Como funcionario de la Corona, Karlsson es un feligrés privilegiado. Dispone de la mitad de las habitaciones de la casa y tiene banco propio en la iglesia de Rörby. Junto a él, su esposa Anna está sentada en una silla con reposabrazos. Al fondo se encuentran algunas criadas esperando que pase la tormenta. En un rincón se sienta la Vieja Sara, que vino de la casa de Beneficencia de Rörby después de que el farero jefe ganara la subasta para cuidar de ella.
– ¿Dónde has estado? -pregunta Anna al ver entrar a Kerstin.
La voz de la mujer del farero es siempre fuerte y aguda, pero ese día suena más estridente que de costumbre para hacerse oír sobre el ulular del viento.
Kerstin hace una reverencia, se para en silencio frente a la mesa y espera a que todos fijen sus ojos en ella. Piensa en su hermana mayor, que está en América.
Entonces, deja el bulto que ha traído sobre la mesa, justo delante de Sven Karlsson.
– Buenas tardes, farero jefe -dice en voz alta, y desdobla la manta-. Tengo aquí algo que al parecer se le ha perdido.
El tercer amanecer de Joakim en la finca de ludden fue el comienzo de su último día de felicidad en muchos años; quizá en toda su vida.
Por desgracia, estaba demasiado estresado para apreciar lo bien que se sentía.
La noche anterior, a Katrine y a él se les hizo tarde. Después de que los niños se durmieran, estudiaron la habitación sur de la planta baja y consideraron los colores que se adecuarían mejor a sus diferentes personalidades. Habían decidido que el blanco sería el tono base de toda la planta baja, tanto en paredes como techos, mientras que los elementos de madera, como las vigas y los marcos de las puertas, podían variar de una habitación a otra.
Se acostaron a las once y media. La casa quedó en silencio, pero un par de horas después, Livia comenzó a llamar. Katrine apenas suspiró y se levantó de la cama sin decir nada.
Toda la familia se levantó pasadas las seis. En ese momento, el horizonte del este aún estaba negro.
Joakim comprendió que la gran oscuridad invernal se acercaba. Apenas quedaban dos meses para Navidad.
Los cuatro se reunieron alrededor de la mesa de la cocina a las siete. Joakim quería salir cuanto antes hacia Estocolmo y se bebió el té antes de que Katrine y los niños se sentaran. Cuando metió su taza en el lavaplatos, vio una línea anaranjada de luz solar todavía oculta por el mar, y más arriba, en el cielo, una formación negra de pájaros en V que se mecía suavemente sobre el mar Báltico.
¿Eran gansos o grullas? Aún estaba demasiado oscuro para distinguirlas con claridad; además, él no sabía mucho de aves migratorias.
– ¿Veis los pájaros ahí fuera? -dijo, señalando por encima de su hombro-. Hacen lo mismo que nosotros…, se mudan al sur.
Nadie dijo nada. Katrine y Livia comían sus sándwiches, Gabriel se concentraba en succionar la papilla de arroz de su biberón.
Los dos faros, abajo sobre el mar, se elevaban hacia el cielo como estrechos castillos de cuento: el del sur titilaba regularmente con su luz roja. Desde las altas ventanas de la torre norte llegaba una débil luz blanca fija.
Era extraño, pues hasta entonces no había visto encendido ese faro. Joakim se acercó a la ventana. Quizá el brillo blanquecino fuera un reflejo del amanecer, aunque realmente parecía proceder del interior de la torre.
– ¿Hay más pájaros mudándose, papá? -preguntó Livia a su espalda.
– No.
Joakim dejó de observar los faros y regresó a la mesa del desayuno para recogerla.
A las aves migratorias les esperaba un largo viaje, lo mismo que a él. Ese día tenía que conducir cuatrocientos cincuenta kilómetros para recoger las últimas pertenencias de la casa de Bromma. Después, pasaría la noche en casa de su madre Ingrid, un adosado en Jakobsberg, y al día siguiente conduciría de vuelta a Öland.
Ese sería su último viaje a la capital, por lo menos en lo que quedaba de año.
Gabriel parecía alegre y contento, a Livia en cambio se la veía enfadada. Se había levantado de la cama con la ayuda de Katrine, pero aún tenía sueño y guardaba silencio. Sostenía el sándwich en una mano, acodada sobre la mesa, mirando fijamente su vaso de leche.
– Come de una vez, Livia.
– Mmm…
No era madrugadora, pero cuando llegaba a la guardería, su humor solía mejorar. La semana anterior la habían cambiado a un grupo de mayores y parecía sentirse a gusto.
– ¿Qué vais a hacer en la guardería hoy?
– No es una guardería, papá. -Levantó la mirada hacia él con irritación-. Gabriel va a la guardería. Yo voy al colegio.
– A preescolar, ¿no? -preguntó Joakim.
– Al colegio -insistió la niña.
– Vale…, ¿qué vais a hacer hoy?
– No sé -dijo ella, y volvió a fijar la vista en la mesa.
– ¿Jugarás con algún amigo nuevo?
– No lo sé.
– Bien, pero ahora bébete la leche. Tenemos que irnos a Marnäs, a la… colegio.
– Mmm…
A las siete y veinte el sol se elevaba en el horizonte. Los rayos dorados se extendían lentamente sobre el mar en calma, pero no proporcionaban nada de calor. Sería un día soleado, aunque frío: el termómetro colgado en el exterior de la casa marcaba tres grados.
Joakim estaba en el jardín, retirando la escarcha acumulada en los cristales del Volvo. Luego abrió las puertas traseras para que entraran los niños.
Livia se sentó en su silla sin ayuda de nadie y se puso a Foreman en el regazo. Joakim aseguró a Gabriel a una sillita más pequeña, junto a ella. A continuación, se acomodó en su asiento.
– ¿Mamá no nos va a decir adiós con la mano? -preguntó él.
– Tenía que ir al baño -dijo Livia-. Iba a hacer caca. Siempre tarda un buen rato.
La niña se había espabilado tras el desayuno y estaba más habladora. Una vez llegara a la guardería estaría llena de energía.
Joakim se recostó en el asiento y miró la pequeña bicicleta roja de Livia y el triciclo de Gabriel en el jardín. Observó que no tenían candado. Aquello no era la ciudad.
Katrine salió al jardín un par de minutos más tarde, apagó la lámpara del recibidor y cerró con llave la puerta principal. Llevaba puesto un anorak rojo brillante con capucha, y unos pantalones de chándal azul. En Estocolmo, solía vestir de negro, pero allí, en Öland, había empezado a usar ropa más cómoda y colorida.
Les dijo adiós con la mano y acarició la pared de madera pintada de rojo junto a la puerta. Tenía ojeras a causa de la falta de sueño, pero sonrió hacia el coche.
Su casa. Joakim le dijo adiós con la mano y ella volvió a sonreír.
– Ahora nos vamos -dijo Livia en el asiento trasero.
– ¡Vamos! ¡Vamos! -gritó Gabriel, y se despidió de la casa con la mano.
Joakim arrancó el motor y las luces del coche se encendieron. Una fina capa de escarcha cubría el suelo, un anuncio del frío que se acercaba. Dentro de poco, tendría que utilizar las ruedas de invierno.
En el asiento trasero, Livia se puso enseguida unos auriculares para oír las aventuras del oso Bamse: le habían regalado un pequeño casete y en unos minutos aprendió el funcionamiento de los botones. Cuando sonaban canciones en la cinta dejaba que Gabriel las escuchara.
El camino que conducía a la carretera de la costa era una senda cubierta de grava que discurría entre un pequeño y frondoso bosque y una zanja, junto a un viejo muro de piedra. Era estrecha y sinuosa, y Joakim condujo despacio cogiendo con fuerza el volante. Aún no se conocía bien todas las curvas.
Su nuevo buzón de chapa colgaba de un poste junto a la carretera nacional. Joakim redujo la velocidad y miró si se veían luces de otros coches. Pero todo estaba oscuro y vacío en ambos sentidos. Tan desierto como al otro lado de la carretera, por donde se extendía una ciénaga pajiza.
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