David Grann - La ciudad perdida de Z
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Al final, Fawcett, con su habitual impetuosidad, dio un paso que para él era casi tan radical como dejar morir a un hombre: desvió el rumbo de su misión, al menos lo bastante para intentar sacar a Murray de allí. Con acritud y a regañadientes, buscó el asentamiento más próximo. Ordenó a Costin que se quedara con Murray y garantizara su evacuación. Según Costin, Murray dio muestras de delirio. «No detallaré los métodos de fuerza física que tuve que adoptar con él -recordó Costin tiempo después-. Bastará con decir que le quité el revólver para que no pudiese dispararme […]. Pero era la única alternativa a dejarle morir allí.» 70
Finalmente, la partida encontró a un hombre de la frontera a lomos de una muía que prometió intentar llevar al biólogo de vuelta a la civilización. Fawcett ofreció a Murray dinero para comida, pese a que la enemistad entre ambos aún persistía. Costin le dijo a Murray que confiaba en que las duras palabras que se habían intercambiado en la jungla pudieran olvidarse. Luego miró su rodilla infectada. «¿Sabe? Esa rodilla está mucho peor de lo que cree», 71le dijo.
Murray dedujo de su actitud que Costin y los demás esperaban que muriese, que no esperaban volver a verlo. Los hombres lo cargaron sobre la muía. Sus extremidades, al igual que la rodilla, habían empezado a segregar una sustancia fétida. «Es sorprendente la cantidad que sale del brazo y de la rodilla -escribió Murray-. La sustancia del brazo es muy inflamatoria y hace que todo el antebrazo se me enrojezca y duela mucho. La de la rodilla es más copiosa; se derrama en regueros desde media docena de orificios y me empapa las medias.» Apenas podía sentarse sobre la muía. «Me encuentro más enfermo que nunca, la rodilla muy mal, el talón muy mal, los riñones afectados por la comida o el veneno, y tengo que orinar con frecuencia.» Se preparó para morir: «He pasado en vela toda la noche preguntándome cómo será el final, y si es justificable hacerlo más fácil, con fármacos o por algún otro medio»; una alusión al suicidio. Proseguía: «No puedo decir que me asuste el final en sí, pero me pregunto si será muy difícil». Fawcett, Manley y Costin, mientras tanto, siguieron avanzando, tratando de llevar a cabo al menos parte de la misión. Un mes después, cuando salieron de la jungla en Cojata (Perú), no tuvieron noticia de Murray. Había desaparecido. Más tarde, en La Paz, Fawcett envió una carta a la Royal Geographical Society:
Murray, lamento decirlo, ha desaparecido […]. El gobierno de Perú está poniendo en marcha una investigación, pero temo que debió de sufrir un accidente en las peligrosas pistas de la cordillera, o que habrá muerto por el camino a consecuencia de la gangrena. El ministro británico está al corriente y no comunicará nada a la familia a menos que haya una noticia concluyente, en un sentido u otro, o se abandone toda esperanza de su existencia. 72
Tras señalar que Manley también había estado a punto de morir, Fawcett concluía: «Yo estoy bien y en forma, pero necesito un descanso».
Y entonces, milagrosamente, Murray surgió de la selva. Resultó ser que, después de más de una semana, había conseguido, con la muía y el colono, llegar a Tambopata, un puesto situado en la frontera entre Bolivia y Perú y compuesto por una sola casa; allí, un hombre llamado Sardón y su familia lo habían cuidado durante semanas. Lentamente le extirparon «una buena cantidad de gusanos muertos, grandes y gordos», le desinfectaron las heridas y lo alimentaron. Cuando estuvo lo bastante fuerte, lo subieron a lomos de una muía y lo enviaron a La Paz. Por el camino, leyó «pesquisas sobre el señor Murray, presuntamente muerto en esta región». Llegó a La Paz a principios de 1912. Su aparición impactó a las autoridades, que descubrieron que no solo estaba vivo sino también furioso.
Murray acusó a Fawcett de haber intentado asesinarle, y le encolerizó saber que había insinuado que era un cobarde. Keltie informó a Fawcett: «Me temo que existe la posibilidad de que el asunto sea puesto en manos de un abogado de renombre. James Murray tiene amigos poderosos y acaudalados que le respaldan». 73Fawcett insistió: «Todo cuanto, humanamente hablando, podía hacerse por él se hizo […]. Estrictamente hablando, su condición fue consecuencia de hábitos insalubres, insaciabilidad por la comida y excesiva parcialidad por el licor fuerte, todo lo cual resulta suicida en tales lugares. -Fawcett añadió-: Le profeso poca compasión. Sabía en detalle qué era lo que iba a tener que soportar y que en viajes pioneros de este tipo no puede permitirse que las enfermedades y los accidentes comprometan la seguridad de la partida. Todo el que va conmigo comprende esto claramente de antemano. Fue el hecho de que él y el señor Manley estuvieran enfermos lo que me impelió a abandonar el viaje proyectado. Que se sintiera despachado de forma algo cruel […] fue una cuestión de racionamiento de la comida y de la necesidad de salvar su vida, al respecto de la cual él mismo tendía a mostrarse pesimista». 74Costin estaba dispuesto a testificar a favor de Fawcett, como también Manley. La Royal Geographical Society, tras examinar las pruebas iniciales, dedujo que Fawcett «no desatendió a Murray, sino que hizo cuanto pudo por él dadas las circunstancias». 75Sin embargo, la Royal Society suplicó a Fawcett que dejara reposar el asunto con discreción antes de que se convirtiera en un escándalo nacional. «Estoy seguro de que no desea ningún mal a Murray y, ahora que ambos se encuentran en un clima templado, creo que deberían tomar medidas para llegar a un entendimiento», 76dijo Keltie.
Se desconoce si fue Fawcett quien presentó sus disculpas a Murray o este a Fawcett, pero todos los detalles de la contienda se hicieron públicos, entre ellos lo cerca que había estado Fawcett de abandonar a su compatriota en la jungla. Costin, mientras tanto, era para entonces el único que seguía al borde de la muerte. La espundia empeoraba rápidamente, agravada por otras posibles infecciones. «Por el momento han sido incapaces de curarle -informó Fawcett a Keltie-, pero está sometido a un tratamiento nuevo y particularmente doloroso en la Escuela de Medicina Tropical [de Londres]. Confío sinceramente en que se recupere.» 77Tras visitar a Costin, un alto cargo de la RGS dijo a Fawcett en una carta: «Qué atroz estampa es el pobre hombre». 78Poco a poco, Costin fue recobrando la salud, y cuando Fawcett anunció que tenía previsto regresar al Amazonas, decidió acompañarle. Según sus propias palabras: «Es el infierno absoluto, pero a uno en cierto modo le gusta». 79También Manley, pese a su flirteo con la muerte, se comprometió a ir con Fawcett. «Él y Costin eran los únicos ayudantes a quienes siempre podré considerar de confianza y que se adaptan perfectamente al entorno, y nunca he deseado mejor compañía», 80dijo Fawcett.
Para Murray, sin embargo, aquella experiencia con el trópico había sido más que suficiente. Anhelaba la conocida desolación del hielo y la nieve, y en junio de 1913 se alistó en una expedición científica canadiense al Ártico. Seis semanas después, el barco en el que viajaba, el Karluk, quedó encallado en el hielo y tuvo que ser abandonado. En esta ocasión, Murray contribuyó a liderar un motín contra el capitán y, junto con una facción disidente, escapó con trineos por la yerma nieve. El capitán consiguió rescatar a su partida. Murray y su grupo, sin embargo, nunca volvieron a ser vistos. 81
13. Rescate
Cuando aterricé en Sao Paulo, fui a ver a la persona que, estaba seguro, podría ayudarme en mi expedición: James Lynch. Era el explorador brasileño que en 1996 había encabezado la última gran expedición en busca de indicios de la partida de Fawcett y que, junto con su hijo de dieciséis años y otros diez exploradores, había sido secuestrado por indígenas. Había oído que, después de conseguir que lo liberaran y regresar a Sao Paulo, Lynch había dejado su empleo en el Chase Bank y fundado una empresa de asesoría financiera. (Parte de su nombre era, acertadamente, Phoenix.) Cuando le telefoneé, accedió a recibirme en su despacho, que estaba ubicado en un rascacielos del centro de la ciudad. Parecía mayor y de apariencia más frágil de lo que yo había imaginado. Llevaba un traje elegante y el pelo, rubio, pulcramente peinado. Me llevó hasta su despacho, situado en la novena planta, y miró por la ventana. «Sao Paulo hace que Nueva York casi parezca pequeña, ¿no le parece?», dijo, y apuntó que en el área metropolitana vivían dieciocho millones de personas. Sacudió la cabeza, maravillado, y se sentó a su escritorio.
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