Dorothy Sayers - Los secretos de Oxford

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Cuando Harriet Vane regresa a la Universidad de Oxford, encuentra a los profesores y alumnos de su college nerviosos por los extraños mensajes de un lunático. Con la ayuda de lord Peter Wimsey, Harriet empieza una investigación para desenmascarar al autor de las amenazas.
Una novela de misterio, e incluso de terror, Los secretos de Oxford es también una obra sobre el papel de las mujeres en la sociedad contemporánea, una reflexión sobre la educación y una historia de amor entre dos mentes privilegiadas.
Una de las mejores novelas de misterio del siglo XX y la obra maestra de Sayers, precursora de Patricia Highsmith, Iris Murdoch o A.S. Byatt.

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Peter colgó antes de que a Harriet le diera tiempo a reacción Ella no habría elegido precisamente Ferrara. Era un sitio de moda demasiado vistoso. Quien podía entrar allí, allí entraba, pero precios eran tan altos que, por lo menos de momento, no podía estar hasta los topes, lo que significaba que si ibas allí te iban a ver. Si lo que intentabas era romper una relación con alguien, quizá no fuera la mejor jugada hacerlo público en el Ferrara.

Curiosamente, iba a ser la primera vez que Harriet cenaba en el West End con Peter Wimsey. Durante el primer año después del juicio, no quiso aparecer en ninguna parte, ni aunque hubiera podido comprarse la ropa para hacer su aparición. En aquellos días él la llevaba a los mejores restaurantes del Soho, más tranquilos, o con más frecuencia, la arrastraba, toda enfurruñada y rebelde, hasta hosterías de carretera con cocineros de fiar. Harriet estaba demasiado apática para negarse a esas salidas, que probablemente algo habían hecho por evitar que se amargara, si bien en muchas ocasiones había pagado la imperturbable alegría de su anfitrión con duras palabras de angustia. Al rememorarlo, la paciencia de Wimsey la sorprendía tanto como la preocupaba su insistencia.

Peter la recibió en Ferrara con la media sonrisa y la palabra fácil de siempre, pero con una cortesía más formal de lo que ella recordaba. Escuchó con interés e incluso entusiasmo el relato de sus viajes, y Harriet comprobó (como era de esperar) que el mapa de Europa era terreno conocido para él. Wimsey aportó unas cuantas anécdotas divertidas de su propia experiencia, y añadió datos bien documentados sobre las condiciones de vida en la Alemania moderna. La sorprendió que estuviera tan al corriente de los pormenores de la política internacional, pues no pensaba que tuviera gran interés por los asuntos públicos. Se enzarzo en una apasionada discusión con él sobre las posibilidades de la Conferencia de Ottawa, sobre la que Peter no parecía albergar grandes esperanzas, y cuando llegó la hora del café, Harriet tenía tanto empeño por quitarle de la cabeza ciertas ideas aviesas sobre el desarme que prácticamente se olvidó de las intenciones (si acaso existían) con las que había ido a verlo. En el teatro logró recordar de vez en cuando que tenía que decir algo decisivo, pero el tono se mantuvo tan coloquial y tan sereno que resultaba difícil sacar a colación el nuevo tema.

Una vez acabada la obra, él la llevó hasta un taxi, le preguntó qué dirección tenía que indicarle al taxista, le pidió permiso para acompañarla a casa y tomó asiento a su lado. Sin duda, aquel era el momento adecuado, pero Peter iba hablando en un agradable susurro sobre la arquitectura georgiana de Londres. Al pasar por Guildford Street, Peter se le adelantó preguntándole tras una pausa, durante la cual Harriet había decidido jugarse el todo por el todo:

– Harriet, supongo que no tienes ninguna respuesta nueva que darme, ¿verdad?

– No, Peter. Lo siento, pero no puedo decir nada más.

– De acuerdo. No te preocupes. Intentaré no incordiarte, pero si fueras capaz de aguantarme de vez en cuando, como esta noche, te lo agradecería mucho.

– No creo que fuera justo para ti.

– Si esa es la única razón, yo soy quien mejor puede juzgarlo. -A continuación, volviendo a su tono habitual, como burlándose de sí mismo, añadió-: No resulta fácil librarse de las viejas costumbres. No puedo prometer que vaya a reformarme. Con tu permiso, seguiré proponiéndote matrimonio a intervalos prudentes…, en ocasiones especiales, como mi cumpleaños, el día de Guy Fawkes y el aniversario de la coronación del rey, pero puedes considerarlo pura formalidad. No tienes por qué prestarle la menor atención.

– Es ridículo seguir así, Peter.

– Y, por supuesto, el día de los Inocentes.

– Sería mejor olvidarlo… Esperaba que ya lo hubieras hecho.

– Tengo una memoria muy desordenada. Hace lo que no tiene que hacer y deja por hacer lo que debería haber hecho, pero hasta la fecha no se ha puesto en huelga.

El taxi se detuvo, y el taxista miró hacia atrás con expresión interrogativa. Wimsey ayudó a salir a Harriet y esperó con ademán grave a que soltara la llave. Después se la cogió, le abrió la puerta, le dio las buenas noches y se marchó.

Al remontar la escalera de piedra Harriet comprendió que en aquella situación, huir no le había servido de nada. Se encontraba de nuevo entre las viejas redes de la indecisión y la angustia. En Peter parecía haberse obrado cierto cambio, pero desde luego no por eso resultaba más fácil tratarlo.

Wimsey cumplió su promesa y apenas molestó a Harriet. Pasó mucho tiempo fuera de la ciudad, trabajando en numerosos casos, algunos de los cuales trascendieron a la prensa, mientras que otros se resolvieron con discreción. Estuvo seis meses fuera del país, sin dar otra explicación que «cuestiones de trabajo». Un verano se vio en: vuelto en un asunto extraño que lo llevó a colocarse en una agencia de publicidad. La vida oficinesca le resultó entretenida, pero la cosa terminó de una forma rara y dolorosa.

Una noche acudió a una cena que habían concertado de antemano, pero saltaba a la vista que no se encontraba en condiciones ni de hablar ni de comer. Al final confesó que tenía un terrible dolor de cabeza y fiebre y consintió que lo llevaran a casa. Harriet estaba demasiado preocupada para dejarlo hasta que lo vio sano y salvo en su piso, en las competentes manos de Bunter, quien la tranquilizó: era simplemente la reacción, algo que ocurría con frecuencia al final de un caso, pero que se pasaba enseguida. Un par de días después llamó el enfermo, pidió disculpas y concertó otra cita, en la que hizo alarde de una notable euforia.

En ninguna otra ocasión había traspasado el umbral de la casa de Peter ni él había profanado el santuario de Mecklenburg Square. Ella lo había invitado a entrar en un par de ocasiones, movida por la cortesía, pero él siempre había puesto alguna excusa, y Harriet comprendió que estaba decidido a dejarle al menos aquel lugar para ella sola, libre de asociaciones incómodas. Era evidente que Peter no pensaba cometer la necedad de ser más valorado por distanciarse; más bien parecía tener intención de desagraviarla por algo. Renovaba la oferta de matrimonio a una media de una vez cada tres meses, pero de tal forma que no daba pie a estallidos de mal genio por parte de ninguno de los dos. Un primero de abril la pregunta llegó desde París, en una sola frase latina que comenzaba con la desalentadora partícula interrogativa num , que evidentemente «requiere la respuesta negativa». Tras buscar en el libro de gramática las «negativas corteses», Harriet replicó con un Benigne aún más breve.

Al rememorar su visita a Oxford, Harriet se dio cuenta de que había alterado. Había empezado a tomarse a Wimsey como algo normal, como se podría tomar como algo normal la dinamita una fábrica de munición, pero descubrir que simplemente el sonido de su nombre aún tenía el poder de provocar tales explosiones en su interior, que la molestaban por igual, muchísimo, que otros elogiaran o censuraran a Peter, despertaba el recelo de que la dinamita quizá siguiera siendo dinamita, por inocua que pudiera parecer por la costumbre.

En la chimenea de su salón había una nota, con la letra pequeña y complicada de Peter. En ella la informaba de que lo había avisado el inspector jefe Parker, que se encontraba en el norte Inglaterra con dificultades en un caso de asesinato, y que por consiguiente lamentaba tener que cancelar su cita de aquella semana. ¿Le haría el favor de utilizar las entradas, que él no podía emplear por falta de tiempo?

Harriet apretó los labios al leer la última frase, tan cautelosa. Desde una ocasión espantosa, durante el primer año de su relación, en la que él se arriesgó a enviarle un regalo de Navidad, y en un arrebato de orgullo y vergüenza ella se lo devolvió con un amargo reproche, Peter se había guardado muy mucho de ofrecerle nada que pudiera ni remotamente considerarse un regalo material. Si hubiera desaparecido de la faz de la tierra, no había nada entre las cosas de Harriet que le recordara a él. Cogió las entradas y titubeó. Podía regalarlas, o aprovecharlas para ir con alguien. Al final pensó que no le apetecía pasarse toda la obra con una especie de fantasma de Banquo disputándose la butaca de al lado con otra persona. Metió las entradas en un sobre, las envió al matrimonio que la había llevado a Ascot, rompió la nota por la mitad y la depositó en la papelera. Tras haberse deshecho de Banquo, respiró con más libertad y se enfrentó al siguiente incordio del día. Consistía en revisar tres libros suyos para una nueva edición. Releer las propias obras suele ser una tarea deprimente, y una vez que hubo terminado se sintió hastiada y disgustada consigo misma. Los libros estaban bien como tales, e incluso eran estupendos como ejercicio intelectual, pero les faltaba algo; tenía la sensación de haberlos escrito con cierta reserva mental, con el empeño de no dejar traslucir sus opiniones ni su personalidad. Reflexionó asqueada sobre una conversación tan superficial Como ingeniosa sobre la vida matrimonial entre dos de los personajes. Podría haber hecho algo mucho mejor si no hubiera tenido miedo de ponerse en evidencia. Lo que la estorbaba era la sensación de estar en medio de las cosas, demasiado cercana a ellas, oprimida e intimidada por la realidad. Si conseguía distanciarse de sí misma, lograría confianza y más autocontrol. Ese era el gran don con el que, a pesar de sus limitaciones, podía considerarse afortunado el intelectual: la mirada nítida, directa al objeto, ni debilitada ni distraída por cuestiones íntimas.

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