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Stuart Kaminsky: Muerte En Invierno

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Stuart Kaminsky Muerte En Invierno

Muerte En Invierno: краткое содержание, описание и аннотация

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El detective Mac Taylor es un eficaz investigador del C.S.I. convencido de que todo está relacionado y las personas siempre tienen una historia que contar. Él y su compañera, la detective Stella Bonasera, lideran un equipo de expertos en el cambiante e inestable mundo de la ciudad de Nueva York. Estos dotados investigadores, que ven Nueva York bajo una luz única, siguen las pruebas al tiempo que reúnen pistas y eliminan dudas para, finalmente, resolver los casos. El cuerpo de un hombre de mediana edad aparece en el ascensor de un lujoso edificio del Upper East Side. En un primer momento, Mac Taylor y Aiden Burn no encuentran balas, ni restos de ADN, ninguna pista. Podría tratarse del crimen perfecto Mientras tanto, a unas pocas manzanas, Stella Bonasera y Danny Messer investigan el asesinato de una mujer protegida por el programa de testigos. Los agentes de la ley encargados de su seguridad aseguran que la víctima pasó la noche en su dormitorio del hotel y que la encontraron muerta por la mañana. El equipo C.S.I. de Nueva York deberá reunir las pruebas y resolver estos dos sorprendentes crímenes.

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– Bien. Ahí, junto a la puerta, hay un maletín con instrumental. Acérquelo para que pueda acceder a él.

– ¿Una mala noche? -preguntó Mac.

– Las he tenido mejores -dijo Aiden sin dejar de hacer fotos al tiempo que el policía le acercaba su maletín.

Mac tenía fija la mirada en el pecho del hombre muerto.

– Parecen dos agujeros de bala. No hay quemaduras.

Mac observó las paredes, el suelo y el techo del pequeño ascensor forrado con paneles de madera y después se inclinó y tiró ligeramente del cadáver hacia delante.

– No hay orificios de salida -dijo, dejando de nuevo que el cuerpo se apoyase en la pared.

– Entonces las balas siguen dentro -replicó Burn.

– No -aclaró Mac, sacando de una pequeña caja de cuero que tenía en el bolsillo una fina sonda de acero parecida al instrumental de los dentistas.

Con mucho cuidado desabrochó y abrió la camisa del muerto para ver con más claridad las heridas.

– Un disparo -dijo como para sí mismo tocando ambos agujeros con la sonda-. Esta es la herida de entrada. Un calibre pequeño. Está casi cerrada. Esta es la herida de salida, más ancha y de peor aspecto, la piel ha salido hacia fuera.

– Entonces tendría que haber sangre esparcida frente al cuerpo -dijo ella.

– Y la hay -añadió Mac, bajando la vista hasta unas manchitas oscuras en forma de lágrima desperdigadas por el suelo.

Se puso en pie. Apartó la sonda y se quitó los guantes de látex, los metió en una bolsa en su bolsillo, y se colocó otros limpios.

Cuando hay restos de sangre, es necesario cambiarse los guantes cada vez que se toca algo. Hay que evitar contaminar el escenario del crimen. Es algo que saben los criminalistas de todo el mundo. Fue necesario que en el caso de O. J. Simpson se cometiesen varios errores tontos para convertirlo en una norma universal.

– ¿No hay arma? -preguntó él.

– No hay arma -respondió Aiden-. Ni bala.

– ¿Temperatura corporal?

– Lleva muerto menos de dos horas, probablemente menos de una. El portero encontró el cuerpo y llamó a urgencias.

Mac echó un último vistazo al muerto y dijo:

– Toma fotografías de sus tobillos. En ése tiene un hematoma. -Mac señaló con el dedo hacia la pierna que salía del ascensor-. Y después…

– Pasamos a las paredes, el suelo, el traje… ¿No?

Mac asintió y añadió:

– Repaso completo.

El repaso completo incluía un examen con luz ALS, que iluminaría fluidos corporales como semen, saliva, orina, huellas dactilares e incluso restos de drogas. Aiden disponía de su propio equipo ALS compacto, que cabía en una caja del tamaño de una funda de gafas. Llegaba a cualquier rincón, y lo usaba para asegurarse del grado de limpieza de las habitaciones de los hoteles de carretera en los que tenía que alojarse cuando salía de la ciudad.

Mac salió del ascensor, pasó entre los dos agentes y se acercó al portero, ataviado con un uniforme de color púrpura con ribetes dorados, que miraba por encima del hombro a los policías. Era un hombre bajo, negro y muy nervioso. No sabía qué hacer con sus manos, así que se las retorció, luego se las metió en los bolsillos y después volvió a sacarlas cuando Mac se colocó frente a él.

– Está muerto -dijo el portero-. Lo sé. Parecía evidente.

– ¿A qué hora entró a trabajar, señor…?

– McGee, Aaron McGee. Todo el mundo me llama señor Aaron. Me refiero a los inquilinos. No sé por qué.

– ¿A qué hora entró a trabajar, señor McGee?

– A las cinco de la madrugada -miró su reloj-. Hace cinco horas. Cinco horas y diez minutos. Tardé dos horas en llegar hasta aquí debido a toda la nieve que ha caído.

Mac sacó su cuaderno y tomó nota cuidadosamente.

– ¿Quién cubre el turno anterior al suyo?

– Ernesto, Ernesto… Déjeme pensar. Lo sé. Lleva aquí cinco o seis años. Sé su apellido. Pero es que ahora, ya sabe…

Mac asintió.

– ¿Tienen un libro de registros? -preguntó Mac.

McGee asintió.

– Apuntamos todas las visitas. Lo compruebo con los inquilinos antes de dejar entrar a nadie. A los inquilinos siempre les digo «Buenos días» o «Buenas noches» o cosas por el estilo. Durante el mes de vacaciones, les digo «Feliz Navidad» a los que sé que son cristianos y «Feliz Hanukkah» a los judíos. A los Melvoy no les digo nada. Son ateos, pero igualmente me regalan algo en Navidad.

– ¿El señor Lutnikov ha tenido visitas esta mañana?

– Ni una -dijo el portero negando con la cabeza enfáticamente-. Para él no. De hecho, nadie en el edificio ha tenido visitas. Se suponía que los técnicos informáticos tenían que venir a reparar el ordenador de los Ravinowitz esta mañana.

– ¿Algún inquilino ha salido esta mañana?

– Los Shelby, a las diez -dijo el portero acercándose a Mac para seguirle hasta la puerta principal del Belvedere Towers-. Sacan a pasear al perro unos minutos y luego vuelven. Hace demasiado frío para ese animalillo, pero hace lo que tiene que hacer. La señora Shelby llevaba una de esas bolsitas para caca de perro, ya sabe. Regresaron rápido.

Mac asintió.

– Y la señorita Cormier -prosiguió McGee-. Sale todas las mañanas, llueva, haga sol o nieve; nunca falla. Da un paseo. A las ocho de la mañana. Siempre dice: «Buenos días, Aaron». Está fuera una media hora, incluso los días como hoy.

– ¿Lleva algo consigo? -preguntó Mac.

– Siempre lo mismo -respondió McGee-. Una bolsa grande de esa librería…, la que tiene la imagen de un tipo con barba. ¿Cómo se llama esa librería?

– ¿Barnes & Noble? -preguntó Mac.

– Eso es -dijo McGee-. Siempre la misma bolsa.

McGee arrastró los pies con un ligero balanceo. Debía de tener unos setenta años, tal vez más.

– A veces, los Glick salían temprano los sábados -añadió-. Pero como ahora él está recibiendo quimioterapia, últimamente se quedan en casa.

Se detuvieron frente al mostrador de la portería a la derecha de la puerta de entrada. Parte del frío de febrero se colaba por el marco de la puerta. La nieve, de por lo menos unos sesenta centímetros de grosor, había dejado de caer hacía dos horas, pero la temperatura seguía descendiendo y se esperaba que nevase más. Mac estaba convencido de que la temperatura debía rondar los 18 ºC bajo cero.

Su coche estaba aparcado a una manzana de distancia en una zona de carga y descarga frente a un restaurante. Había bajado la visera para que quedase bien a la vista el distintivo del CSI. El trayecto desde el coche al edificio de apartamentos le había llevado unos cinco minutos. Algo que, en circunstancias normales, no le habría tomado más de un minuto o dos. Mac se acordó de una terrible tormenta de nieve en Chicago, seis años atrás. Tras la tormenta, se formaron pequeñas colinas de nieve que había que escalar con extremo cuidado, pues resultaban muy resbaladizas. El distrito en el que vivían Mac y su esposa estaba representado por un concejal que no pertenecía al partido Demócrata, lo que implicaba que eran los últimos en recibir la ayuda de las máquinas quitanieves. Pasaron días antes de que pudiesen sacar el coche del garaje. Pero convirtieron aquella especie de desastre en un reto nocturno, con escaladas, patinaje y caídas para recorrer las cuatro manzanas de la calle principal hasta llegar a un lugar limpio de nieve y comprar en el único supermercado abierto del barrio.

Cuando Mac resbaló en una de las colinas y cayó de culo en la nieve camino de casa, Claire rió con ganas. La comida se desparramó a su alrededor, y se incrustó en la nieve iluminada por la brumosa luz de las farolas.

Mac no tuvo ganas de reír. Alzó la vista frunciendo exageradamente el ceño, pero el gesto acabó convirtiéndose en una sonrisa. A Claire le llegaba la nieve por encima de los tobillos, tenía las orejas, el gorro de lana rojo calado hasta la frente y las bolsas de la compra en las manos enguantadas. Estaba riendo. Ahora podía rememorarlo todo, la calle a oscuras, la nieve blanca, la luz de las farolas, la risa de su esposa.

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