Dorothy Sayers - Los secretos de Oxford

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Cuando Harriet Vane regresa a la Universidad de Oxford, encuentra a los profesores y alumnos de su college nerviosos por los extraños mensajes de un lunático. Con la ayuda de lord Peter Wimsey, Harriet empieza una investigación para desenmascarar al autor de las amenazas.
Una novela de misterio, e incluso de terror, Los secretos de Oxford es también una obra sobre el papel de las mujeres en la sociedad contemporánea, una reflexión sobre la educación y una historia de amor entre dos mentes privilegiadas.
Una de las mejores novelas de misterio del siglo XX y la obra maestra de Sayers, precursora de Patricia Highsmith, Iris Murdoch o A.S. Byatt.

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– No importa. Es una de las consecuencias, y tú no puedes hacer nada.

– Podría tener la consideración de no exponerte a ti. Sabe Dios que has intentado con todas tus fuerzas librarte de mí. Aún más; creo que has utilizado todos los instrumentos posibles para apartarme de ti, salvo ese.

– Bueno, sabía que lo detestarías, y no quería hacerte daño. -¿Que no querías hacerme daño?

Harriet comprendió que aquello debía de parecerle una completa locura.

– Lo digo en serio, Peter. Ya sé que te he dicho las cosas más espantosas que se me han ocurrido, pero tengo mis límites. -La invadió una repentina oleada de ira-. Por Dios, ¿es que realmente piensas eso de mí? ¿Crees que no hay bajeza ante la que no me rinda?

– Estarías plenamente justificada si me dijeras que he estado haciéndote las cosas aún más difíciles al darte tanto la lata.

– ¿Ah, sí? ¿Esperabas que te dijera que estabas empañando mi reputación cuando no tenía reputación que empañar? ¿Qué te dijera que me salvaste de la horca, muchas gracias, pero que me pusiste en la picota? ¿Que mi nombre no es más que barro, pero que lo tratas como una azucena? No soy tan hipócrita.

– Comprendo. La pura verdad es que lo único que hago es amargarte un poco más la vida. Eres muy generosa al no decirlo. -¿Por qué te has empeñado en verlo?

– Porque -respondió Peter encendiendo una cerilla y acercando la llama a una esquina de la tarjeta- si bien estoy dispuesto a huir de los matones con pistolas, con otros problemas prefiero enfrentarme cara a cara. -Tiró el papel ardiendo en el cenicero y aplasto las cenizas. A Harriet le vino a la memoria el mensaje que había encontrado en una manga-. No tienes que reprocharte nada Tú no me lo dijiste; lo descubrí yo solo. Admitiré la derrota y me despediré. ¿De acuerdo?

El camarero del club dejó las copas de brandy sobre la mesa. Con la mirada clavada en las manos, Harriet entrelazaba los dedos. Peter la observó unos momentos y después dijo con dulzura:

– No te pongas tan trágica. Se está enfriando el café. Al fin y cabo, me queda el consuelo de que «no tú, sino el destino me ha vencido». Resurgiré con mi vanidad intacta, que ya es algo.

– Peter, me temo que no soy muy consecuente. He venido aquí esta noche con la firme intención de decirte que lo dejes, pero preferiría librar mis propias batallas. Yo… yo… -miró hacia arriba y añadió temblorosa-, ¡maldita sea si dejo que por mí te liquiden los matones o los que envían cartas anónimas!

Peter se enderezó bruscamente, de modo que su exclamación de alegría se tornó en un gemido.

– ¡Maldito sea el esparadrapo este! Harriet, tienes agallas, ¿verdad? Dame la mano y lucharemos hasta el final. ¡Vamos! Nada de eso. En este club no se llora. No ha ocurrido nunca, y si me deshonras de esa manera, tendré una pelea con los del comité, y probablemente cerrarán los servicios de señoras.

– Lo siento, Peter.

– Y no me pongas azúcar en el café.

Un poco más tarde, tras haberle tendido un fuerte brazo para liberarlo de las arduas profundidades del sofá, entre palabrotas, y haberlo despachado para que obtuviera el descanso que lógicamente desearía, entre los dolores del amor y del esparadrapo, Harriet tuvo tiempo para pensar tranquilamente que si el destino había vencido a alguno de los dos, desde luego no había sido a Peter Wimsey. Él conocía a la perfección el truco con el que el luchador deja que la fuerza del adversario se deje vencer a sí misma. Sin embargo, ella sabía con toda certeza que si, cuando él le había preguntado si se marchaba, ella hubiera contestado con amabilidad pero con firmeza: «Lo siento, pero pienso que sería lo mejor», el asunto habría llegado al final deseado.

– Ojalá tuviera una actitud firme -le dijo a la amiga del viaje por Europa.

– Pero si la tiene -replicó la amiga, que era una persona de ideas claras-. Él sabe lo que quiere, y el problema es que tú no. Ya sé que no es agradable poner punto final a las cosas, pero no entiendo por qué tiene que hacerte él todo el trabajo sucio, sobre todo si no quiere que se haga. Con respecto a las cartas anónimas, me parece ridículo prestarles la menor atención.

A su amiga le resultaba fácil hablar así, pues llevaba una vida activa y laboriosa, sin puntos vulnerables.

– Peter dice que debería tener una secretaria que las cribara.

– Pues me parece muy práctico -dijo la amiga-. Pero supongo que, como es un consejo suyo, encontrarás alguna razón ingeniosa para no seguirlo.

– No soy tan mala -replicó Harriet, y contrató a una secretaria.

Así siguieron las cosas durante varios meses. Harriet no volvió a hacer ningún esfuerzo por discutir sobre las exigencias del corazón frente a las del cerebro. Ese tipo de conversaciones desembocaban en un Peligroso intercambio de personalidades en el que Peter, con un ingenio más vivo y mayor autocontrol, siempre podía acorralarla sin ponerse en evidencia. Solo con una aspereza brutal lograba que él bajara la guardia, y empezaba a tener miedo a esos feroces impulsos.

En el ínterin no recibió noticias de Shrewsbury College, salvo que un día del bimestre de otoño apareció un párrafo en uno de los diarios más estúpidos de Londres sobre una «novatada de estudiantas » en el que se informaba al mundo de que alguien había encendido una hoguera con las togas en el patio de Shrewsbury y de que «la señora jefa» estaba tomando medidas disciplinarias. Por supuesto, las mujeres siempre eran noticia. Harriet escribió una ácida carta al periódico, señalando que «estudiante» o «alumna» serían términos más apropiados que «estudiantas» y que la forma correcta de denominar a la doctora Baring era «rectora». Lo único que consiguió fue la publicación de una carta al director del periódico encabezada como «Damas universitarias» y una referencia a «las encantadoras chicas universitarias».

Le explicó a Wimsey -daba la casualidad de que era la persona del género masculino que tenía más a mano para ensañarse- que esas ordinarieces eran la típica actitud del hombre medio hacia las inquietudes intelectuales de las mujeres. Él replicó que los malos modales le daban asco en toda ocasión, pero ¿acaso era peor que en un titular mencionaran a los monarcas extranjeros solamente con el nombre de pila?

No obstante, unas tres semanas antes del final del bimestre de Pascua, Harriet tuvo que volver a atender asuntos de la universidad, de una forma más personal y más alarmante.

Febrero se aproximaba a marzo sollozante y lacrimoso cuando recibió una carta de la decana.

Querida señorita Vane:

Me dirijo a usted para preguntarle si podría venir a Oxford para la apertura de la nueva ala de la biblioteca, que será inaugurada por el rector el próximo jueves. Como bien sabe, esta ha sido siempre la fecha oficial de apertura, si bien teníamos la esperanza de que los edificios estuvieran habitables al comienzo del curso, pero entre el conflicto en la empresa del contratista y la inoportuna enfermedad del arquitecto, nos retrasamos terriblemente, de modo que estará listo justo a tiempo. En realidad, la decoración interior frente a la planta baja todavía no está acabada, pero, francamente, no podíamos pedirle a lord Oakapple que cambiase la fecha, porque es un hombre muy ocupado y, al fin y al cabo, lo principal es la biblioteca, no las instalaciones para las profesoras, por mucho que las pobres necesiten un refugio.

Estamos impacientes por su llegada -me refiero a la doctora Baring y a mí-, si puede encontrar un hueco entre los innumerables compromisos que sin duda tendrá. Nos alegraría mucho contar con su consejo sobre algo sumamente desagradable que está ocurriendo aquí. No es que esperemos que una autora de novelas policíacas sea policía, pero sé que usted ha participado en una investigación real y estoy segura de que sabe mucho más que nosotras de cómo encontrar malhechores.

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