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Stuart Kaminsky: Muerte En Invierno

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Stuart Kaminsky Muerte En Invierno

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El detective Mac Taylor es un eficaz investigador del C.S.I. convencido de que todo está relacionado y las personas siempre tienen una historia que contar. Él y su compañera, la detective Stella Bonasera, lideran un equipo de expertos en el cambiante e inestable mundo de la ciudad de Nueva York. Estos dotados investigadores, que ven Nueva York bajo una luz única, siguen las pruebas al tiempo que reúnen pistas y eliminan dudas para, finalmente, resolver los casos. El cuerpo de un hombre de mediana edad aparece en el ascensor de un lujoso edificio del Upper East Side. En un primer momento, Mac Taylor y Aiden Burn no encuentran balas, ni restos de ADN, ninguna pista. Podría tratarse del crimen perfecto Mientras tanto, a unas pocas manzanas, Stella Bonasera y Danny Messer investigan el asesinato de una mujer protegida por el programa de testigos. Los agentes de la ley encargados de su seguridad aseguran que la víctima pasó la noche en su dormitorio del hotel y que la encontraron muerta por la mañana. El equipo C.S.I. de Nueva York deberá reunir las pruebas y resolver estos dos sorprendentes crímenes.

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Mac asintió. Taft cerró la puerta.

Mac no tuvo mejor suerte en el resto de las plantas. Aiden subió con él a la veintiuno, y después bajarían juntos al vestíbulo. Cuando acabaran, Aiden aspiraría el suelo, como había hecho en las demás plantas, y metería el contenido en una bolsa transparente de plástico.

Antes de agarrar el llamador metálico de la puerta de Louisa Cormier, Mac examinó el rellano con el ALS. Encontró unas diminutas pero definidas marcas de sangre.

4

El doctor Sheldon Hawkes, de piel oscura y vestido con unos vaqueros azules y una camiseta negra con las letras CSI en la espalda, se hallaba entre las dos mesas en las que estaban tumbados los cadáveres. A su lado estaba Stella Bonasera.

La espartana estancia era amplia, tenía luces de un tono azulado y ligeras sombras en las esquinas. Las únicas luces brillantes eran las que pendían del techo, tubos fluorescentes blancos sobre las dos estrellas del día: Alberta Spanio, con el cuchillo en el cuello, y Charles Lutnikov, con los dos agujeros en su pecho bien visibles. Ambos cuerpos estaban desnudos sobre las mesas de acero, sin joyas ni abalorios, se iban del mundo tal como habían venido, a excepción de la autopsia, con los ojos cerrados y las cabezas colocadas sobre bloques estabilizadores.

Hawkes les había tomado la temperatura a ambos en cuanto llegaron y las comparó con las temperaturas rectales tomadas por Stella y Aiden. La hora de la muerte nunca podía ser cien por cien segura, a menos que ocurriese delante de testigos, testigos plenamente fiables con relojes igualmente fiables. Ninguno de los dos había alcanzado el rigor mortis, lo cual sugería que las muertes se habían producido hacía menos de ocho horas. «Sugería» era el término operativo, dado que el cuerpo de Alberta Spanio había sido examinado en un principio en una habitación donde la temperatura era de 5 ºC bajo cero.

El rigor mortis, sin embargo, es un factor muy poco fiable al pronosticar la hora de la muerte. Es la tensión y la contracción de los músculos que se produce como resultado de reacciones químicas de las células musculares. Por lo general, el rigor empieza en la cara y el cuello y va extendiéndose por todos los músculos del cuerpo hasta llegar a los dedos de los pies. Suele empezar entre dieciocho y treinta y seis horas después de la muerte y dura dos días, hasta que los músculos se relajan y empiezan a descomponerse. El calor acelera ese proceso. Hawkes recordaba casos en los que el rigor mortis no se había producido durante una semana. En las personas delgadas puede producirse muy rápidamente a pesar de la temperatura ambiente. En las personas obesas, el proceso puede ir mucho más despacio de lo normal. Y, por otra parte, tampoco era inusual que un cuerpo no mostrase signo alguno de rigor mortis.

Hawkes concluyó, antes de empezar las autopsias, que las horas de las muertes calculadas por los detectives del CSI en el lugar de los hechos debían de ser razonablemente acertadas. La temperatura normal de un cuerpo es de 37 ºC. A una media de 0,5 ºC por hora, el cuerpo se equipara a la temperatura ambiente del entorno en el que se ha encontrado, a menos que ésta sea muy elevada o extremadamente baja. Dados los 22 ºC del ascensor y la temperatura del cadáver, resultaba más o menos sencillo determinar la hora de la muerte de Charles Lutnikov. Con Alberta Spanio la cosa resultaba más difícil, mucho más difícil, debido a que la congelación parcial podría haber acelerado el descenso de la temperatura corporal. Hawkes podría llevar a cabo una estimación más precisa de la hora de la muerte si empezaba a examinar sus sistemas y órganos con su propio instrumental.

Empezó por el cuchillo del cuello.

– Golpe hacia abajo -dijo con cuidado sacando el cuchillo-. Profundo. Propinado por alguien fuerte. También alguien con suerte o que sabía dónde encontrar la arteria carótida. Estaba dormida. No hay señales de lucha ni de movimiento, ni siquiera después de ser apuñalada. El cuchillo es una navaja automática sacada de Semilla de maldad o de West Side Story, lo cual demuestra lo poco al día que estoy en materia de cine. Un arma barata, afilada.

Depositó la sanguinolenta navaja sobre una bandeja de acero inoxidable y se la entregó a Stella. Ella la añadiría al resto de objetos recogidos, que incluía el bote de pastillas y su tapa, así como el vaso con alcohol de la habitación del hotel. Cuando Hawkes acabase, la ventana del lavabo seguramente también estaría ya en el laboratorio esperándola.

Siguió el proceso rutinario de la autopsia, que siempre parecía nuevo y casi sagrado, no por la profanación de los cadáveres sino por realizar un acto de justicia que tanto el muerto como sus familiares merecían.

Llevó a cabo la incisión en forma de Y, un corte de hombro a hombro que se junta en el esternón y después desciende por el abdomen hasta la pelvis.

Los órganos interiores quedaban ahora a la vista. Hawkes utilizó una cuchilla en forma de rama de árbol para cortar las costillas y la clavícula. Abrió la caja torácica para dejar a la vista el corazón y otros órganos blandos que sacó y pesó. El siguiente paso era tomar muestras de los fluidos de todos los órganos, hacer una hendidura en el estómago y los intestinos y examinar su contenido.

Cuando completó el examen del torso, Hawkes movió la cabeza de Alberta Spanio, primero para comprobar si había hemorragia ocular, en caso de que la víctima hubiese sido estrangulada antes de acuchillada. Después realizó una cuidadosa incisión en el cuero cabelludo, en la parte posterior de la cabeza, y tiró de la piel hacia la cara para dejar a la vista el cráneo. Con una sierra mecánica de oscilación rápida, cortó el hueso y abrió el cráneo con un escoplo para poder sacar el cerebro con el fin de pesarlo y examinarlo sin producirle daño alguno.

A medida que iba cumpliendo cada uno de los pasos, describía lo que hacía y lo que veía. Sus palabras quedaban registradas, y la cinta se consideraba una prueba.

– Hecho -dijo finalmente-. Llevaré las muestras al laboratorio.

– Diles que tienen que trabajar rápido -dijo Stella-. Les presionaré. -No era extraño en Nueva York que un informe de laboratorio en un caso de homicidio se eternizase.

Hawkes asintió y se desplazó hasta el fregadero que había en el rincón, donde se quitó los guantes y el delantal manchados de sangre, se lavó y se colocó unos guantes limpios.

Stella se sintió un poco mareada, y debió de resultar evidente, porque Hawkes le preguntó:

– ¿Te encuentras bien?

– Sí.

No se sintió indispuesta por la autopsia o por haber visto el cuerpo despellejado. Se debía a la maldita gripe. Culpó a su propia debilidad, le agradeció su interés a Hawkes y se encaminó hacia la puerta.

– Y ahora -dijo Hawkes a su espalda-, tengamos una charla con el señor Lutnikov.

Por suerte para Stella, Lutnikov era el caso de Aiden y Mac. Ella se preguntó por qué ninguno de los dos estaba allí.

El detective Don Flack había hablado con los empleados de recepción para saber quién había ocupado las habitaciones superior e inferior a la de Alberta Spanio. Para asegurarse, también comprobó quién se alojaba dos por encima y dos por debajo.

La única habitación potencialmente peligrosa resultó ser la que estaba justo encima de la ventana abierta del lavabo. Había estado ocupada por un tal Wendell Lang, que había pedido específicamente esa habitación hacía dos días pero le habían dicho que estaba ocupada. Se había registrado en otra habitación, pagó en efectivo y se trasladó a la que estaba encima de la de Alberta Spanio en cuanto quedó libre. El señor Lang se había marchado a las seis de esa misma madrugada.

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