Costin escribió que, en sus cinco expediciones, Fawcett trabó invariablemente amistad con las tribus que encontró a su paso. Hubo, no obstante, una excepción. En 1914, Fawcett fue en busca de un grupo de maricoxi en Bolivia. Otros indígenas de la región les habían advertido que fueran precavidos con ellos. Cuando puso en práctica su tentativa habitual, los indios reaccionaron de forma violenta. Al ver que se disponían a masacrarlos, los hombres suplicaron permiso a Fawcett para emplear las armas contra ellos. «¡Tenemos que disparar!», 19gritó Costin.
Fawcett dudó. «No quería hacerlo, pues nunca antes habíamos disparado», 20recordó Costin. Pero, al final, Fawcett transigió. Tiempo después dijo que había ordenado a sus hombres disparar solo al suelo o al aire. Pero, según Costin, «vimos que uno [indígena], al menos, había sido alcanzado en el estómago». 21
Si la versión de Costin es correcta, y no existe motivo para dudar de ello, aquella fue la única ocasión en que Fawcett transgredió su propio decreto, y al parecer quedó tan mortificado que amañó los informes oficiales para la RGS y ocultó la verdad durante el resto de su vida.
Un día, estando con una tribu de indios echoja en la región boliviana del Amazonas, Fawcett topó con otras pruebas que parecían contradecir el concepto preponderante de que la jungla era una trampa mortal en la que pequeñas bandas de cazadores-recolectores llevaban una existencia penosa, abandonando y matando & los suyos para sobrevivir. Fawcett había reforzado esta imagen con relatos de sus angustiosos viajes, por lo que le pasmó descubrir que, al igual que los guarayo, los echoja disponían de inmensas reservas de comida. Con frecuencia utilizaban las tierras que inundaba el río, que eran más fértiles que el resto, para cultivar, y habían desarrollado elaborados métodos de caza y pesca. «La cuestión de la comida nunca les preocupaba -relató Fawcett-. Cuando tenían hambre, se internaban en la selva y atraían a los animales. Yo acompañé a uno de ellos en una ocasión para ver cómo lo hacía. No vi indicios de presencia animal en la maleza, pero el indio sencillamente sabía más que yo. Profirió unos gritos estridentes y me indicó con un gesto que no hiciera ruido. En pocos minutos, un pequeño ciervo asomó tímidamente de entre la maleza […] y el indio lo derribó con el arco y la flecha. He visto cómo monos y aves salían en desbandada de los árboles más próximos con estos peculiares gritos.» 22Costin, tirador galardonado, se quedó igualmente atónito al ver que los indígenas daban en un flanco que él, con el rifle, fallaba una y otra vez. Y no solo fue la capacidad de los indígenas para procurarse un abundante suministro de alimento -condición indispensable para que una población crezca y evolucione- lo que impactó a Fawcett. Aunque los echoja carecían de defensas contra las enfermedades importadas por los europeos, como el sarampión, habían desarrollado un notable surtido de hierbas medicinales y tratamientos nada convencionales para protegerse contra las constantes agresiones de la jungla. Eran incluso expertos en extirpar los gusanos que habían torturado a Murray. «[Los echoja] emitían una especie de silbido con la lengua y al instante la cabeza de la larva asomaba por la herida -escribió Fawcett-. Luego el indio estrujaba la herida con un movimiento rápido y el invasor salía despedido.» 23Y añadió: «Yo he succionado, silbado, protestado e incluso tocado la flauta a los míos, sin absolutamente ningún efecto». 24Un médico occidental que viajaba con Fawcett opinaba que estos métodos eran propios de la brujería, pero Fawcett los consideraba, junto con el surtido de hierbas curativas, una maravilla. «Con semejante prevalencia de enfermedades y dolencias no es de extrañar que empleen hierba medicinales -dijo Fawcett-. Da la impresión de que todo desorden tenga su correspondiente cura natural aquí. -Y añadió-: Por supuesto, la profesión médica no fomenta su uso. Sin embargo, las curas que ellos practican son con frecuencia notables, y hablo como alguien que ha probado varias con un éxito rotundo.» 25Adoptando las hierbas medicinales y los métodos de caza de los nativos, Fawcett estuvo mejor capacitado para sobrevivir en la jungla. «En 99 casos de cada 100 no hay necesidad de pasar hambre», 26concluyó.
Pero, aunque el Amazonas pudiera sustentar a una gran civilización, como él suponía, ¿realmente habían creado una los indígenas? Aún no había pruebas arqueológicas. No había siquiera pruebas de la existencia de poblaciones de gran densidad en el Amazonas. Y el concepto de civilización compleja contradecía los dos principales paradigmas etnológicos que habían predominado durante siglos y que se habían originado con el primer encuentro entre europeos y nativos americanos, hacía más de cuatrocientos años. Aunque algunos de los primeros conquistadores quedaron maravillados ante las civilizaciones que habían desarrollado los nativos americanos, 27muchos teólogos debatían si aquellas gentes de piel oscura y semidesnudas eran, de hecho, humanas; porque ¿cómo podían los descendientes de Adán y Eva haber llegado hasta tan lejos, y por qué los profetas bíblicos los habían obviado? A mediados del siglo xvi, Juan Ginés de Sepúlveda, uno de los capellanes del Sagrado Imperio Romano, argumentó que los indígenas eran «medio hombres», a quienes había que tratar como a esclavos naturales. «Los españoles tienen perfecto derecho de gobernar a estos bárbaros del Nuevo Mundo -declaró Sepúlveda, y añadió-: Existe entre ambos una diferencia tan grande como entre […] los simios y los hombres.» 28
En aquel tiempo, el crítico más contundente a este paradigma genocida fue Bartolomé de Las Casas, un fraile dominico que había viajado por las Américas. En un famoso debate con Sepúlveda y en una serie de tratados, De Las Casas trató de demostrar de una vez por todas que los indígenas también eran humanos («¿No son hombres? ¿Acaso no tienen almas racionales?»), 29y condenar a aquellos que «fingiendo ser cristianos los borraron de la faz de la Tierra». 30En el proceso, no obstante, contribuyó a establecer un concepto de los indígenas que se convirtió en un clásico similar de la etnología europea: el «salvaje noble». Según De Las Casas, los indígenas eran «el pueblo más simple del mundo», «sin malicia ni astucia», «nunca pendenciero, beligerante ni bullicioso», que «no es ambicioso ni codicioso, y que no tiene interés alguno en el poder material». 31Aunque en la época de Fawcett ambos conceptos seguían prevaleciendo en las literaturas erudita y popular, se tamizaban ahora a través de una nueva teoría científica: la evolución. La teoría de Darwin, expuesta en El origen de las especies, de 1859, sugería que el ser humano y el simio compartían un ancestro común, y, sumada a recientes hallazgos de fósiles que revelaban que los seres humanos habían habitado la tierra desde hacía mucho más tiempo de lo que estipulaba la Biblia, contribuyeron de forma irrevocable a escindir la antropología de la teología. Los Victorianos empezaron a abordar la diversidad humana desde una óptica ya no teológica sino biológica. La obra Notes and Queries on Anthropology [Manual de campo del antropólogo], lectura recomendada en la escuela de exploración de Fawcett, incluía capítulos titulados «Anatomía y fisiología», «Cabello», «Color», «Olor», «Gesticulación», «Fisonomía», «Patología», «Anomalías», «Reproducción», «Capacidades físicas», «Sentidos» y «Herencia». Entre las preguntas que se le hacían a Fawcett y a otros exploradores se encontraban las siguientes:
¿Existe alguna peculiaridad destacable en el olor vinculado a las personas de la tribu o al pueblo descrito? ¿Cuál es la postura habitual durante el sueño? ¿Está el cuerpo bien equilibrado al caminar? ¿Llevan el cuerpo erguido y las piernas rectas? ¿Balancean los brazos al caminar? ¿Se encaraman bien a los árboles? ¿Se expresa el asombro en los ojos y la boca, abriéndose estos al máximo, y en las cejas, arqueándose? ¿Provoca rubor la vergüenza? 32
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