piedra. Después de saltarlo, se hallaron ante una extensión llana y plomiza de agua alternada con zonas de juncos y matorrales de hierba pajiza. No se podía determinar la profundidad de aquella agua negra y estancada.
– Esto es una ciénaga -explicó Joakim.
– ¿Alguien se podría ahogar aquí? -preguntó Livia.
La niña intentó clavar un palo en la charca embarrada, ajena al efecto que su pregunta había producido en Joakim.
– No…, solo si no supiera nadar.
– ¡Yo sé nadar! -exclamó ella.
Durante el verano, había recibido cuatro lecciones de natación en Estocolmo.
Gabriel gritó de repente y luego rompió a reír: se había quedado atrapado, con las botas de goma hundidas en la hierba, junto al agua. Cuando Joakim tiró de él el suelo embarrado lo soltó emitiendo un desilusionado gorgoteo. Dejó a su hijo en el suelo seco, observó el agua negra y recordó de pronto algo que el agente inmobiliario que les enseñó ludden les había contado al pasar junto a la ciénaga.
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