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Stuart Kaminsky: Muerte En Invierno

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Stuart Kaminsky Muerte En Invierno

Muerte En Invierno: краткое содержание, описание и аннотация

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El detective Mac Taylor es un eficaz investigador del C.S.I. convencido de que todo está relacionado y las personas siempre tienen una historia que contar. Él y su compañera, la detective Stella Bonasera, lideran un equipo de expertos en el cambiante e inestable mundo de la ciudad de Nueva York. Estos dotados investigadores, que ven Nueva York bajo una luz única, siguen las pruebas al tiempo que reúnen pistas y eliminan dudas para, finalmente, resolver los casos. El cuerpo de un hombre de mediana edad aparece en el ascensor de un lujoso edificio del Upper East Side. En un primer momento, Mac Taylor y Aiden Burn no encuentran balas, ni restos de ADN, ninguna pista. Podría tratarse del crimen perfecto Mientras tanto, a unas pocas manzanas, Stella Bonasera y Danny Messer investigan el asesinato de una mujer protegida por el programa de testigos. Los agentes de la ley encargados de su seguridad aseguran que la víctima pasó la noche en su dormitorio del hotel y que la encontraron muerta por la mañana. El equipo C.S.I. de Nueva York deberá reunir las pruebas y resolver estos dos sorprendentes crímenes.

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En un extremo de la mesita junto a la cama había dos cosas interesantes. Una era un bote de pastillas abierto con dos píldoras en su interior. En la etiqueta se leía ALEPPO, y Stella sabía que era un medicamento genérico comparable a Sonata. Sheldon Hawkes le diría qué cantidad de droga había en la sangre de la víctima. Stella empolvó el bote en busca de huellas. Apareció una huella nítida. Cogió el bote metiendo dos dedos enguantados dentro del mismo, y después introdujo éste y la tapa que había al lado en una bolsa de plástico con cierre y la guardó en el maletín que había en el suelo.

La otra cosa interesante que había sobre la mesita era un vaso grande con una pequeña cantidad de líquido color ámbar en el fondo. Stella se inclinó para oler el vaso. Alcohol. Hawkes también le diría qué cantidad de alcohol había consumido la mujer. Tomar pastillas para dormir y alcohol era una combinación letal, pero el cuchillo que Alberta Spanio tenía clavado en el cuello probablemente echaba por tierra esta hipótesis.

Stella empolvó también el vaso y encontró tres buenas huellas. Vertió el líquido en un receptáculo de plástico con tapa enroscable que había sacado del maletín y guardó el bote en el mismo lugar del que saliera; luego introdujo con mucho cuidado el vaso en un sobre de plástico y lo selló.

– ¿Quieres echar un vistazo? -dijo Danny desde la puerta abierta del lavabo.

Había cepillado el pomo de la puerta en busca de huellas; encontró algunas, y las retiró con sumo cuidado.

– Ya voy -dijo Stella apartándose de la cama.

Entró en el lavabo y miró hacia la ventana abierta.

– ¿Cuándo murió? -preguntó Danny.

Stella se encogió de hombros.

– El cuerpo está frío, no puedo saberlo con seguridad. Tal vez Hawkes pueda calcularlo, pero no está helada. Creo que no puede hacer más de tres horas.

– ¿Cuándo dejó de nevar? -preguntó Danny.

– No lo sé -dijo Stella-. Hará unas cuatro o cinco horas. Lo comprobaremos.

– El asesino tiene que ser menudo -dijo Danny estudiando la pequeña ventana abierta-. Debió de descolgarse desde arriba con una escalera o una cuerda. No hay escalera de incendios. Menudo número circense con el viento y la nieve.

Stella se acercó a la ventana, sacó un par de guantes de látex nuevos de su bolsillo y se los puso, estiró el brazo y pasó los dedos por la parte inferior del marco de madera. El frío le cortó las mejillas y se echó hacia atrás.

– Lleva la ventana al laboratorio -dijo.

– Bien.

– Comprueba la taza del váter también -dijo ella evitando sorberse la nariz.

– Ya lo he hecho -respondió él-. Nada.

– Entonces vayamos los dos a la habitación. Yo estudiaré el cuerpo, la cama y la mesita de noche. Tú el suelo y las paredes.

– ¿Primero saco la ventana? -preguntó.

– La ventana puede esperar hasta que hayamos acabado.

En la habitación de al lado, Taxx estaba diciendo:

– Míralo tú mismo.

Se acercó a la ventana y miró hacia el exterior. Flack estaba a su lado. Collier permaneció en medio de la habitación, mirando hacia la puerta abierta del dormitorio, sin dejar de mover los dedos nerviosamente.

– Seis plantas hacia arriba -le dijo Taxx a Flack-. Sin escalera de incendio.

– ¿No hay nada junto a la ventana del lavabo? -preguntó Flack.

Taxx negó con la cabeza.

– Un muro de ladrillo. Míralo tú mismo.

– Lo haré -dijo Flack-. ¿Y no oísteis ningún ruido en el dormitorio en toda la noche?

– Nada -dijo Taxx.

– Nada -añadió Collier.

– Cuando se fue a la cama… Decidme qué pasó.

Los dos policías coincidieron, había sido igual que las dos noches anteriores. Alberta Spanio se llevó una copa al dormitorio, tomó dos píldoras para dormir, dijo «buenas noches» con la copa en la mano, cerró el pestillo y, probablemente, se metió en la cama. Había un televisor en el dormitorio, pero los dos hombres que la custodiaban aseguraron que no oyeron que lo pusiese en marcha y no estaba encendido cuando forzaron la puerta. Tampoco habían oído ningún ruido en el baño ni en la ducha, y sabían que Alberta ya había hecho todo lo que tenía que hacer en ese sentido. Se había duchado hacía dos noches. Además, la habían visto tomar las pastillas para dormir y dar un largo trago de whisky. Debió de dormirse un minuto después de cerrar la puerta.

– ¿Qué demonios ha pasado? -preguntó Collier mirando hacia el dormitorio, suponiendo que, probablemente, no iba a conseguir un ascenso en toda su vida.

Flack no respondió. Sabía que Collier no esperaba ninguna explicación. Cerró su libreta.

3

El apartamento de Lutnikov era pequeño: disponía de salón y de un pequeño dormitorio y una reducida cocina en un rincón.

El salón era más bien una biblioteca, con libros colocados de cualquier manera en estanterías que cubrían tres de las paredes desde el suelo al techo. Había un gran escritorio de madera con una máquina de escribir encima, en medio de la habitación. El escritorio, cubierto con un maremagno de papeles, recortes de periódico y revistas, daba la espalda a la amplia ventana; de ese modo, la luz debía de llegarle por encima del hombro mientras trabajaba. La pila de papeles amontonada sobre el escritorio amenazaba con caer al suelo, y de hecho, algunos de los papeles parecían haber caído.

Había un sillón reclinable no muy lejos del escritorio, una lámpara detrás y una pequeña mesita al lado cargada de libros. Frente al sillón había un mullido sofá de color marrón que, sin duda, necesitaba una reparación, pues era bastante viejo, aunque no lo suficiente para ser calificado como una nostálgica antigüedad de los años cincuenta.

La única otra habitación del apartamento que el gerente abrió para Aiden y Mac fue el dormitorio de Lutnikov. En éste había más estanterías repletas de libros y revistas apiladas, un tocador, un armario, un arcón con cajones y un televisor Sony blanco de veintisiete pulgadas encima de éste, y una cama de matrimonio pulcramente preparada al estilo militar, en claro contraste con el caos que imperaba en el resto del apartamento.

– La cocina está ahí -dijo el gerente, un hombre llamado Nathan Gremold, de unos sesenta años, muy bien vestido; llevaba una corbata ancha de color plateado. Gremold hacía años que era el gerente de Hopwell y Freed, la tercera compañía inmobiliaria más importante de Manhattan, especializada en edificios de apartamentos exclusivos. Se había esforzado por no manifestar su desaprobación de la aparente indiferencia mostrada por Lutnikov respecto a la exquisita vivienda que ocupaba.

La zona que señaló no era propiamente una cocina sino un rincón preparado como si lo fuese, y no resultaba necesario señalarlo.

Aiden y Mac se movieron por el salón, pasaron junto al escritorio camino de la diminuta cocina un paso por detrás de Nathan Gremold. La cocina estaba inmaculada. Estaba algo más que ordenada. Habían frotado a conciencia, la encimera estaba impecable, no tenía nada encima a excepción del salero y el pimentero de madera a juego.

Mac abrió los armarios. Tetrabriks y latas perfectamente alineadas. Había un estante dedicado en exclusiva a cajas de cereales.

– A este hombre le gustaban los cereales -dijo Aiden.

Mac sacó una caja, la examinó brevemente y volvió a colocarla en su sitio.

La nevera estaba bien surtida pero no del todo llena. Había un cartón de leche de soja con vainilla casi lleno en el estante superior, junto a una rebanada de pan de cereales a medio terminar perfectamente envuelta.

Regresaron al salón, donde les esperaba Nathan Gremold, con las manos a los lados.

– Estaremos bien -dijo Mac-. Cerraremos la puerta cuando acabemos. Sólo dos preguntas -dijo Mac mientras Aiden se dirigía al escritorio y empezaba a estudiar las pilas de papeles y la máquina de escribir.

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